11 de febrero de 1873: ¡viva la República!

11 de febrero de 1873: ¡viva la República!

Arturo del Villar*. LQS. Febrero 2018

Las dos ocasiones en las que fue proclamada la República en España se debieron a la huida apresurada del rey de turno. En 1873 Amadeo I de Saboya, y en 1931 Alfonso XIII de Borbón, escaparon de Madrid a toda la velocidad permitida por sus res-pectivos vehículos de transporte. El pueblo, feliz por librarse de ellos, permitió que se marcharan sin ponerles ningún impedimento. Los españoles se hallaban tan hartos de los reyes en 1873 como en 1931 y como hoy mismo. Que se marchen, que sin ellos estaremos mejor, fue lo que pensaban entonces, como ahora.

A la una y media del mediodía del que ya era histórico 11 de febrero de 1873, se recibió en el Congreso de los Diputados la carta en la que Amadeo I abdicaba de la Corona de España, “haciendo de ella renuncia por mí, por mis hijos y sucesores”. Tomó esa decisión después de repetir una vez más lo que decía desde que pisó suelo hispano: “Estamos en una casa de locos” (1) . Lo mismo que les sucede a muchos extranjeros, no comprendió el carácter de los españoles, y en consecuencia no logró identificarse con ellos, ni ellos con él, en justa reciprocidad.
El día anterior ya había anunciado su intención de abdicar al Consejo de Ministros, presidido por Manuel Ruiz Zorrilla, quien advirtió al Congreso de esa posibilidad. El presidente del Congreso, Nicolás María Rivero, propuso designar una comisión de 50 diputados que se mantuviera en sesión permanente, aunque sin deliberar, en espera de acontecimientos, y así quedó aprobado, aunque no sirvió para nada.

Un rey impopular

En la carta de abdicación el rey demostraba su hartazgo de España. Se vio forzado a aceptar el trono vacante por presiones de conveniencia familiar, en contra de sus deseos. El pueblo era mayoritariamente indiferente a la monarquía, pero estaba azuzado contra Amadeo por la clerecía montaraz, que no perdonaba a los Saboya el que hubieran echado de los llamados Estados Pontificios al denominado paparey, para unificar a Italia bajo su cetro. En cuanto a la llamada nobleza, se mantenía borbónica por tradición, y los militares vigilaban para intervenir si lo estimaban necesario, como fue lo habitual durante los siglos XIX y XX.
Su único valedor, el general Juan Prim, había sufrido un misterioso atentado mortal el 27 de diciembre de 1870, tres días antes de pisar suelo español el rey electo, por lo que su primer acto oficial en Madrid tuvo que ser visitar la capilla ardiente del general que unos meses antes, el 20 de febrero, se opuso en el Congreso a la propuesta de restaurar la monarquía borbónica en el hijo de Isabel II. Sus tres sonoros “¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!”, y la afirmación sobre que “Restaurar la monarquía caída, imposible, imposible, imposible”, sirvieron de consigna para que actuasen criminalmente los que deseaban el regreso de los borbones.
Como resultado de esa conjunción de ausencias y rechazos, el italiano Amadeo de Saboya se encontró solo en un país extranjero del que desconocía hasta el idioma, y no consiguió identificarse con ninguno de los estamentos que lo componían, ni aproximarse a comprender la sin duda complicada idiosincrasia española. En su carta de abdicación, dirigida al Congreso, que le redactó Eugenio Montero Ríos, porque él no dominaba el castellano, explicó los motivos de su renuncia:

Dos años ha que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la piedra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles, […] entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.

El único remedio que se le ocurría era la abdicación, y lo aplicó sin dilaciones porque estaba cansado de soportar desaires de nobles y plebeyos, eclesiásticos y militares. Era muy cierto cuanto le escribieron para justificar su decisión, y si hubiera conocido la historia del siglo XIX español, sabría que constituye un encadenamiento de guerras fratricidas, por lo que su reinado no iba a resultar una singularidad excepcional.

La Asamblea Nacional

Enterado el Congreso de la real decisión, se encargó al diputado Emilio Castelar que escribiese una respuesta, con su florido estilo literario, para decir al ya exrey que comprendían y aceptaban los motivos de su abdicación. El presidente Rivero propuso convocar al Senado para celebrar una sesión conjunta aquella tarde, en la que se es-tudiara la manera de resolver el vacío de poder en que había quedado el reino sin rey y sin sustituto. Así fue aprobado.
En consecuencia, a las tres y media de la tarde se reanudó la sesión, presidida por Rivero, con el presidente del Senado, Laureano Figuerola, junto a él. Los constitu-cionalistas estrictos aseguran que aquella sesión fue ilegal, porque la vigente Consti-tución de 1869 imponía en su artículo 47: “Los Cuerpos colegisladores no pueden deliberar juntos, ni en presencia del Rey.” Es el argumento de los monárquicos para declarar falta de legitimidad aquella sesión conjunta, que se constituyó en Asamblea Nacional. Tienen razón desde la aplicación literal del precepto, pero es preciso con-siderar la urgencia del momento, que requería soluciones inmediatas, ante un suceso insólito no previsto por los legisladores.
Las Cortes eran mayoritariamente de ideología monárquica, como surgidas de las elecciones celebradas el 24 de agosto de 1872, cuando gobernaba Manuel Ruiz Zorrilla. Lo único demostrado en aquella ocasión por los electores fue su menosprecio de la política, tanto que se registró un 54 por ciento de abstenciones, prueba del desinterés generalizado por los políticos. Aparecían dominadas por los radicales, con 274 diputados, seguidos a gran distancia por los republicanos, con 79; los progresistas, con 14, y los alfonsinos, con nueve. Los radicales habían pasado del monarquismo al republicanismo unitario sin demasiada convicción, y desde luego se oponían al federativo.

Un total vacío de poder

Leídas y aprobadas la renuncia del rey y la respuesta del Congreso, se eligió a una delegación para que acudiese a palacio a entregar el mensaje y despedirse del dimisionario, presidida por Rivero. A su regreso se reanudó la sesión, iniciada con la dimisión en pleno del Gobierno presidido por Ruiz Zorrilla.
Sin jefe del Estado y sin Gobierno, todo el poder político se concentraba en la Asamblea Nacional, pese a su inconstitucionalidad. Se pidió al Gobierno que se man-tuviera en sus cargos, pero Ruiz Zorrilla manifestó que no aceptaría continuar presidiéndolo ni aunque lo aprobase la Asamblea Nacional. Sin hacer caso de su negativa, Rivero ordenó a los dimisionarios que ocupasen el banco azul. A consecuencia de ello se produjo una fuerte discusión, y un diputado preguntó a gritos a Rivero quién le había constituido en dictador, lo que le obligó a bajar el tono de su voz, y después a ausentarse de la cámara. De esta manera, aumentaba más todavía el vacío de poder político y se incrementaba el caos provocado por la sucesión de dimisiones. Si el ya exrey hubiera presenciado la escena, se habría reafirmado en su opinión de que España era un manicomio, y los locos más irrecuperables se alojaban en el Parlamento.
Ocupó la presidencia el que la ostentaba en el Senado, Figuerola, y se centró el debate en la forma de Estado que debía salir de las discusiones. Aseguró Ruiz Zorrilla: “No debo, y aunque pudiera y debiera, no quiero ser republicano”. Sin embargo, la mayoría de los asambleístas consideró que la única posibilidad de resolver la situación era proclamar la República. Se alegaba lo que había costado encontrar un rey después del destronamiento de Isabel II, y el error de ofrecerle la Corona a un extranjero, por lo que debía evitarse repetir la experiencia fallida. Era forzoso resolver la extraña situación en que se encontraba el país, y el único modo viable de conseguirlo parecía proclamar la República Española.

¡Viva la República!

A las 12 de la noche del 11 de febrero de 1873, el diputado Francisco Pi y Margall dio lectura a la resolución acordada por la mayoría de los parlamentarios:

La Asamblea Nacional reasume todos los poderes y declara como forma de gobierno la República, dejando a las Cortes Constituyentes la organización de esta forma de gobierno. Se elegirá por nombramiento de las Cortes un Poder Ejecutivo que será amovible y responsable ante las Cortes mismas.

Esta propuesta fue aprobada por 256 votos a favor y 32 en contra. Todos los aspectos fundamentales quedaban en suspenso momentáneamente, salvo la elección del Poder Ejecutivo, que comenzó inmediatamente y concluyó a las dos y media de la madrugada del día 12. Estuvo integrado por cinco radicales y cuatro republicanos, bajo la presidencia de Estanislao Figueras, republicano.
Conviene aclarar que la I República no tuvo presidentes, puesto que no se llegó a aprobar una Constitución republicana, y la vigente de 1869 era monárquica, por lo que no contemplaba esa figura. Suele llamarse presidentes de la República a sus jefes del Poder Ejecutivo, Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar, aunque solamente fueran los primeros ministros de los sucesivos gobiernos. Hasta 1931 no existió un presidente de la República Española.

Una República indeterminada

Transcurrido un año lleno de problemas sociales, políticos, militares y revolucionarios, que de todo hubo para estrangular al recién nacido régimen, hizo balance Pi de la efímera República, teóricamente vigente, pero militarizada y en consecuencia dictatorial. Su idea, expuesta reiteradamente, consistía siempre en actuar dentro de la legalidad constitucional, rechazando las revoluciones y propugnando la instauración del régimen de arriba abajo escalonadamente. Es decir, mediante el pacto sinalagmático firmado por los líderes de las regiones convertidas en estados, como representantes de los pueblos.
Defender este criterio le había costado una escisión en el partido. La implantación de la República de abajo arriba, desde las bases populares a los dirigentes políticos, sólo hubiera sido factible, en su opinión, como una consecuencia surgida de aconte-cimientos revolucionarios que hiciesen imposible el pacto. Puesto que no sucedió así aquel 11 de febrero, quedaba vigente la doctrina pactista:

¿Qué república era la programada? Ni la federal ni la unitaria. Había mediado acuerdo entre los antiguos y los modernos republicanos, y habían convenido en dejar a unas Cortes Constituyentes la definición y la organización de la nueva forma de gobierno. La federación de abajo arriba era desde entonces imposible: no cabía sino la que determinasen, en el caso de adoptarla, las futuras Cortes. Admitido en principio la federación, no está ya sino empezar por donde antes se habría concluido, por el deslinde de las atribuciones del poder central. Los estados federales habrían debido constituirse luego fuera del círculo de estas atribuciones (2) .

Debido a esa indefinición, la República que pretendía serlo de todos los españoles no lo era de nadie. La mayoría radical votó a favor por oportunismo, pero no por convencimiento. La misma historia del Partido Radical delataba su falta de convicciones ideológicas: era una escisión del Partido Progresista, surgida en 1871, por no aceptar el liderazgo de Práxedes Mateo Sagasta. El jefe de los escindidos y del nuevo partido fue Manuel Ruiz Zorrilla.

Las juntas revolucionarias

Nada más proclamada la República se dispusieron los republicanos con gran energía a destruirla. Estallaron motines revolucionarios en varias localidades andaluzas; en Montilla fueron especialmente sangrientos, porque los braceros explotados por los terratenientes deseaban vengarse de sus amos. El odio de clase estaba justificado, pero con esas actuaciones incontroladas se dañaba el prestigio de la recién nacida institución. Se establecieron numerosas juntas revolucionarias, que reclamaban todo el poder político, sin esperar a que el Poder Ejecutivo elegido aprobase ningún decreto.
Es fácil entender el ansia de libertad impulsor de aquellas actitudes violentas, entre quienes llevaban siglos sometidos al despotismo del trono y el altar, protegido por los militares y los guardias civiles. Pero no se había producido una revolución transformadora de las bases sociales, sino una evolución de un régimen absolutista a otro de poder popular. Ciertamente la constitución de la Asamblea Nacional resultaba ilegal, pero se hizo en el Parlamento, sede de la soberanía nacional. En consecuencia, debía mantenerse el imperio de la ley sin alterar el orden público, y esperar las decisiones adoptadas por el Ejecutivo. Eso era lo lógico en la pura teoría, aunque su aplicación distaba de ser sencilla.
Para el flamante ministro de la Gobernación, Pi y Margall, surgió el primer problema grave del nuevo régimen, ante la urgencia de decidir si colocarse junto al pueblo o contra el pueblo. Remitió telegramas a los gobernadores civiles, ordenándoles la disolución de las juntas revolucionarias. Sus mensajes incluían esta frase bien intencionada: “Orden, libertad, justicia: tal es el lema de la República”. La dificultad estaba en su aplicación. Un año después meditaba así acerca de lo sucedido:

Los pueblos, a falta de la inteligencia de que están dotados los individuos, tienen un instinto que rara vez los engaña. Vieron en la proclamación de la República un acto revolucionario. Comprendieron que ni era constitucional la fusión de las dos Cámaras, ni podían éstas sin violar las leyes fundamentales del Estado alterar la forma de gobierno.
No autorizaba esto, con todo, la formación de las juntas, legítimas tan sólo cuando desaparece el poder central, o se alza el país en masa para derribarle (3).

La historia había emprendido una carrera sin tiempo. El mismo día 12 se proclamaba por primera vez el Estat Catalá en Barcelona. Se volvió a intentar el 20, cuando el capitán general de Catalunya renunció a su cargo y se embarcó sin aguardar a su sucesor, y por tercera vez el 8 de marzo. En contra de la teoría de Pi, algunas provincias deseaban establecer la federación de abajo arriba y a toda prisa, sin esperar a que las Cortes la legislasen de arriba abajo mediante la nueva Constitución. Ese instinto popular a que se refiere Pi frustró la viabilidad del nuevo régimen instaurado para beneficiar al pueblo. La absurda impaciencia de algunos impidió que se consolidase la esperanza de todos.

El poder militar

Sin duda la proclamación de la República se hizo en un momento oportuno, ya que parecía la única solución viable al problema de la gobernación del país, como hemos visto. Sin embargo, ocurrió en un momento crítico de la historia nacional, no solamente por la desunión de los partidos políticos, sino por una concatenación de causas adversas.
El papel del Ejército resultó decisivo en su devenir. Verdaderamente el Ejército fue dueño y conductor de los destinos españoles durante el siglo XIX. Habían sido presidentes de sucesivos gobiernos los generales Evaristo San Miguel, Baldomero Espar-tero (regente del reino), José Ramón Rodil, Ramón María Narváez, Federico Roncalli, Francisco Lersundi, Fernando Fernández de Córdova, Leopoldo O’Donnell, Francisco Armero, y José Gutiérrez de la Concha, este último nombrado por la exreina al día siguiente de la Gloriosa Revolución, para intentar terminar con ella.
Las proclamas revolucionarias de la Gloriosa están firmadas por generales, y el presidente de la Junta Provisional, designado el 19 de setiembre de 1868, fue el brigadier Juan Bautista Topete. El 9 de octubre quedó elegido un Gobierno provisional, presidido por el general Francisco Serrano, que había sido el primer amante de Isabel II. El 15 de junio de 1869 Serrano pasó a ser designado regente, y la presidencia del Gobierno se transfirió al general Juan Prim. El primer Gobierno de Amadeo I lo presidió el general Serrano. Los militares dominaban la política.

Un Ejército monárquico

Con la única excepción de Evaristo San Miguel, estos militares no eran republicanos. Organizaron el derrocamiento de Isabel II porque su Corte había alcanzado una degeneración intolerable en todos los aspectos, aunque se buscó un rey para sucederla. Había republicanos en el país, pero estaban enfrentados en varios grupos, según costumbre, por lo que su fuerza parecía escasa. Tras la abdicación de Amadeo I los militares transigieron con la proclamación de la República por necesidad, aunque a los dos meses, el 23 de abril, ya organizaron una sublevación, fracasada gracias al coraje de Pi y Margall. El general Serrano, el tránsfuga mayor del reino y de la República, huyó disfrazado de Madrid, porque era el cabecilla de la revuelta, auxiliado por Topete.
Los generales revolucionarios del 68 no aceptaban la República, y menos aún la federal, por considerarla disgregadora de la unidad nacional. Muchos oficiales solici-taron el retiro. La disciplina se alteró en los cuarteles, y los soldados, hijos del pueblo, contrarios a la monarquía por ansia de libertad e igualdad, insultaban a los mandos y se negaban a obedecer sus órdenes, por considerarlos (muy acertadamente) monárquicos.
Este Ejército luchaba en dos frentes: en Cuba contra los independentistas, porque el 10 de octubre de 1868 se había alzado contra el colonialismo Carlos Manuel Céspedes, y en España contra las partidas carlistas que habían iniciado una tercera guerra civil el 21 de abril de 1872. Estas guerras desangraban al país, y contribuían al malestar social generalizado, pese a que la opinión pública disponía entonces de muy pocos medios para manifestarse. Muchos republicanos eran contrarios a la independencia de las colonias, por considerarlas parte integrante del Estado. Desde el mes de julio el Ejército debió combatir también a los cantones independentistas, y a los anarquistas promotores de huelgas y revueltas para asentar el comunismo libertario.

Alianza contra la República

No eran los militares los únicos conspiradores contra la República. La otra fuerza poderosa decidida a terminar a cualquier precio con el nuevo régimen era la Iglesia catolicorromana. Se había opuesto a la Constitución de 1869 porque su artículo 21, aparte de obligar al Estado a mantener a los ministros de la religión catolicorromana, autorizaba el ejercicio público y privado de cualquier otro culto, en contra de la norma tradicional durante la monarquía, que lo reservaba sólo para sus cómplices.
El 1 de agosto fue firmada una carta colectiva del Episcopado, en la que se denunció la conculcación de “los eternos principios del orden religioso, político y social que enseña la Iglesia católica”, en su opinión la única que podía sostenerlos frente al Poder Ejecutivo y al Congreso de los Diputados. El pueblo detestaba a los eclesiásticos, poseedores de todos los privilegios que a él le faltaban, y por eso en los cantones fueron quemados conventos e iglesias: la reacción contra la represión.

Las clases dominantes huyeron a Francia, sobre todo en el verano de 1873, y colocaron allí sus dineros. Los llamados nobles, los terratenientes, los banqueros y los burgueses adinerados se aliaron para torpedear la marcha pacíficamente normal de la República, por considerarla contraria a sus intereses, pese a no haber declarado nada que lo permitiera suponerlo, y mucho menos iniciarlo.

Paro, hambre y miseria

El Poder Ejecutivo carecía de medios para resolver los problemas sociales que se le presentaban a diario. El Tesoro se hallaba exhausto. La reina regente María Cristina de Borbón lo había saqueado, y así se convirtió en la mujer más rica de Europa, bien secundada por su marido secreto a voces, aunque muy conocido en los medios económicos, Fernando Muñoz, enriquecido gracias a su participación en muchos negocios sucios. Fue necesario dejar de pagar los intereses de la Deuda Pública, con el consiguiente descrédito de la joven República.
Las protestas populares tenían fundamento. El paro alcanzaba cifras exageradas. Se producían tumultos en muchos lugares, debido a la falta de trabajo y de esperanzas para conseguirlo. El hambre asaltaba a las gentes. Fue uno de los motivos principales que incitaron a la proclamación de los cantones, vistos como una solución para emprender las reformas sociales y laborales que demandaban al Gobierno central inú-tilmente. La miseria avanzaba sobre el país de manera imparable.
Por primera vez se escuchaban las reivindicaciones laborales, un delito durante la monarquía. Los obreros reclamaban la jornada laboral de ocho horas, en vez de la vigente de quince, así como la prohibición del trabajo a menores de doce años, la igualdad salarial para hombres y mujeres, la higiene en los lugares de trabajo, y otras peticiones que ahora son de obligado cumplimiento, pero que en su momento parecían irrealizables.

Los republicanos tomaron en consideración esas propuestas, empezando con la regulación del trabajo infantil aprobada el 24 de julio, pero no tuvieron tiempo de hacer más que presentar el 9 de mayo un proyecto de ley sobre ventas de terrenos desamortizables a los trabajadores, otro regulador de los jurados mixtos el 14 de agosto, y otro el 18 del mismo mes sobre reparto a braceros de tierras sin cultivar.

Aquellas Cortes carecían de la tranquilidad imprescindible para llevar a cabo una labor legislativa eficaz, al tener que dispersar su atención entre tantas tareas comprometidas. No obstante, la verdad histórica demuestra que concurrían pocos dipu-tados a las sesiones. Se había generalizado el desinterés por la actividad parlamentaria, ante el cúmulo de problemas reunidos imposibles de solucionar con la urgencia exigida por el pueblo recién liberado de la tiranía borbónica.

Un pueblo abstencionista

La indiferencia de los políticos profesionales tenía su paralelo en la demostrada por la gente. Al pueblo no le inquietaba la actividad política, aunque protestara de su incómoda situación. Cuando se buscaba rey sustituto de la odiada Isabelona y se planteaba la posibilidad de proclamar la República, el general Prim dijo: “Difícil es hacer un rey, pero más difícil hacer la República en un país donde no existen republicanos.” Quizá tuviera razón. El pueblo despreciaba a la reina golfa tanto como el Ejército, pero lo único que tenía claro es que deseaba librarse de ella, sin pararse a hacer más averiguaciones sobre el futuro político inmediato.
Quedó demostrado en las elecciones a Cortes Constituyentes celebradas del 10 al 13 de mayo de 1873, las que serían primeras Cortes republicanas: la abstención alcanzó el 61 por ciento en el conjunto de la nación, pero en Madrid y Barcelona fue del 73 por ciento. Y eso que se había rebajado la edad para votar de los 25 años a los 21. Solamente votaban los varones: hubo que esperar a la II República para que este derecho se extendiese a las mujeres.
Al desinterés contribuía decisivamente la disparidad de partidos republicanos existente. La más notable era la escisión entre unitarios y federales, con criterios irreconciliables. No se ponían de acuerdo los llamados benévolos presididos por Pi y Margall, los conservadores de Nicolás Salmerón, los ultraconservadores de Emilio Castelar, los intransigentes de José María Orense, y los extremistas acaudillados por el general Juan Contreras, por citar solamente a los más destacados en el Congreso. A ellos hubo que añadir desde julio los iluminados dirigentes cantonales.
Como es lógico, los monárquicos se regocijaban ante un panorama republicano tan desordenado, y conspiraban para terminar con la República. Tres eran los grupos que actuaban por su cuenta: los carlistas seguidores del llamado Carlos VII, ferozmente integristas, apoyados por Francia, Rusia y el Vaticano. Los partidarios del duque de Montpensier, Antonio de Orleans, casado con la hermana de la exreina Isabel II, consiguieron escasos votos en las elecciones. Los más numerosos querían restaurar la monarquía en Alfonso de Borbón, el hijo de Isabel II, aun a sabiendas de que era adulterino, y se le apodaba El Puigmoltejo por los apellidos de su padre biológico: fueron los que acabaron haciéndose con el poder, gracias a la traición del general Martínez Campos, sublevado en Sagunto el 29 de diciembre de 1874 contra la ya caricatura de República militarizada, desde el asalto al Congreso por las tropas del general Pavía en la madrugada del 3 de enero anterior.

Motivos para el fracaso

Toda esta concatenación de elementos negativos hizo inviable la primera experiencia republicana en España. Mucha culpa del fracaso la tuvieron los mismos republicanos, debido a los enfrentamientos partidistas que convertían en contrarios a quienes debían ser aliados, e incluso en enemigos odiosos a los que era preciso aniquilar. La desunión beneficia siempre al enemigo común. Esa lección no la hemos asimilado todavía, no hemos aprendido nada de la historia.
Es cierto que la proclamación de la I República constituyó una sorpresa, porque no se esperaba una abdicación del rey italiano recién colocado en el trono español. Pero también lo es que los republicanos debían haber estado unidos en un partido fuerte, para combatir a la monarquía de la despreciada Isabelona, según el mote popular, y contribuir a su caída por la actuación que desarrollasen ellos, secundados por los militares.
Les cogió por sorpresa la carta de Amadeo I. Eso fue lo peor que podía ocurrirles. Tendrían que haberse preparado para el día, por muy hipotético que pareciese, en que fueran llamados a tomar el poder. Se limitaban a discutir en sus congresos, y a escindirse por cualquier motivo discrepante. Redactaban proyectos de acción que no llevaban a la práctica, como si no creyeran en su viabilidad. No es factible sustituir un régimen monárquico por otro republicano si se carece de un programa bien estructurado. Ni siquiera fueron capaces de aprobar una Constitución, algo que resulta fundamental para encauzar la convivencia política: se presentaron dos proyectos el 17 de julio, el federal y el intransigente, muestra de la desunión. El resultado fue el lógico, el inevitable. Se dice que la historia es maestra de la vida, aunque los republicanos nunca estudiamos las lecciones, y seguimos sin aprender nada y repitiendo pasados errores.

Notas:
1.- Conde de Romanones (Álvaro de Figueroa), Amadeo de Saboya, el rey efímero, cit. por sus Obras completas, Madrid, Plus Ultra, 1949, t. I, p. 577.
2.- La República de 1873. Apuntes para escribir su historia por F. Pí [sic] y Margall. Libro primero. Vindicación del autor, Madrid, Imprenta, Estereotipia y Galva-noplastia de Aribau y Cía, 1874, p. 13. Esta edición fue secuestrada el mismo día de su aparición por orden del ministro de la Gobernación, el republicano unitario Eugenio García Ruiz, el mayor enemigo de Pi por ser republicano federal.
3.- Ibídem, pp. 15 s.

* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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