Abril en Berlín

Abril en Berlín

Nunca pensé que me movilizarían a los 60 años, pero hace unos días viajaba en un tren de cercanías y comprendí que la milicia del pueblo era el último dique levantado contra la implacable venganza de los bolcheviques. Los pasajeros lanzaban maldiciones contra los rusos, con una mezcla de odio y terror, cuando un soldado bajo, corpulento y desaliñado, alzó la voz y exigió silencio. Sus dos Cruces de Hierro despejaban cualquier duda sobre su autoridad. En una de las mangas de su uniforme llevaba una insignia con cuatro tanques de metal. Esa distinción indicaba que había destruido cuatro carros blindados a corta distancia. “¡Dejad de quejaros! –gritó el soldado-. ¡Dedicad todas vuestras fuerzas a luchar y ganar! Si los rusos ocupan Berlín y hacen una pequeña parte de lo que hicimos nosotros en su país, no quedará ni un alemán vivo dentro de unas semanas”. Nadie replicó. Durante unos minutos, sólo se escuchó el sonido del tren, avanzando por las vías. Yo agaché la cabeza y recordé avergonzado mi torpeza durante la instrucción, pero me tranquilizó pensar que un Panzerfaust puede perforar el blindaje de un T-34 soviético, desatando el infierno en su interior.

Esta mañana, hemos volcado tranvías y los hemos llenado de escombros y ladrillos para levantar barricadas. Las Juventudes Hitlerianas colaboran hombro con hombro con el Volkssturm. Es agradable sentir el entusiasmo de los más jóvenes, que albergan una fe inquebrantable en la victoria y se enorgullecen de la disciplina del soldado alemán, donde no hay espacio para dudas o vacilaciones. Es cierto que algunos son adolescentes, casi niños, y aún no se imaginan la confusión de la batalla, donde el humo y las explosiones pueden desorientarte y paralizarte. Mi hermano Klaus combatió en la Gran Guerra y nos enviaba cartas desde el frente, relatándonos sus penalidades. El frente –nos decía- no es un lugar limpio, con las líneas perfectamente dibujadas, sino un laberinto que exige intuición, autodominio y suerte. La experiencia ayuda, pero no hay que engañarse. El azar puede decidirlo todo en un segundo y ningún soldado puede presumir de ser inmune a un ataque de pánico. Klaus murió durante una ofensiva. Una bala le perforó el pecho, matándolo en el acto o, al menos, eso nos dijeron. Fue enterrado en una fosa común. Ni siquiera conocemos el emplazamiento exacto. Tal vez lo mató accidentalmente otro soldado alemán, mientras corrían hacia las líneas francesas y les repelían con ráfagas de ametralladora y morteros. Los veteranos del 14 nos lo repiten a menudo. “Casi todos hemos matado a algún compañero. Es terrible, pero la guerra es así. Es mejor no pensarlo”. Me pregunto cómo reaccionarán los soldados de doce o trece años cuando el Ejército Rojo empiece a desplegarse por las calles de Berlín. Los Gauleiter les hablan a gritos, sin ninguna clase de paternalismo. Si hacen algo mal les regañan y les castigan con dureza, obligándoles a trasladar escombros o a transportar grandes baldes de agua hasta que sus manos se llenan de ampollas. A pesar de su dureza con ellos, se nota que los prefieren a nosotros. En el Volkssturm, hay enfermos e inválidos, que sólo sirven como carne de cañón. Yo soy uno de ellos. No participé en la Gran Guerra por culpa de mi miopía. Sin mis lentes, el mundo se convierte en algo borroso y confuso. En mi batallón, hay 642 hombres y la mayoría no valemos para nada. Incluso los que han combatido en Verdún o la Batalla del Somme, son una nulidad con un arma moderna en las manos, pues no comprenden su funcionamiento. El resto podemos causar estragos durante un simple ejercicio. Hace unos días, un hombre de mi edad mató a un jefe de sección y a seis milicianos al disparar involuntariamente un Panzerfaust. Aun recuerdo los cuerpos ennegrecidos y mutilados, desprendiendo un terrible olor a carne quemada. 

No estamos bajo la autoridad de la Wehrmacht, sino de las SS. Nos inculcan su lema: “Nuestro honor consiste en la lealtad” y nos hablan de que la rendición nunca es una alternativa. Nos repiten que el soldado alemán prefiere morir en su puesto, feliz de cumplir con su deber, y nos advierten que la deserción o la cobardía se castigarán con la muerte. Hasta ahora no ha surgido ningún caso en mi batallón. Nadie se ha planteado huir y esconderse entre las ruinas. Todos seguimos confiando en Hitler, pese a que no haya vuelto a aparecer en público, después del atentado que intentó acabar con su vida. La mayoría le votamos en 1933 y los que no lo hicieron comprendieron enseguida que nuestro país había encontrado al fin un líder capaz de restaurar su pasada grandeza. Hitler ha hecho grandes cosas por el pueblo alemán. Antes de su subida al poder, no existían las vacaciones pagadas, la paga extra de Navidad, las indemnizaciones por invalidez, las pensiones o la educación superior gratuita. Gracias a los subsidios familiares y a las ayudas a los agricultores, el nivel de vida creció a un ritmo vertiginoso. Acabó con el desempleo. Los préstamos a diez años sin intereses permitieron que muchos trabajadores pudieran comprarse un Volkswagen y viajar durante las vacaciones. Se construyeron carreteras, ferrocarriles, presas. Se interrumpió el pago de las indemnizaciones de guerra y se puso fin a la usura. Sólo un ingrato puede olvidar esas cosas. Todos apoyamos la guerra en sus inicios. Hitler es un hombre de paz, que se limitó a luchar contra los enemigos de Alemania, protegiendo sus derechos históricos. Nadie deseaba regresar a la situación de la postguerra, con una nación humillada y empobrecida. Hitler hizo el milagro, pero se enfrentó al judaísmo internacional, verdadero cáncer de los pueblos. Tal vez menospreció la fuerza colosal de su adversario. La historia nos ha sometido a una dura prueba, donde se decide el futuro de la civilización. Si caemos, Europa será esclavizada por los judíos y los bolcheviques. Dios no puede consentirlo. 

2

Es una lástima que nuestra determinación de luchar hasta el final no se refleje en nuestro aspecto. Ni la Wehrmacht ni las SS han podido entregarnos uniformes. Casi todos llevamos ropas de civil o uniformes de trabajo. Yo soy propietario de un pequeño comercio de ropa para caballeros y he conseguido improvisar un uniforme, con un pantalón verde y una chaqueta caqui. En el brazo izquierdo llevo un brazalete rojo y negro con la inscripción: “Deutscher Volkssturm Wehrmacht”. Algunos utilizan los uniformes y los cascos azul grisáceos del ejército francés, requisados durante la ocupación. No es agradable llevar un uniforme extranjero, pero resulta más seguro que el atuendo de las Juventudes Hitlerianas. Su color marrón se confunde con el uniforme del Ejército Rojo. Tal vez eso te libre de un disparo, pero si te apresan, pueden fusilarte en el acto, acusándote de intentar confundirles o simplemente por odio y rabia. Al parecer, ya ha sucedido en Prusia Oriental, donde los más jóvenes han logrado destruir numerosos tanques soviéticos. Su espíritu es admirable, pese a que algunos no pueden ni levantar una caja de munición del suelo o sostener correctamente el fusil sobre el hombro, pues las culatas son demasiado largas para sus brazos. Envidio a esos valientes, que derraman su sangre por Alemania. Los muchachos que me rodean aún no han combatido, pero creo que venderán cara su piel. Casi todos tienen hermanos mayores que han peleado en África o la Unión Soviética y su mayor deseo es imitar sus hazañas. Ojalá tuviera su valor y su agilidad, pero soy consciente de mis limitaciones. Hace unos años sufrí un infarto. Los médicos me dijeron que la mitad de mi corazón había quedado inservible. Apenas corro unos metros, siento náuseas y un agudo dolor en el pecho. Después de hojear los informes médicos y observar mis lentes con gesto consternado, un Gauleiter estimó que sólo podía entregarme un Panzerfaust. Me gustaría tener una pistola o una ametralladora, pero sé que sería un despilfarro inútil. Hay escasez de armas. La mayoría proceden del ejército italiano o del botín obtenido en Francia, Polonia, Bélgica o la Unión Soviética. Cada una funciona de forma distinta. Incluso su munición es diferente, lo cual provoca graves problemas de abastecimiento. También se han rescatado armas que la Wehrmacht había desechado por inservibles. Son las más peligrosas, ya que pueden explotarte en la cara o chamuscarte las manos. El Gauleiter me explicó cómo se utiliza el Panzerfaust y me comentó con displicencia que las mantas y el resto del equipo debía obtenerlo por mi cuenta. No mencionó la palabra saqueo, pero un silencio elocuente me dio a entender que nadie me pediría responsabilidades por mis actos. Aunque el Partido había advertido que “los saqueadores serían castigados con la pena de muerte”, se sobreentendía que esa norma no afectaba a los soldados, pues la prioridad es ganar la guerra, sin reparar en costes humanos. Los oficiales nos dicen a menudo que no debemos pensar en el sufrimiento individual, sino en la supervivencia del Reich. 

Sería absurdo negar el terror que produce la cercanía del Ejército Rojo. Durante las pasadas fiestas de Navidad, ya había desánimo y miedo. En esas fechas, casi nadie saludaba ya con el ¡Heil Hitler! Yo no lo interpretaba como un signo de traición, sino como un efecto del terrible desgaste provocado por los ataques aéreos. Los norteamericanos bombardeaban durante el día y los ingleses de noche, desatando pavorosos incendios. Era imposible dormir con normalidad y los refugios antiaéreos parecían trampas mortales, con su escasez de agua y oxígeno. Las bombas hacían temblar las paredes y el suelo, causando cortes de luz, que se combatían con la pintura luminosa del techo, gracias a la cual se formaba una penumbra espectral. Los lavabos no tardaban en convertirse en lugares inmundos que los más débiles utilizaban para suicidarse, colgándose de una tubería. En las casas, hacía un frío insoportable, pues se había agotado el combustible para la calefacción y las ventanas carecían de cristales. A finales de enero, Goebbels declaró que abandonar Berlín sin autorización sólo podía interpretarse como deserción. Desde entonces, el Ejército Rojo ha avanzado hasta las puertas de la capital del Reich, preparándose para su asalto. Nos sentimos como un rebaño de corderos cercados por los lobos. Nos llegan noticias de que los rusos violan a las mujeres alemanas, con una brutalidad inconcebible. No respetan ni a las embarazadas y no les importa la edad. Niñas de doce años y abuelas de sesenta corren la misma suerte. Se trata de violaciones en masa, donde intervienen infinidad de soldados. Algunos refugiados nos han contado que las mujeres a veces son violadas durante horas, sin que sus gritos despierten un ápice de compasión. Dicen que hasta las rusas que llevan el uniforme del Ejército Rojo participan, sujetando a las víctimas y riéndose de sus protestas. Nos acusan de crueldad, pero esas atrocidades no pueden compararse con nuestras campañas militares o las políticas de higiene social y racial. Sólo hemos intentado crear un mundo mejor y eso no se consigue con un sentimentalismo ridículo e irracional. Hace años leí en Neues Volk que un individuo con graves taras hereditarias le cuesta 60.000 marcos al Estado. “Conciudadano, ése también es tu dinero”, apuntaba el artículo. ¿Acaso no es cierto? ¿No es un dispendio injusto y estúpido? ¿No es más compasivo acabar con esas existencias miserables, indignas de ser vividas? Si los bolcheviques siguen violando a las mujeres alemanas, ¿qué clase de niños engendrarán? ¿Podrá afirmarse que son plenamente humanos? ¿No sería mejor matar a esos niños apenas nazcan? Los eslavos son un pueblo bárbaro y atrasado. Sólo valen para trabajar la tierra. Su destino natural es la servidumbre. Si nuestras mujeres alumbran niños con sus genes, la raza alemana retrocederá en el tiempo, hundiéndose en el bestialismo. No es menos inquietante que los judíos recobren su poder. Yo soy católico y no puedo sentir aprecio hacia los asesinos de Cristo. Estoy de acuerdo con el obispo de mi diócesis, que les acusó de ser la vanguardia de la impiedad y el comunismo. Los judíos son estafadores que explotan la desgracia ajena, prestando dinero en condiciones de usura. Son depravados e inmorales. Su literatura es obscena, pornográfica, decadente. Niega los valores familiares e incita a la promiscuidad. La Alemania de Hitler puso fin a sus crímenes. ¿Por qué el mundo no se lo agradece?

3

Cuando observo a los muchachos de las Juventudes Hitlerianas con una Panzerfaust atado al manillar de su bicicleta, experimento una ebriedad insensata en mi interior. Un pueblo con jóvenes alegres y combativos no puede ser derrotado por hordas de infrahombres. Saber que hace unos días un general alemán extendió la bandera con la esvástica sobre el suelo de su alcoba y se pegó un tiro en la sien, me produce una honda amargura. Uno de mis sobrinos se enteró porque la madre de su novia trabajaba en casa del general como criada y encontró el cadáver al abrir la puerta. La radio y la prensa han ocultado la noticia para no desmoralizar a la población. Me pregunto cuántos de nosotros nos mantendremos firmes hasta la última hora. No puedo juzgar a ese hombre, pues desconozco sus circunstancias, pero creo que un general alemán debe ser el último en morir. En cambio, comprendo que las mujeres prefieran colgarse de una viga o cortarse las muñecas antes de ser violadas por la horda bolchevique. Las más jóvenes y atractivas se atan un pañuelo a la cabeza y se frotan el rostro con ceniza y hollín. Algunas se encogen y fingen que cojean, imitando a las ancianas, pero los rusos también violan a las abuelas. Saber que luchamos por ellas me infunde valor. Estoy enfermo y no soy un buen soldado, pero espero volar un T-34 antes de morir. Cambiar mi vida por la de los ocupantes de un tanque ruso me parece un sacrificio razonable. En mi batallón hay un profesor de historia y antropología que comparte mis temores sobre el porvenir de Alemania. Se llama Emil y es aficionado a los discursos y las sentencias filosóficas: 

-¿Qué será de los logros del Tercer Reich? Hemos limpiado Europa de judíos, gitanos y comunistas. Dicen que hemos cometido crímenes, pero ¿desde cuándo el vencedor se muestra compasivo con sus adversarios? En la Antigüedad, se encadenaba a los caudillos derrotados y se les ejecutaba públicamente. ¿Acaso no es cierto que las poblaciones hostiles eran exterminadas y sus ciudades arrasadas? Alejandro Magno destruyó Tebas. Roma ordenó pasar un arado y arrojar sal sobre las ruinas de Cartago. Si no lo hubieran hecho, habrían sucumbido como raza. La guerra es una cuestión de supervivencia. Nosotros no hemos inventado la lucha por la vida. Simplemente, sabemos que las cosas son así y actuamos en consecuencia. Recuerda las palabras del Führer: “Quien renuncia a luchar en un mundo cuya ley es una lucha constante, no merece vivir”. 

Emil es un hombre de unos cincuenta años que ha participado en la Gran Guerra, pero sus aptitudes militares apenas difieren de las mías. De estatura media y con un pequeño bigote, su barriga constituye un desafío para su centro de gravedad, desequilibrándolo cada vez que realiza un ejercicio de asalto entre las ruinas de los edificios. Su puntería es lamentable, pero eso no impide que se pasee con una P08, desenfundándola con cualquier pretexto. De vez en cuando, apunta al cielo y repite el lema del soldado alemán: “Dios está con nosotros”. Al principio, presumía de haber luchado en primera línea, pero el encuentro casual con un compañero de regimiento, desmontó la mentira. Al parecer, pasó todo el tiempo en la retaguardia, realizando informes. Sólo pisó las trincheras para entregar papeles o reflejar las incidencias de una unidad. Jamás sufrió el efecto de los gases ni participó en una ofensiva. No es un combatiente, pero habla como un frío ejecutor. Nadie sabe lo que ha hecho desde el 39. Algunos dicen que ha trabajado en un campo de prisioneros o en un pelotón de ejecución. Lo cierto es que habla de forma ambigua y enigmática, sin confirmar o desmentir los rumores. 

-Es impensable que perdamos la guerra, pero si sucediera, nos acusarán de asesinos, sin entender que no hemos hecho política, sino historia, intentando crear un nuevo orden mundial. Algunos no lo entenderán, pero ante una montaña de cadáveres se puede experimentar plenitud. No debemos avergonzarnos de nada. Hemos cumplido con un deber sagrado. Hemos actuado honestamente, con abnegación y sacrificio. Algún día se admitirá que Alemania escribió la página más gloriosa de su historia al iniciar su campaña contra los judíos, sin tolerar que una falsa piedad nos desviara de nuestro camino. Para hacer un mundo más bello, con familias germánicas cultivando la tierra, hay que acabar con los pueblos inferiores que se han apropiado de vastas extensiones de terreno. Esa tierra es nuestra por derecho natural. 

Sé perfectamente a lo que se refiere, aunque desconozco los detalles. Ya no hay judíos en Berlín. Antes de las elecciones del 33, no participé en los boicots contra sus comercios, pero me producía una íntima y profunda satisfacción contemplar a las tropas de asalto de las SA, espantando a sus clientes y gritando consignas antisemitas, mientras dibujaban la estrella de David en sus escaparates. Cuando en 1935 se aprobaron las leyes de Núremberg, pensé que Alemania al fin podría respirar tranquila. No hice nada especial. No soy un hombre de acción. Soy un simple comerciante que observa el mundo desde un mostrador y ama a su país. Sin embargo, cuando un joven judío asesinó al secretario de la embajada alemana en París, me lancé a la calle y seguí a la multitud que incendiaba las sinagogas y profanaba los cementerios judíos. Arrojé piedras y ayudé a apilar material inflamable, experimentando un regocijante sentimiento de camaradería. Sentí que mis manos se fundían con otras manos en un éxtasis colectivo. No llegué a golpear a nadie, pero no me molestó presenciar el linchamiento de varios transeúntes judíos. Nunca he conocido los remordimientos por esos hechos. Casi nadie ignora que en el Este se han llevado a cabo grandes operaciones de limpieza y liquidación. He oído hablar de Auschwitz. Dicen que los deportados trabajan duramente y mueren de tifus o extenuación. Nunca me ha quitado el sueño ese tema. Miles de compatriotas pierden la vida a diario y aún morirán muchos más en la defensa de Berlín. Mi piedad está reservada para los niños alemanes que mueren bajo los escombros, las madres que luchan por alimentar a sus hijos o los jóvenes que caen en el frente. Sería obsceno comparar la vida de un alemán con la de un judío o un eslavo. No hay comparación posible. Hitler no quería la guerra. Nos apuñalaron por la espalda y respondimos con dureza. Esa es la única realidad irrebatible. Emil cita a menudo a Julio César y Napoleón: 

-Los galos se hicieron fuertes en Avaricum. Confiaban en sus murallas y en la guarnición, pero el genio de César venció todos los obstáculos. De sus 40.000 habitantes sólo sobrevivieron 800. Durante la campaña de Egipto, Napoleón ordenó degollar a 3.000 soldados turcos y permitió que sus tropas saquearan Jaffa. ¿Eran criminales? No. Sólo acataron la ley natural, que otorga el derecho al más fuerte. Por eso venceremos. El alemán es superior al eslavo. No hablo sólo del aspecto militar, sino de la raza. Somos biológicamente más perfectos. Los piojos son muy dañinos, pero no pueden acabar con un cuerpo sano.

4

Los más jóvenes se encargan de cavar trincheras, mientras los más viejos realizan tareas de vigilancia. La escasez de agua potable nos impide afeitarnos y lavarnos con regularidad. Nuestro aspecto empeora día a día y casi todos desprendemos un olor nauseabundo. No es extraño que algunos repitan que “un camarada es un compañero de sufrimiento”. Se ha hecho popular un sarcasmo que no contribuye a mantener alta la moral: “La vida es como el pañal de un niño: corta y llena de mierda”. Las diarreas sanguinolentas provocadas por la disentería parecen confirmar esta triste observación. No me extraña que algunos hayan perdido la razón. En nuestro batallón, hay un francotirador que se comporta como un demente. Cuando está fuera de servicio, suele sustituir el casco por un sombrero negro de copa lleno de agujeros de bala. Condecorado con la Cruz Dorada, una distinción vulgar a la que llaman “el huevo frito”, los oficiales le respetan por su puntería. Es el único al que no se le recuerda constantemente la necesidad de racionar la munición. Si le apetece, apunta a un perro vagabundo y dispara. Eso sí, lo hace desde bastantes metros, simulando que se trata de un ejercicio, pero todos advierten que disfruta. Cuando el animal cae fulminado, lanza un silbido, que imita el sonido de las bombas arrojadas por los aliados. Después, se ríe y se hunde el sombrero de copa hasta las cejas. En una ocasión, un oficial que no le conocía, le llamó la atención: 

-¿Está usted loco? 

-No, señor. Sólo intento hacer bien mi trabajo. 

-¿Por qué lleva ese sombrero? 

-Es mi forma de intimidar al enemigo. 

-¿No sabe que le hace más visible? Es como agitar una bandera sobre su cabeza, invitando a que le vuelen los sesos. 

-Lo utilizo como señuelo. En el frente de Oderbruch, despistaba y aterrorizaba a los rusos. Los eslavos son infantiles y estúpidos. Cuando lo agitaba delante de una ventana con el palo de una escoba, creían que me habían localizado y disparaban. Yo aprovechaba el momento y abatía a mi objetivo, sin revelar mi posición. Se fijaban en el sombrero y no en el fogonazo. Tengo más de cincuenta bajas acreditadas. 

-Está bien –refunfuño el oficial-, pero no se ría como un chiflado y menos aún silbe. Compórtese con dignidad. Recuerde que es un soldado alemán. Y deje de disparar a los perros. No hacen daño a nadie. Matarlos es un asesinato. El Führer no lo aprobaría. 

El francotirador se cuadró y saludó, pero con el sombrero de copa en la cabeza parecía que se burlaba despreocupadamente, con la insolencia de un colegial rebelde. Media hora más tarde, se reía otra vez, después de disparar a una rata o a un gato que buscaban comida entre los edificios desplomados. 

Ya no llega casi correo. No sé nada de mis dos hijos. Pido a Dios que se encuentren bien, pero no pretendo engañarme. Los dos se enrolaron voluntariamente en las Waffen SS y fueron enviados al Este. Sé que sobrevivieron, pues el azar les reunió en la orilla del Vístula. Me enviaron una carta, contándome que habían participado en la represión del levantamiento de Varsovia. No he vuelto a saber nada de ellos. Hace unos días, escuché la conversación de dos oficiales, que celebraban las dificultades del servicio postal. 

-Es mejor no saber ciertas cosas –observó el teniente de unos treinta años-. Hace unos días, un soldado muy joven recibió una carta donde le informaban que sus padres y sus hermanos habían muerto durante un bombardeo. No pudo soportarlo. Se escondió en una casa semiderruida y se pegó un tiro. 

-No es un caso aislado –contestó el otro oficial-. Se producen muchos suicidios por esta clase de noticias. Creo que la censura militar debería actuar y retener esa clase de cartas. No podemos perder más soldados. Además, aunque no se levanten la tapa de los sesos, se desmoralizan o enloquecen. En ese estado, no valen para nada. 

-Ser oficial cada día es más complicado. 

-Ya habrás oído lo que dicen. 

-Por supuesto. Dicen que somos como un péndulo entre la Cruz de Hierro, la cruz de abedul y un consejo de guerra. Puede pasarnos cualquier cosa. 

No me agradó escuchar esa conversación, pues desprendían tristeza e indecisión. Si los mandos tienen dudas, la tropa perderá la fe en la victoria. No se puede combatir cuando sientes que avanzas a ciegas. Creo que Berlín comienza a parecerse a un barco perdido en la niebla. Hay accidentes mortales a diario. El mal uso de las metralletas ha causado media docena de muertes en la última semana. Algunos las amontonan sin cuidado o las cuelgan sin quitarles los cargadores. Es una temeridad tan grande como golpear una mina con un objeto contundente. No siempre se trata de imprudencias. Es bastante frecuente colocar el detonador equivocado en una granada. Yo estoy acostumbrado a trabajar con las manos. Antes de abrir mi tienda de ropa para caballeros trabajé de sastre, pero no es lo mismo manejar unas tijeras o una máquina de coser que un artefacto capaz de matar a todos los que se hallen en un radio de cincuenta metros. Hay que aprender deprisa y saber que el enemigo no tendrá piedad. Hace unos días, un oficial nos leyó un panfleto de Ilyá Ehrenburg, el escritor judío y bolchevique que no esconde su odio: “Soldado del Ejército Rojo: Ahora pisas suelo alemán. ¡Ha llegado la hora de vengarse! No contéis los días; no contéis las millas: contad tan sólo el número de alemanes que habéis abatido. Matad al teutón: eso es lo que reza vuestra madre. Matad al teutón: eso es lo que llora vuestro suelo. No vaciléis; no os detengáis: Matad”. Al escuchar estas palabras, acaricié mi Panzerfaust, fantaseando con el poder destructor de sus granadas. Los instructores nos han dicho que podemos utilizarlos para derribar muros y romper un cerco, si llegan a rodearnos. En ese caso, nos abriremos paso entre las ruinas y les atacaremos por la espalda. Es una maniobra complicada, pero en nuestras circunstancias hay que emplear la audacia y el ingenio. Nos han repetido mil veces que hagamos lo imposible para no ser capturados. Yo no dispongo de una cápsula de cianuro, pero saltaré al vacío desde una ventana, cuando llegue el momento. No quiero ser torturado ni traicionar a mi patria, revelando algo que pueda serles de utilidad. No permitiré que un comisario soviético me interrogue. Tampoco quiero caer en manos de las mujeres que combaten en el Ejército Rojo. Gracias al Ministerio de Propaganda sabemos que suelen castrar a los heridos e introducir sus genitales en la boca. 

5

Berlín está lleno de consignas pintadas en las paredes: “Nunca nos rendiremos”, “¡Creemos en la victoria!”, “Protejamos a nuestras mujeres y a nuestros hijos de las bestias rojas”. Hace unos días, leía una de estas frases, cuando apareció un soldado herido y alzó el brazo, gritando “¡Heil Hitler!”. Al observarle, descubrí que en vez de una mano tenía un muñón. Se mantuvo firme durante unos interminables segundos y después se marchó, escondiendo su espantosa herida en un viejo abrigo de la Wehrmacht. No fui capaz de entender su gesto. No logré averiguar si expresaba el orgullo del soldado que se ha batido en el frente y conserva intacta su lealtad o si era una forma de burla inspirada por la rabia y el resentimiento. Pensé en mis hijos. Los dos repetían que no aceptarían sobrevivir con graves mutilaciones o la cara deformada por el fuego de un lanzallamas. Ambos son altos, morenos, con hermosas facciones. No han heredado mi miopía. Antes de la guerra me ayudaban en la tienda, pero enseguida se afiliaron al Partido y, gracias a su lealtad y determinación, lograron ser admitidos en las Waffen-SS. Cuando les enviaron al frente ruso, se despidieron con una sonrisa, asegurando que sólo tardarían tres meses en ocupar Moscú. Su madre les bendijo y les prometió rezar a diario para que no les sucediera nada. La fe siempre ha desempeñado un papel importante en nuestra familia. Antes de separarnos, entonamos un padrenuestro con las manos enlazadas, confiando en la misericordia de Dios. 

El Führer ha dicho que “Toda madre que dé a luz un niño habrá colocado una piedra con la que construir el futuro de nuestro pueblo”. Quiero a mis hijos y deseo su vuelta, pero entiendo que mi anhelo es el de muchas familias y no se me ocurre ninguna razón para anticipar mi felicidad a la necesidad de ganar la guerra. Si han muerto heroicamente, les recordaré con orgullo y sobrellevaré mi pena con entereza y dignidad. Hace poco llegó una columna de refugiados. Procedía de Königsberg. Familias enteras, con sus maletas y enseres, utilizando carromatos atestados de heridos. 

-Han muerto miles de soldados y civiles –lamentó una anciana, con los ojos enrojecidos por el polvo, el humo y la desolación-. Nos bombardearon salvajemente y el aire se hizo irrespirable. Estaba impregnado del olor a muerte de los cadáveres sepultados bajo los escombros. Nos prohibieron huir. Pensaban que así lucharíamos todos con verdadera desesperación. Sin embargo, los faisanes dorados y los miembros de las SS se marcharon cuando los primeros soldados del Ejército Rojo llegaron a los suburbios. Ha sido una vergüenza. 

Nadie se atrevió a replicar. Ni siquiera Emil, que sonríe y asiente con la cabeza cada vez que se encuentra con un desertor ahorcado de una farola. Comienzan a circular rumores sobre fiestas y dispendios entre las altas jerarquías. Dicen que los faisanes dorados están más gordos y algunos civiles insultan a los generales, llamándoles “vampiros”, refiriéndose a la raya roja de sus uniformes. “¡Malditos! –gritan-. Es la sangre de nuestro pueblo. ¿Por qué no derramáis la vuestra?”. Saber que la noche pasada la Filarmónica de Berlín interpretó piezas de Beethoven y Bruckner ante Albert Speer y el almirante Dönitz produce malestar entre los que huyen del fuego ruso, con la desesperación de haber dejado su casa atrás y no saber si aún les espera algo peor. Dicen que Goering se durmió durante la velada musical. Otros afirman que sólo es un rumor y que ni siquiera estuvo presente. Todos coinciden en que es un corrupto, que ha acumulado una fortuna. Nunca había contemplado tanto descontento y tanta indignación. La noche del concierto Emil y yo vigilábamos una calle con casi todos los edificios reducidos a montañas de escombros. 

-¿Dime una cosa? –preguntó Emil-. ¿Tú también tienes frío? 

-No tenemos frío –contesté-. Tenemos miedo.

6

Las columnas de refugiados han disminuido, pues el Ejército Rojo casi ha completado su cerco. Afirman que los soldados que se hallaban en Prusia Oriental o, más al Este, han quedado atrapados en bolsas, sin munición, alimentos ni agua. Los suicidios son frecuentes. Esta mañana apareció un grupo de civiles extenuados y hambrientos. Entre ellos caminaba un joven con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo. Cojeaba y tosía. Me costó trabajo reconocerlo. Era mi hijo mayor, Paul. La alegría inicial se transformó en temor, pues tenía miedo de que hubiera desertado. Me acerqué a él, sin levantar la voz y le agarré del brazo: 

-Hijo, ¿eres tú? 

Paul me miró con estupor. Parecía anestesiado, con la mirada perdida, y el rostro cubierto de polvo y cenizas. Sus manos parecían inservibles: negras, hinchadas, con las uñas azules. Una muleta le sostenía en pie a duras penas. Al mirar hacia abajo, descubrí horrorizado que la pierna derecha se interrumpía a la altura de la rodilla. 

-¡Paul, hijo mío! –sollocé. 

No me respondió y no ofreció ninguna resistencia cuando le empujé hacia un portal, separándole de la columna. Me dirigí a Emil y le expliqué que debía ausentarme. 

-He encontrado a uno de mis hijos. Está malherido y ha perdido una pierna. Tengo que llevarlo a casa. Su madre le cuidará. No puedo hacer otra cosa. Volveré enseguida. Si algún oficial, pregunta por mí, invéntate una excusa. 

Emil se atusó el bigote, sin decir nada. Su gesto despertó mi desconfianza. Los ojos de Paul se encendieron tenuemente al reparar en él. Intentó balbucear algo, pero las palabras se convirtieron en su sollozo ininteligible y de nuevo se hundió en un estado de ensimismamiento, que sugería el aleteo de la locura. A pesar de todo, nos marchamos, con los ojos de Emil clavados en nuestras espaldas. Avanzamos por las ruinas, sin prestar atención a las casas destripadas y con muebles y lámparas de techo a la vista. Nuestra casa se hallaba cerca y se mantenía relativamente intacta. Mi mujer se arrojó al cuello de Paul, abrazándole con lágrimas en los ojos. Durante unos minutos permanecieron fundidos, sin intercambiar una palabra. Por fin, Anna se atrevió a hacer la pregunta que yo había evitado por miedo: 

-¿Y Thomas? 

-No lo sé. Nuestras unidades se separaron después de aplastar Varsovia. Necesito dormir y lavarme. No me preguntéis nada más. 

-No hay agua corriente –dijo mi mujer-. Sólo tenemos un par de garrafas para beber. 

-Entonces dormiré. 

Paul se tumbó en la cama de su antiguo cuarto, sin soltar la muleta ni quitarse el abrigo. Yo regresé a mi batallón. Emil me saludó con frialdad. Poco después, apareció un oficial: 

-Se ha marchado sin permiso. Debería fusilarle. 

Comprendí que Emil me había delatado. 

-Mi mujer está enferma. Necesitaba verla. 

-No es eso lo que me han contado. ¿Dónde está su hijo? 

-Ha perdido una pierna. Lo han licenciado y está agotado. Ha caminado durante días. 

-Puede descansar hasta la noche. Después que se presente. Quiero ver sus papeles. Los rusos pueden atacar en cualquier momento. Aunque le falte una pierna, puede disparar un Panzerfaust. Si no aparece, ordenaré que lo fusilen. Sería una locura que intentara huir. Un inválido no puede llegar muy lejos. 

Por primera vez, sentí odio hacia un oficial, pero no lo exterioricé. Había sido educado en la obediencia y el amor a la patria. Notar que un uniforme despertaba mi desprecio me alteró por dentro. Me resultaba tan doloroso como la posibilidad de aborrecer a los padres o pisotear la bandera. No podía negar que ese oficial era un hombre miserable y mezquino, incapaz de respetar al soldado herido o caído. Su frialdad e intransigencia parecían incompatibles con la camaradería que debe reinar en la milicia. Los generales alemanes suelen llamar “niños” a los soldados. Sin embargo, en aquel oficial no había un ápice de cariño hacia los hombres bajo su mando. Cuando se marchó, miré a Emil. Su bigotito y su gruesa barriga me inspiraron una invencible repugnancia. Sentí deseos de matarlo. Nos evitamos durante el resto del día. Por la noche, me reuní con mi familia y les expliqué lo sucedido. Paul había dormido unas horas y se había lavado la cara. Sentado en la cama, escuchó con el rostro endurecido. 

-Conozco a Emil –dijo con tono sombrío-. Es una hiena. Estaba a las órdenes de Oskar Dirlewanger y su unidad de criminales y delincuentes comunes, un batallón de castigo de las SS. 

-Dice que es profesor. 

-Es cierto, pero le expulsaron por abusar de los niños. 

-¿No ha trabajado en la universidad? 

-No. En absoluto. Era maestro de escuela. Cumplió una condena de dos años por pedófilo. Pertenecía a los Freikorps y se afilió al Partido en sus inicios. Cuando subió Hitler al poder, le indultaron. Por su edad, no combatió en el frente, pero se alistó en un grupo de operaciones especiales. Fusiló judíos, gitanos y bolcheviques hasta aburrirse. Cuando la cosa se puso fea en la Unión Soviética, logró que lo repatriaran. No sé qué hace ahora en esa milicia de niños y ancianos que pretende defender Berlín. Todos saben que hemos perdido la guerra y que las represalias serán terribles. Tal vez nos lo merecemos. 

-No hables así, hijo –protestó mi mujer, que siempre había admirado a Hitler con una devoción inquebrantable. 

-Sólo digo la verdad. 

Se detuvo un instante, pero algo le hizo continuar. Se dirigía a nosotros, pero más bien parecía que pensaba en voz alta: 

-Yo participé en la masacre de Wola. Matamos a muchos polacos. Tal vez 100.000, quizás más. Disparábamos contra todo el que se cruzaba en nuestro camino, sin preocuparnos de su sexo o edad. Las fachadas estaban llenas de sangre y masa encefálica. No cesábamos de fusilar prisioneros. Los voluntarios de la Armia Krajowa son unos combatientes muy duros. Casi todos preferían morir luchando. Pocas veces se entregaban. La unidad de Dirlewanger asaltó un hospital. Violaron a las enfermeras y mataron a los niños, especialmente a los recién nacidos. 

-¡No puede ser! –exclamó Anna, retorciéndose las manos. 

-Colgaban a los bebés de un gancho y jugaban con ellos, lanzándolos al aire y pateándolos. A veces, los quemaban vivos. 

-¡Basta! –chillé-. No puede ser cierto. 

-Padre, ¿qué creías que era la guerra? 

-En el 14, no se combatía de ese modo. 

-Esto es diferente. Luchamos por nuestro espacio vital. ¿No es así? Está en juego nuestra supervivencia. No podemos poner en peligro el futuro del pueblo alemán, renunciando a nuestros derechos. 

No encontré fuerzas ni argumentos para responderle. 

-Emil era uno de los que se paseaban con un bebé en un gancho –prosiguió Paul-. El niño estaba muerto, pero Emil se comportaba como si fuera un amuleto y no quisiera desprenderse de él. Ni siquiera lo tiró cuando observó cómo le cortaban los brazos a un voluntario de la Armia y le prendían fuego. Lo empaparon con gasolina y arrojaron un fósforo. Era un castigo habitual. Salió corriendo como un espíritu que huye del infierno. Aullaba del dolor y flameaba como una antorcha. Emil se reía mientras balanceaba el cadáver del bebé con el gancho. Ya no parecía un niño, sino un trozo de carne. 

Anna se llevó las manos a la cara y salió de la habitación, conteniendo un grito. 

-Eso no fue todo. Después destruimos Varsovia. Primero, deportamos a sus habitantes. La mayoría acabó en el campo de Pruszków. A continuación, arrasamos casa por casa con explosivos y lanzallamas. Una tropa de ingenieros enviada desde Alemania dirigía la operación. Nos empleamos a fondo con las iglesias, las bibliotecas, las escuelas, las universidades y los monumentos históricos. Decían que Hitler pretendía convertir la ciudad en un gigantesco lago. Cuando nos marchamos de allí, sólo había ruinas. Dentro de poco, Berlín tendrá el mismo aspecto. 

-Ahora que no está mamá, tal vez puedas contarme algo más de Thomas. 

Paul me miró con una mezcla de desolación y fiereza, como si pretendiera advertirme de que me internaba en un pantano lleno de aguas movedizas y peligrosas alimañas. 

-¿Estás seguro? ¿Quieres oír la verdad? 

Asentí, fingiendo serenidad, pero mi corazón palpitaba con fuerza y mis intestinos se retorcían como un animal en una parrilla al rojo vivo. 

-Poco después de invadir Polonia, Thomas se enroló voluntario en un grupo de operaciones especiales. 

-¿Te refieres a un pelotón de fusilamiento? 

-Eso es. Su primera acción consistió en fusilar a unos boy-scouts polacos. Yo también participé. Eran chicos de entre doce y dieciséis años. No les dimos ninguna explicación. Tampoco nos la pidieron. Simplemente les alineamos frente a un muro. Obedecieron sin rechistar. Apareció un sacerdote polaco y nos pidió autorización para administrar los últimos sacramentos. No le contestamos, pero cuando se acercó a los niños, comenzamos a disparar. Cayeron todos, amontonándose como muñecos de trapo en la basura. Un oficial los remató con un tiro en la cabeza. El pelotón de fusilamiento estaba compuesto de policías, voluntarios de las SS y soldados de la Wehrmacht. No había rivalidades ni conflictos. Si alguien dice lo contrario, miente. Reinaba la camaradería y el buen humor. Sabíamos que nuestro trabajo era necesario. 

-¡Dios mío, Paul! Tú eres católico. ¿Cómo puedes justificar el asesinato de un sacerdote? ¿Tú también disparaste? 

-Por supuesto. Era necesario. Alguien tiene que ocuparse de esas cosas. Es una cuestión de fortaleza y madurez. 

-No te entiendo. 

-No lo hicimos por crueldad, sino por responsabilidad. Nuestro objetivo era que Polonia no se rebelara. Sabíamos que para convertir esas tierras en una provincia del Reich, debíamos actuar de forma contundente, propagando el terror. 

-¿Qué tiene eso que ver con un sacerdote católico y con los boy-scouts? 

-Los sacerdotes polacos son nacionalistas fanáticos. Son peligrosos. Muchos han colaborado con los terroristas que han asesinado a oficiales alemanes. Apoyaban a la Armia Krajowa, permitiendo que ocultaran armas en sus iglesias. 

-¿Y los boy scouts? 

-No se puede consentir que haya una organización juvenil diferente de las Juventudes Hitlerianas. Es como un nido de avispas. Hay que quemarlo cuanto antes. Además, el frente seguía avanzando y había que pacificar la retaguardia. De todas formas, yo no valía para esa tarea. Los oficiales lo notaron enseguida y me enviaron a luchar. Thomas es más duro. Siempre lo ha sido. Podía soportarlo y continuó. No he vuelto a saber nada de él.

7

A las doce de la noche, regresé a mi puesto con Paul, que avanzaba penosamente con su muleta. 

-¡Está bien! –dijo el oficial que había amenazado con fusilar a mi hijo-. Se han presentado los dos. Olvidaré el incidente. Ocupen su lugar a la entrada de la calle, parapetándose detrás de los escombros. 

Entregaron a Paul un Panzerfaust y nos alinearon con otros hombres de la milicia, casi todos de mi edad. Se reservó a los niños para hostigar a los rusos desde los flancos. Nosotros les apoyaríamos con las granadas autopropulsadas y los escasos fusiles disponibles. Emil había confraternizado con el oficial y se mantenía a su lado, protegido por unos sacos de tierra. 

-No tenemos ninguna posibilidad –musitó Paul-. Los T-34 nos aplastarán y la infantería nos rematará. Sería más sensato pegarse un tiro en la cabeza y acabar con todo de una vez. Conservo la Tokarev que le quité a un oficial ruso. Tengo dos cargadores. La última bala será para mí, pero la penúltima se la meteré a Emil entre ceja y ceja. 

-Baja la voz –supliqué-. Si nos escuchan, nos colgarán. 

-Estamos en este agujero por culpa de oportunistas como Emil. Siempre en la retaguardia, huyendo de los riesgos, pero sin perder la oportunidad de obtener algún beneficio. Son unos corruptos sin escrúpulos. La escuela de Goering y otros faisanes dorados. No entiendo por qué Hitler les ha consentido llegar tan lejos. Todos le traicionarán para salvar el cuello. Le darán una puñalada por la espalda y huirán como conejos. 

Observé a mi hijo con tristeza. Ya no era un orgulloso joven que disfrutaba de la camaradería y del orgullo de servir a la patria, sino un anciano prematuro que rebosaba amargura y resentimiento. No quería pensar demasiado en Thomas, pero sospechaba que se habría endurecido aún más. Al igual que su hermano, conservaría sus convicciones, pero habría perdido la fe en los oficiales, casi todos embrutecidos por la codicia y el arribismo. Alemania se había contagiado del virus judío. A veces, el enemigo está dentro, acechando en silencio, y no lo descubrimos hasta que nos ha derrotado silenciosamente, envenenándonos el alma. 

A las dos de la mañana, comenzó un estruendo ensordecedor. Los rusos disparaban todos sus cañones a la vez, lanzando una horrible lluvia de fuego, que iluminaba espectralmente las ruinas. Los edificios se desplomaban y la tierra temblaba como si escondiera un volcán en las entrañas. 

-¡Son los Katiusha! –exclamó Paul, alzando la voz-. Nunca había visto nada parecido. Deben estar utilizando todo lo que tienen. 

-¡Siento que me van a reventar los tímpanos! –gimoteé, tapándome las orejas. 

-¡Abre la boca para equilibrar la presión de tus oídos! –chilló mi hijo-. No se puede hacer otra cosa. 

Un oficial se acercó y me apuntó con su pistola: 

-¡No suelte el Panzerfaust o le vuelo la cabeza! Tiene que estar listo para disparar. Soltar el arma es como desertar. 

Y añadió, dirigiéndose a los demás: 

-¡Malditos inútiles! No valéis para nada. 

Agarré el Panzerfaust y alcé la mirada. A lo lejos, el horizonte estaba iluminado como si hubieran encendido millones de reflectores. Bandadas de pájaros huían aterrorizadas, mientras se levantaban surtidores de arena y columnas de humo. Se escuchaba un fragor sordo y ondulante, semejante al de una plancha de metal golpeada con brutalidad. Los edificios temblaban y se desprendían trozos de cornisa. Las casas ya no eran espacios íntimos, sino decorados al aire libre, que mostraban sus estancias. Gracias a las paredes derruidas, podíamos escuchar los teléfonos, que sonaban sin cesar, mezclando sus agudos timbres con el estruendo de la artillería rusa. Al parecer, las líneas ya no funcionaban normalmente y se producían llamadas involuntarias, manifestando que la técnica se había escapado del control humano. Los cuadros y las lámparas se estrellaban contra el suelo ante la indiferencia de sus propietarios, refugiados en los búnkeres. En casi todas las viviendas, sólo se mantenían indemnes una o dos estancias, que se protegían del exterior con plásticos y cartones. 

El estrépito de los Katiusha no se interrumpió en toda la noche. Por la mañana, una luz grisácea, moribunda, que se filtraba entre unas nubes negras como oscuros presagios de aniquilación y desamparo, iluminaba las calles, donde las mujeres formaban largas colas para abastecerse de alimentos. La población se preparaba para un largo asedio, pero los que formaban parte de su defensa se preguntaban cuánto resistirían. Algunos miembros de la milicia aseguraban que los rusos habían disparado más de un millón de proyectiles. De vez en cuando, aparecía un biplano soviético y abría fuego, sin discriminar entre civiles y combatientes. 

-Intentan desmoralizar a la población con molinillos de café –comentó mi hijo. 

-No te entiendo. 

-Me refiero a esos viejos Po-2 –aclaró Paul, que parecía un hombre de mediana edad y no un joven que aún no había cumplido los treinta-. Antes eran aviones fumigadores. Los han adaptado para emplearlos en el combate. Los llaman “molinillos de café”. 

Mientras hablaba, los músculos de la cara se le contraían, con gesto de dolor. 

-¿Te encuentras bien? 

-No, demonios, no. Es la pierna. Me duele como si aún existiera. 

-Ya había oído hablar de eso. Creo que les sucede… 

-A todos los lisiados. Dilo sin miedo. Soy un lisiado que ya no vale nada. Ninguna mujer desearía acostarse conmigo. 

Agaché la cabeza, buscando inútilmente palabras de consuelo. 

-¿No quieres saber cómo perdí la pierna? 

-No me parece importante. Imagino que te dispararon. 

-Nos tendieron una emboscada. Un grupo de partisanos acabó con una docena de compañeros y dejó malheridos a muchos más. Ni siquiera pudimos responder. Nos frieron a tiros y se escabulleron en el bosque. 

-¿Duele mucho un tiro? –pregunté, impelido por mi propio miedo. 

-Depende del lugar donde impacte. Si te rompe un hueso, duele mucho, pero si se queda alojado en ciertas zonas del cuerpo, no lo notas demasiado. Al menos en caliente. Luego, cuando te enfrías, el dolor es insoportable. A mí me destrozó la tibia y el peroné. Aullé como un loco. No había morfina y sólo pudieron vendarme y desinfectarme la herida. Me subieron a un camión y me dieron un cigarrillo. Un compañero me lo encendió, guiñándome un ojo. “No te preocupes. Lo pagarán muy caro”. Luego, nos dirigimos al pueblo más cercano. Ya te puedes imaginar lo que hicimos. 

-Imagino que se tomaron represalias. 

-No dejamos a nadie con vida. Pedí a mis compañeros que me bajaran del camión para participar en los fusilamientos. Estaba furioso y necesitaba descargar mi rabia. Me senté en un bidón y disparé una y otra vez. Matar es un trabajo sucio y desagradable. Después de los primeros momentos, sólo experimentas tedio y cansancio. Antes de marcharnos, encerramos a los supervivientes en un granero y lanzamos granadas. Los lanzallamas se aseguraron de que no escapara nadie con vida. Esa noche, me amputaron la pierna y decidieron enviarme a casa. Mientras regresaba entre columnas de refugiados, apoyado en una muleta, con el muñón torturándome sin parar, comprendí que para los oficiales y los políticos sólo éramos un cacho de carne. Al parecer, los generales alemanes y los rusos coinciden en una cosa. Cuando quieren conocer el número de bajas, preguntan: “¿cuántas cerillas se han quemado?” O “¿cuántos lápices se han despuntado?”

Por la tarde, la Feldgendarmerie se acercó a nuestra posición. Un policía reparó en Paul: 

-Dios mío, ¿qué es esto? –exclamó el sargento al mando del grupo, que buscaba desertores para ahorcarlos o devolverlos al campo de batalla. 

Al principio pensé que se refería a un chico de catorce o quince años, con un enorme casco hundido hasta las orejas, que ocultaba parcialmente su rostro, pero no su miedo. 

-¿Cómo es posible que esté aquí este hombre? Le falta una pierna. 

Nuestro oficial acudió enseguida. Era un hombre de unos cuarenta años, que había participado en la ocupación de Francia y los Países Bajos, sin soportar las penalidades del frente ruso: 

-Puede disparar un Panzerfaust –exclamó, sorprendido-. Todos tienen que luchar. Berlín no puede caer. 

-Un hombre en este estado sólo es un estorbo. Para que un Panzerfaust sea efectivo, hay que ser capaz de moverse y apuntar. Hay que disparar a corta distancia. Los rusos están utilizando colchones de muelles para proteger las torretas y los costados. Hay que acercarse mucho para sortear ese blindaje. 

El oficial se calló, desconcertado. 

-¿Cómo se llama usted? –preguntó el policía, dirigiéndose a mi hijo. 

-Paul Steiner. 

-Pues márchese. Entre el polvo y los escombros, su herida podría gangrenarse y morir. Márchese a su casa, si es que aún está en pie. 

No había en el tono del policía aspereza ni indulgencia. Sólo un estricto sentido práctico, que no toleraba dispendios absurdos. Emil se acercó con pasos cortos, pero muy erguido, intentando despedir una impresión de firmeza y dignidad. Su barriga no contribuía a lograr ese espíritu castrense que tanto admiraba y que le hacía fantasear con hazañas capaces de granjearle una alta distinción militar. 

-¿Hay muchos traidores? –preguntó, infatuado. 

-Muchos –contestó el policía-, pero casi todos acaban colgados de un árbol o una farola. Siempre les ahorcamos con el mismo letrero: “Todo el que traiciona a la patria debe morir”. A veces añadimos otras frases, como “No tuve valor para luchar. Se ha hecho justicia”. 

El sargento era un hombre gigantesco, con las mejillas rojas y una nariz protuberante, con forma de tubérculo. 

-Les felicito –dijo Emil, levantando ligeramente la barbilla-. Hay que limpiar Berlín de escoria. 

El policía le miró con desdén, percatándose de su fanfarronería: 

-Por cierto –advirtió con sorna-. No se extrañen si aparece una cebra o un orangután. Los animales del zoo se estaban muriendo de hambre y alguien ha abierto sus jaulas. Dicen que han visto una jirafa corriendo entre los escombros. 

Paul me estrechó la mano antes de marcharse. 

-Tenga cuidado, padre. 

Y añadió, bajando la voz: 

-Escápese apenas surja la oportunidad. Nada podrá frenar a los rusos. 

Observé cómo se alejaba, preguntándome si volvería a verle. Emil y yo intercambiamos una mirada fría y mineral. Imagino que me odiaba, pues gracias a Paul sabía que era un impostor. Nunca había enseñado en la universidad. Sólo era un pederasta que había ejercido de maestro para estar más cerca de los niños y abusar impunemente de ellos. Aún recordaba sus peroratas, adoptando el tono del profesor que ha dedicado largas horas de lectura a los clásicos de la filosofía y la ciencia. Se dirigía a mí por mi nombre, con cierto aire de superioridad: 

-Debemos ser duros como el granito, Otto. La historia nos dará la razón. Cuando en 1904 los salvajes de las colonias del África sudoccidental se rebelaron, el káiser envió al teniente general Lothar von Trotha para exterminarlos. Trotha empujó a los rebeldes hasta el desierto de Kalahari y los dejó morir de sed. Los indígenas cavaron en la arena. Pozos de ocho a quince metros, pero no encontraron agua. Al llegar la estación de lluvias, nuestros soldados descubrieron los esqueletos. Ochenta mil individuos perecieron en las condiciones más terribles. Algunos dirán que esto es barbarie, pero yo a eso lo llamo progreso, civilización. O si se prefiere, una consecuencia lógica de la selección natural. 

Yo estaba de acuerdo, pero no soportaba su arrogancia y su engreimiento. Nunca he ocultado que soy un sastre con un comercio propio. Algunos consideran que es un trabajo de judíos, pero es un prejuicio absurdo, pues nadie se pasea desnudo. Cortar y coser un traje es tan necesario como fabricar pan o construir puentes. No voy a negar que ser declarado inútil para el servicio por la oficina de alistamiento constituyó una humillación, pero al menos no presumo ni miento, atribuyéndome méritos imaginarios. Me pregunto qué sucederá cuando llegue la hora de combatir a los rusos. Tal vez los dos nos dejemos dominar por el miedo. Emil ya ha matado a seres humanos, pero lo ha hecho desde un pelotón de fusilamiento. Ahora tendrá que combatir. Yo no me atrevo a anticipar mi conducta, pero noto que carezco del temple del verdadero soldado. Si tengo que morir, sólo espero que no sea bajo las cadenas de un T-34 o abrasado por un lanzallamas.

8

Durante los días siguientes, todo continuó igual. Me acercaba a casa a comer. Los oficiales no se oponían, pues en nuestras filas no había nada para alimentarnos. Mi mujer siempre preparaba el mismo plato: unas patatas medio podridas cocinadas en un fuego cercado por tres ladrillos. Es la dieta de casi todos los berlineses. Anna y yo apenas hablábamos. En cambio, Paul nos contaba sin parar lo que había visto durante su larga retirada, luchando para no sucumbir al cansancio, arrojar la muleta y esperar la muerte en una cuneta. 

-Hambre, sueño, apatía, miedo, odio. Eso era todo. La mente no tiene espacio para otras cosas. Pensar es un lujo que sólo puedes permitirte con la barriga llena. Cuando llevas cinco días sin comer, actúas como un animal. Si encuentras una casa, asaltas su despensa y ni siquiera te avergüenzas de que unos niños te observen asustados, mientras devoras su comida. Estás sucio, sin afeitar y con los ojos enrojecidos, pero no te importa. Sólo te preocupa ser capaz de abrir una lata de cerdo o queso fundido a golpes de bayoneta. Ya no te atreves a soñar con el pan o el café. Después te tumbas en cualquier sitio y te duermes, sin preocuparte de manchar de grasa y barro una cama recién hecha, con las sábanas limpias. A veces, los oficiales intentaban restablecer el orden a punta de pistola. En una ocasión, un comandante dio el alto a un cañón antiaéreo autopropulsado que transportaba a soldados heridos hacia la retaguardia. Los artilleros le explicaron que el cañón sólo era chatarra. El fuego enemigo lo había alcanzado, inutilizándolos sin remedio. El comandante apenas escuchó. Ordenó que los heridos bajaran y que el cañón se utilizara como parapeto. “Los heridos aún pueden disparar”, chilló. “No hay que dejar vía libre a los rusos. Cualquier obstáculo que pongamos en su camino es un peldaño hacia la victoria”. Los artilleros alegaron que no disponían de munición para organizar un foco de resistencia. “No me importa. El soldado alemán muere, pero no retrocede. Todos hemos jurado lealtad al Führer y a Alemania”. En ese momento, aparecieron unos milicianos del Volkssturm, con aire de fatiga y derrota. “¡Matadle! –gritaron con rabia-. ¡Disparad a ese cerdo!”. El oficial guardó su pistola y se marchó. Sabía que sin las metralletas de la Feldgendarmerie no podría imponer su autoridad y no quería ser otro oficial abatido por las tropas en retirada. 

-¿Están disparando contra los oficiales? –pregunté, cada vez más desmoralizado. 

-Se han dado muchos casos. Ya nadie piensa en la victoria, sino en salvar el cuello. Sólo los extranjeros alistados en las Waffen SS como voluntarios parecen dispuestos a luchar hasta el último aliento. Los hay de todas las nacionalidades: franceses, finlandeses, belgas, flamencos, noruegos, ucranianos, daneses, bosnios. Para sus compatriotas son unos traidores y Alemania ya no puede ofrecerles nada, salvo participar en su hundimiento. ¿Sabes lo que escriben los rusos en sus obuses de 152 y 203 milímetros?: “Para la rata de Goebbels”, “Para el ogro de Goering”, “Por Stalingrado”, “¡Por los huérfanos y las viudas!”. 

Anna escucha en silencio. No sé lo que sucede en su interior. Sé que está sufriendo mucho. Ha visto morir a muchas personas mientras hacía cola ante las bombas de agua y las tiendas de comestibles. Se ha acostumbrado a cruzar la calle corriendo, esquivando los proyectiles. Ha pasado muchas horas en los refugios antiaéreos. Nunca se cansa de rezar y no ha caído en la tentación de ser vulgar o irreverente. Sería incapaz de repetir la broma que circula entre las mujeres de Berlín: “Más vale tener a un Russki sobre el vientre que a un Ami sobre la cabeza”. No le pide explicaciones a Dios. Sólo le he visto perder la paciencia en una ocasión. Dos niños jugaban a los soldados en las escaleras de nuestra casa. Armados con espadas de madera y palos, se atacaban mutuamente, fingiendo que morían una y otra vez, pero siempre resucitaban y proseguían el combate. No tendrían más de siete u ocho años. Los vecinos que salían de sus viviendas les sorteaban con indiferencia, pero Anna no pudo contenerse y alzó la voz: “¡Basta ya! ¿No podéis jugar a otra cosa? ¿No entendéis lo que pasa a vuestro alrededor?”. “No les regañe”, intervino un vecino que trabaja como maestro de escuela. “Es un impulso natural. Nunca desaparecerá. En Brandeburgo, todavía hay ciruelos, lilas, tulipanes, manzanos y los pájaros cantan de rama en rama. Lo vi hace unos días. La guerra, la primavera, la historia. Nada se para. Esta situación se repetirá, pero no hay que pensar en ello demasiado. Ahora lo esencial es encontrar algo de comida o carbón”. Anna no pudo contener un sollozo. Entró en casa y, antes de encerrarse en la alcoba, exclamó: “Dios nos ha abandonado”.

9

Hace unos días fue el cumpleaños de Hitler. Se celebró tímidamente colocando banderas en los balcones y repartiendo panfletos. Los bombardeos no cesaron. Emil apareció con una pancarta, donde había escrito: “La ciudad fortaleza de Berlín saluda a su Führer”. Alzamos el brazo y cantamos el himno nacional. Poco después, se restableció la rutina. Desde entonces, han pasado tres días y los ataques se han recrudecido. Paul dice que nos disparan proyectiles de media tonelada. Anoche, una lluvia de obuses diezmó mi batallón. El primer proyectil mató a veinte hombres del Volkssturm y a una docena de miembros de las Juventudes Hitlerianas, casi todos chicos de unos quince años que se habían parapetado detrás de una batería antiaérea inservible. Los cuerpos volaron como muñecos de trapo. Un brazo aterrizó a mis pies, salpicando mis pantalones de sangre. El oficial pidió calma, con la pistola desenfundada y la mirada crispada. No era fácil saber si pretendía utilizarla contra los rusos o contra nosotros. Un segundo proyectil segó otra treintena de vidas. Esta vez la metralla alcanzó al oficial, que salió despedido hacia unos sacos de tierra, golpeándose violentamente contra los restos de un tranvía. La cabeza se abrió limpiamente y la masa encefálica empezó a deslizarse como la lengua de un volcán. Acudieron enseguida otros oficiales de las SS, pero no lograron contener el pánico. Una ráfaga de balas acabó con la vida de los dos primeros, que se acercaban con la cara tiznada y los uniformes agujereados. El resto retrocedieron, sin averiguar quién disparaba. Sospecho que los tiros procedían de nuestras propias filas. Cuando cayó un tercer proyectil causando nuevas bajas, se produjo una desbandada generalizada. Huimos en pequeños grupos, sin elegir a nuestros compañeros. Afortunadamente, Emil no se encontraba entre los que corrían a mi lado. Los proyectiles no se cansaban de sembrar la destrucción, derribando fachadas y provocando incendios. Atemorizados, nos escondimos en un enorme agujero excavado por un obús. Nadie mostró reparos al aplastarse contra los cadáveres humeantes de su interior. Apoyé la cara contra el vientre de una mujer que despedía humo por la boca. Sus ojos parecían dos cristales azules incrustados en una masa amarillenta. El miedo a morir había anestesiado mi sensibilidad y no experimenté ningún sentimiento de piedad. Sólo quería salir de aquel embudo y reunirme con mi mujer y mi hijo. Nadie deseaba permanecer en ese depósito de cadáveres, pero la perspectiva de salir al exterior no era más tranquilizadora. Durante unos minutos, los proyectiles parecieron alejarse, seleccionando otros blancos. Salimos todos a la vez o, probablemente, dos o tres hombres dieron el primer paso y el resto les imitamos. Yo tardé un poco más porque se me cayeron las gafas y me arrodillé desesperado, buscando los cristales sin los cuales era un inválido. Eso me salvó la vida. Escuché el tableteo de una ametralladora y presencié cómo barría a mis compañeros. Era imposible saber de dónde procedían las balas. Tal vez se habían situado en la línea de fuego y pagaban con la vida su inexperiencia militar. Casi todos eran hombres de mi edad, salvo dos chiquillos de unos catorce años, que se desplomaron como cervatillos abatidos por una partida de cazadores. Hasta entonces, había arrastrado mi Panzerfaust, pero lo solté con un grito de espanto y me oculté de nuevo en el hoyo. Me ovillé como un recién nacido y fantaseé con regresar al vientre materno. 

Cuando se hizo de noche, mi cuerpo estaba entumecido. Sentía unos deseos irrefrenables de huir, pero permanecía quieto y expectante. Varios T-34 circundaron el agujero y algunos soldados rusos inspeccionaron a los muertos. Sentí que una bota pisaba mi pierna derecha, pero aguanté el dolor sin pestañear. Se llevaron los Panzerfaust que encontraron e intercambiaron unas cuantas frases en ruso. Cerca de mí había un oficial con los distintivos de las SS. Le faltaba media cara. Debía llevar muerto muchas horas. Un soldado del Ejército Rojo con rasgos asiáticos escupió al cadáver y le agarró del pelo. Con un machete, le cortó lo que restaba de cuello y arrancó la cabeza. Después, la arrojó lo más lejos que le permitieron sus fuerzas y continuó su marcha, con la serenidad del campesino que extirpa unas malas hierbas. Yo no parpadeé, agradeciendo al cielo mi insospechado talento para confundirme con los muertos. Notaba una extraña disociación en mi conciencia. Era como si mi yo se hubiera escindido del cuerpo y deseara desprenderse de él. Cuando pasaron varias horas sin nuevas incursiones en mi hoyo, trepé hasta la calle y comencé a avanzar. Primero a gatas y, a los pocos segundos, de pie, sobrecogido por los incendios que devoraban las manzanas de edificios. Era de noche, pero el humo era tan intenso que la luz del sol no habría traspasado la extraña penumbra creada por las llamas y las explosiones. Estaba cerca del búnker de la estación Anhalter. Era un lugar famoso por sus muros de hormigón de cuatro metros y medio. Tenía dos plantas subterráneas de casi cuatro mil metros cuadrados. Para muchos berlineses, representaba la última oportunidad de huir de la muerte. Al estar comunicado con el metro, se podía caminar por las vías durante varios kilómetros. Ya no funcionaban los trenes, pero un túnel es sinónimo de esperanza cuando estás atrapado en una ciudad a punto de caer en manos del enemigo. Dos soldados me franquearon el paso, advirtiéndome que ya no había agua ni alimentos. Al entrar en el recinto, me estremecí. Había un número incalculable de personas. Tal vez diez mil. No era posible moverse ni acceder a los aseos. Me senté en un escalón y hablé con una mujer que no se hacía ilusiones sobre su porvenir.
-Llevo seis días en este escalón. Sólo he abandonado el refugio una vez para recoger agua en una fuente cercana. Salimos seis y sólo volví yo. Los rusos han colocado francotiradores en el exterior. Me salvé porque me detuve en un portal a vaciar mi vejiga. Aquí es imposible llegar a los lavabos. Además, me han contado que están llenos de porquería e inmundicia. Algunos han vuelto pálidos y con el estómago revuelto. Tengo 50 años y siempre he intentado vivir con dignidad. Cuando me agaché en el portal para evitar que mi vejiga explotara, lloré con amargura. Nunca me habría creído capaz de hacer algo tan vergonzoso. Siempre he tenido mucho sentido del pudor y, sin embargo, ahí estaba, comportándome como un animal. Mi frustración se convirtió en horror cuando comenzaron a disparar contra las chicas que habían salido conmigo. Volvían con un cubo lleno de agua, alborozadas porque sus compañeros de encierro las abrazarían llenos de gratitud. Cada cubo de agua se celebra como un milagro y se trata a sus portadores como verdaderos héroes. El cubo rodó hasta mis pies, mientras una chica se retorcía de dolor a unos metros de mí. Tenía una bala en la espalda. Era una joven de diecisiete o dieciocho años. Lloraba como una niña, suplicando ayuda. Pensé que sería hermoso salvarla e incluso llenar el cubo de agua otra vez, pero miré hacia atrás y vi al resto de las chicas muertas o agonizantes. Habían caído alineadas, como si realizaran un ejercicio de gimnasia. Una había recibido un tiro en el cuello y sólo era capaz de producir sonidos incomprensibles, mientras escupía sangre. No pude seguir mirando. Eché a correr y regresé al búnker, con un ataque de nervios. Me senté en el mismo escalón de nuevo. Increíblemente, se hallaba vacío, como si me esperara entre la multitud. Lloré durante horas y nadie me hizo caso. Aquí llora mucha gente y ya nadie se sorprende. Es algo tan habitual como los cañonazos. Te acostumbras y casi llegas a no escucharlos. Cuando me tranquilicé, pensé que morir de un tiro es mejor que ser violada. Dentro de unos días, tal vez las envidie.  

10

Pasaron varias horas sin que sucediera nada nuevo, salvo las explosiones que retumbaban como gigantescos bloques de piedra arrojados por una grúa desde las alturas. Presumí que en el exterior ya era de día, pero me preguntaba si el humo continuaba ocultando el cielo e impidiendo el paso de la luz. No me separé de la mujer, que aceptaba mi proximidad con agrado. Los dos nos sentíamos menos desamparados al estar acompañados. El resto de los refugiados sólo eran una marea anónima, que se movía con pesadez. No parecían seres humanos, sino animales en un matadero, aguardando su turno. De repente, la mujer se fijo en mí e hizo una mueca de espanto: 

-¿Le han dejado pasar así? Lleva el brazalete del Volkssturm. De vez en cuando, aparecen policías buscando desertores. Podrían ahorcarle. Yo no le reprocho que haya dejado de luchar. Mi marido también está en la milicia y sólo deseo que esté bien escondido. El búnker está lleno de desertores con ropas de civil. ¿Está casado? 

-Sí. 

-Pues regrese a casa cuando sea posible y busque a su mujer. Intenten entregarse a los norteamericanos. No nos odian tanto como los rusos. Y quítese ese brazalete. 

Una violenta explosión dejó el búnker a oscuras. Se escucharon gritos y sollozos. La muchedumbre comenzó a moverse como un océano en mitad de una tempestad. Cada empujón era como una gigantesca ola. Perdí el equilibrio y mis gafas volaron. Chillé como un ratón atrapado en un cepo, pero no me sirvió de nada. La multitud me desplazaba de un lado a otro. De repente, noté que alguien apretaba con fuerza mi mano. Me sentí como un niño extraviado en un bosque, que atisba el rostro de su madre entre los arbustos. La luz regresó y comprobé que mis ojos sólo distinguían manchas borrosas. 

-Aquí están sus gafas –exclamó la mujer que había hablado conmigo. 

Palpé la montura y comprobé que uno de los cristales se había roto. Sin embargo, el otro estaba intacto. Recuperé la vista y noté que mis ojos se habían humedecido. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para no llorar. El cristal roto me devolvía una imagen grotesca de las cosas. El mundo se había hecho añicos y yo sólo era uno de sus fragmentos, viajando a la deriva. 

-Huyamos juntos –sugirió la mujer-. Volvamos a nuestras casas y busquemos a nuestras familias. 

-¡Es una locura! 

-No lo es. Aquí no hay agua ni alimentos. Tendremos que abandonar el búnker antes o después. ¿No le gustaría volver a ver a su esposa? Yo quiero darle un último abrazo a mi marido. Tal vez haya desertado y me espera en casa. No me importa lo que suceda más tarde. 

Decidimos arriesgarnos y salir. Nos abrieron la puerta y nos desearon suerte. Avanzamos por las calles, sin despegarnos de las fachadas. Los obuses caían por oleadas. No siempre impactaban en la misma zona, lo cual permitía que surgieran precarias islas de tranquilidad. Había desertores ahorcados en infinidad de farolas, con un cartel infamante, que les acusaba de traición y cobardía. Ya nos habíamos acostumbrado a esas imágenes y no nos afectó, pero cuando vimos a unos niños jugando con un ajusticiado, nos sobrecogimos. Los pies del infortunado casi rozaban el suelo y los niños lo hacían girar sobre sí mismo, compitiendo entre ellos para determinar quién era capaz de conseguir un mayor número de vueltas. La cuerda se hundía cada vez más en la carne del ahorcado, anunciando una inminente decapitación. Apartamos la mirada y proseguimos nuestra huida. Los dos vivíamos cerca, pero habíamos acordado que primero nos acercaríamos a mi casa, pues se hallaba más cerca. Nos cruzamos con un camión de abastecimiento, con suministros de todo tipo. Un grupo de mujeres lo saqueaban, aprovechando que sus conductores habían muerto a consecuencia de los disparos de la aviación rusa. Intentaban recoger su botín lo más rápido posible. Había mujeres jóvenes y ancianas. Todas se movían como ardillas, con la agilidad que brota de la desesperación. No esperaban que los aviones volvieran tan pronto. Un solitario biplano ruso hizo una segunda incursión. Las mujeres huyeron, sin soltar el fruto de su pillaje. Una de ellas llevaba varios paquetes de papel higiénico en un carrito de bebé, con el gesto endurecido por la determinación de no perder un bien escaso en Berlín. Una pequeña ráfaga cortó en seco su carrera. 

-¡Dios mío! –exclamó mi acompañante-. Nunca creí que llegara a ver estas cosas. Morir por unos rollos de papel higiénico. 

-¿Cómo se llama? –le pregunté con angustia-. ¡Dígame su nombre! 

-Eva. Me llamo Eva. ¿Por qué? 

-Yo soy Otto. Otto Steiner. 

-¿Tiene algo que ver con el general Steiner? 

-No, en absoluto. 

-¿Por qué le interesa saber mi nombre? 

-Me hace sentir mejor. 

Seguimos huyendo por las ruinas, con saltos grotescos y pequeñas carreras. Mi corazón obligaba a realizar pequeñas paradas. Eva me esperaba, sin reprocharme nada, lo cual me conmovía profundamente. Los jardines se conservaban relativamente intactos, pero no se escuchaba a los pájaros. Los incendios y el humo los habían espantado. Algunos transeúntes se habían suicidado, ingiriendo alguna clase de veneno o disparándose en la boca. Vimos a una familia que aparentemente había adoptado la decisión de morir juntos. En realidad, todo sugería que los adultos habían resuelto acabar con todo, sin preocuparse de la voluntad de los niños. La madre yacía en un banco con un disparo en la sien. Su cabeza colgaba hacia atrás, con una mueca de dolor. Debajo de un abrigo, se apreciaban los cuerpos de dos niños, con las manitas sobresaliendo trágicamente. El padre se había sentado al lado de su mujer y se había pegado un tiro en la boca. Probablemente, había disparado primero contra su esposa y sus hijos. 

Levantamos la mirada hacia el cielo y descubrimos que se fraguaba una tormenta. La lluvia comenzó a caer con violencia, pero los incendios ocupaban manzanas enteras y el agua no conseguía apagarlos. Curiosamente, el olor a quemado se agudizó, encogiendo aún más el corazón de los que anhelaban sobrevivir. Pasamos cerca de una cola de mujeres que esperaban delante de un puesto de comida. Inesperadamente, una bomba cayó a su lado y diezmó la fila. Las supervivientes no manifestaron ninguna señal de miedo o pánico. Se reagruparon enseguida, algunas con las cartillas de racionamiento manchadas de sangre. Ninguna quería perder su lugar en la fila. A unos pocos metros, había una fuente de agua, con una fila más numerosa, donde mujeres, ancianos y niños esperaban con cubos y jarras. La bomba había sido más mortífera con ese grupo, aniquilando a la mayoría. Sin embargo, una niña con el pelo lleno de grasa y la cara tiznada, se había levantado y accionaba el manubrio, cuya juntura oxidada chirriaba lastimosamente. 

-¡Fíjate en los hombres! –exclamó Eva-. Están más acobardados que las mujeres. Nada es como parecía. 

Bajé la cabeza, sin atreverme a contradecir sus palabras. Varias escenas de pillaje, donde una pequeña multitud saqueaba un comercio y se peleaba por el botín, sólo contribuyeron a incrementar mi miedo, preguntándome qué sucedería cuando se agotaran las reservas de comida. Nos cruzamos con varios caballos muertos, que eran descuartizados por hombres y mujeres hambrientos, con una habilidad inesperada en personas de ciudad, sin costumbre de enfrentarse al penoso esfuerzo de rebanar y trocear.

11

Los T-34 estaban en todas partes. Cuando los divisábamos, nos escondíamos y suplicábamos que no descubrieran nuestra presencia. Mientras jugábamos al ratón y el gato, un Panzerfaust abrió fuego desde una ventana situada en un primer piso. El proyectil agujereó el blindaje de un T-34, que comenzó a arder con llamaradas rojas y azules. El olor a gasolina impregnó toda la calle. Se escuchaban los gritos de los rusos, quemándose dentro. No habíamos apreciado que detrás del tanque había una columna de infantería del Ejército Rojo. Los soldados dispararon contra el edificio, lanzando maldiciones. No les entendíamos, pero sus caras eran más elocuentes que cualquier palabra. Nos refugiamos en un portal, observando la lucha. Apareció otro T-34 y disparó contra la fachada, que se desplomó con estrépito. Los soldados rusos se acercaron y lanzaron granadas. Después, se internaron en las ruinas y emplearon lanzallamas. Un anciano del Volkssturm y un muchacho de las Juventudes Hitlerianas intentaron rendirse, pero les rodearon y les dispararon a sangre fría. El muchacho era alto y rubio y los rusos se ensañaron con él, pensando que tal vez pertenecía a las SS. Los disparos no habían acabado con su vida y le remataban a bayonetazos. Escuché sus quejidos sin conmoverme, pues en mi corazón sólo había espacio para un ardiente deseo de sobrevivir. Una parte de mi mente se rebelaba contra la realidad, pensando que había enloquecido o me hallaba atrapado en un sueño. La inesperada aparición de unos carros tirados por robustos ponis y camellos acentuó la sensación de estar en mitad de una fantasía onírica. 

No advertimos la presencia de los rusos que se habían colocado a ambos lados del portal. Sólo nos dimos cuenta de nuestra situación cuando nos arrojaron al suelo y nos inmovilizaron, hundiendo sus rodillas en nuestro cuerpo. Un muchacho joven y fuerte se rió cuando empecé a sollozar, suplicando clemencia. Imagino que le divertía contemplar a un alemán humillado y derrotado. No me golpeó ni apuntó con el arma. Se limitó a empujarme contra la pared y gritarme al oído algo que no comprendí. Escuché el forcejeo de Eva, intentando liberarse de cuatro o cinco soldados que habían comenzado a desnudarla. No me atreví a protestar y menos aún a intervenir. Eva chillaba, asegurando que era judía y que se había pasado toda la guerra escondida. Creo que mentía, buscando una forma de escapar a la violación. Un soldado ruso que hablaba alemán le contestó: 

-No me importa que seas judía. Una mujer es una mujer. 

Durante un tiempo que no sabría determinar, se turnaron para violarla, penetrándola con rabia, casi como si la acuchillaran. Cuando advirtieron que yo no haría nada para evitarlo, se olvidaron de mí, pero no fui capaz de huir y alejarme. Pensé en Anna, expuesta a un ultraje semejante y en Paul, con su pierna mutilada, sin recursos para defenderla. Los rusos no parecían tener prisa, pues entre violación y violación a veces hablaban despreocupadamente. Incluso le ofrecieron agua a Eva, que rechazó la cantimplora, con gesto de repugnancia. Después, continuaron violándola. Al principio, Eva gritaba. Luego, los gritos se convirtieron en sollozos y, por último, en callada resignación. Cuando acabó todo, se dirigió a los soldados y pidió que la mataran. El soldado que conocía nuestro idioma meneó la cabeza: 

-Nosotros no hacemos esas cosas. No somos como los alemanes. 

Se marcharon sin mirarme, con la alegría de un grupo de estudiantes que ha cometido una travesura. 

Eva no me reprochó nada. Yo me había acuclillado en el suelo, como un ratoncillo que suplica pasar inadvertido y no se atreve ni a respirar. Sin decir nada, me cogió de la mano y salimos a la calle. Dejamos atrás el portal y cruzamos varias avenidas. Berlín se había transformado en una montaña de escombros, donde resultaba difícil orientarse. Las llamas se ondulaban con el viento y desprendían un humo negro que abrasaba las gargantas y los ojos. A veces, la oscuridad era tan intensa que experimentabas la sensación de estar en una gruta subterránea. Sin embargo, escuchábamos sin cesar el vuelo de los aviones, arrojando bombas y el zumbido inconfundible de los Katiusha, sembrando el terror. Era inevitable pensar en el Juicio Final y las tinieblas del infierno. Pensé en los relatos de Paul: “Fusilábamos a los judíos y a los gitanos sin odio ni vergüenza. Pensábamos que era lo mejor para la civilización cristiana. Arrojábamos a los niños al aire para dispararles. No lo hacíamos por crueldad, sino para evitar que las balas rebotaran y nos hirieran. Sus cuerpos eran tan pequeños que las balas los atravesaban como si fueran mantequilla. Los mayores iban serios y tranquilos a la muerte. Sólo unos pocos gritaban cuando estaban al pie de las fosas. Nos sorprendía su resignación”. Observé a Eva y me pregunté si realmente era judía. En el búnker de la estación, hablaba como una alemana y sostenía que su marido también luchaba en el Volkssturm. Descubrí que no me importaba demasiado y me sorprendió. 

Al pasar cerca de un edificio que se mantenía en pie, escuchamos gritos y quejidos. Miramos por una ventana situada al nivel de la calle y vimos un montón de heridos, con vendas sucias y ensangrentadas. Los médicos y enfermeras se movían de un lado a otro, con aspecto de impotencia. Unas bombillas raquíticas extendían una luz triste y amarillenta, que acentuaba la sensación de miseria y abandono. De vez en cuando, se escuchaban aullidos desgarradores. No era difícil deducir que se había acabado la morfina y se realizaban amputaciones sin anestesia. Pensé que aquello no era un hospital, sino un depósito de cadáveres. 

-Tal vez puedan hacer algo –dije tímidamente- Quizás puedan ayudarte. 

No fui capaz de mencionar la palabra violación, pero Eva me comprendió perfectamente. 

-Hay casos más graves –contestó, con cierta dureza-. Algunos han perdido piernas o brazos. Yo, al menos, estoy entera. Les pedí que me mataran y no lo hicieron. En el fondo de mi alma se lo agradecí, aunque me cueste trabajo reconocerlo. No entiendo por qué, pero quiero vivir. Sigamos. Aquí no hacemos nada.

12

Las bombas ya no caían de forma indiscriminada. Los batallones del Ejército Rojo se desplegaban por las calles de Berlín y los Katiusha no querían diezmar a sus propios hombres. Nos cruzamos con un pequeño grupo de civiles, con las caras desfiguradas por el terror. 

-¡Han inundado el metro! –gritó una mujer, con el pelo sucio y mojado-. Han volado los depósitos de agua subterráneos y han ahogado a miles de personas. 

Miré a un anciano que parecía más tranquilo. Con la ropa empapada, tiritaba de frío, pero no estaba especialmente asustado: 

-Es cierto. Los vagones de tren que se utilizaban como hospitales han desaparecido bajo el agua y los heridos han muerto ahogados. Todo fue muy rápido. Nos hemos salvado de milagro. Si no hubiéramos estado cerca de una salida, habríamos muerto. Dicen que hay miles de cadáveres flotando entre sangre y heces. 

Eva y yo nos marchamos horrorizados. Pasamos cerca del Reichstag, que ardía con unas llamaradas altas y azules. Bordeamos el zoo, con las jaulas rotas y los animales agonizantes. Un avestruz vagaba sin rumbo fijo y las crías de babuinos se aferraban al vientre de sus madres con sus manos diminutas. Sus ojos parecían increíblemente humanos. Por fin llegamos a mi casa, pero sólo encontramos una montaña de escombros. 

-¡Dios mío! –exclamé, llevándome las manos a la cabeza-. Mi mujer y mi hijo tal vez estén debajo. 

Eva hincó una rodilla en el suelo y apoyó la frente en su mano derecha: 

-No me extrañaría que mi casa se hallara en el mismo estado –gimoteó-. Berlín se ha convertido en un cementerio. 

Podría haberla consolado, pero en mi mente sólo había espacio para mi mujer y mis hijos. Pensé una vez más en los relatos de Paul: “En una ocasión, nos cruzamos con un Einsatzgruppen que había capturado a un centenar de niños judíos. Algunos no ocultaban su nerviosismo. Se notaba que la perspectiva de fusilarlos les perturbaba. Los ucranianos que les acompañaban parecían tranquilos. Para nosotros, los estonios, los lituanos y los ucranianos eran “los perros de la sangre”. Les llamábamos así por su crueldad. Disfrutaban con su trabajo. Por eso, se encargaron de liquidar a los niños. Les alinearon delante de una zanja y dispararon. Poco antes, una niña rubia se acercó a mí y me agarró la mano. Me miró a los ojos con seriedad, como si intentara comprender lo que sucedía. Tenía unos hermosos ojos azules. Parecía alemana. Un oficial recriminó mi actitud, preguntándome si había perdido el valor. La cogió por la cintura y se la entregó a un ucraniano, que la arrojó a la zanja y disparó contra ella cuatro o cinco veces. Cada tiro retumbó en mi cabeza como un martillazo propinado en mi conciencia. Nunca podré olvidarlo. Puedes acostumbrarte a un campo de batalla lleno de soldados enemigos muertos, aunque algunos sólo tengan dieciocho años, pero no a eso. Eso no es humano”. 

-No llore por su familia –dijo Eva, que me sacudía con ambas manos-. Si están debajo de esos escombros, han dejado de sufrir. Ojalá mi marido haya muerto también. Nunca sabrá lo que me ha sucedido. Nunca sabrá lo que me han hecho esos bestias. 

Caminamos sin rumbo durante unas horas. El caos era cada vez mayor. La gente huía con maletas, sacos o mantas. Tenían la ropa destrozada y la cara grotescamente manchada por el polvo, el hollín y la grasa. No parecían rostros humanos, sino máscaras. Nos escondimos en una tienda saqueada y con los cristales reventados. Era imposible saber qué vendían, pues sólo había cascotes, anaqueles vacíos y cristales rotos. Nos acuclillamos detrás del mostrador y nos mantuvimos en silencio. Yo no perdía la esperanza de que Anna y Paul se hallaran con vida en un búnker. La muerte me parecía una desgracia, pero me resultaba más insoportable vivir durante meses o años con la incertidumbre de no saber qué les había sucedido. Escuchamos un ruido y asomamos la cabeza como dos niños que juegan al escondite en un edificio abandonado. Me quedé de piedra al descubrir el rostro de Emil. Se había quitado el brazalete del Volkssturm y llevaba un abrigo negro. Su cara estaba tiznada y sudorienta. Agarré a Eva de un brazo y tiré hacia abajo para que no delatara nuestra presencia, pero mi gesto no pasó inadvertido. 

-¿Sois alemanes? –preguntó Emil, asustado. 

Tuve miedo de que gritara y atrajera a los rusos o la Feldgendarmerie: 

-Somos alemanes –contesté, intentando disimular mi timbre de voz-. Márchese. 

Emil no hizo caso y se acercó hasta nosotros. 

-Les suplico que me permitan quedarme a su lado. Sólo soy un viejo. 

Me levanté y le miré a la cara: 

-Tú también has desertado. Si nos encuentran, nos ahorcarán a los dos. Tal vez nos descubran antes los rusos. El resultado será el mismo. 

No fui capaz de añadir “ya nada importa”, pues mi vida sí me importaba. Aunque me avergonzara, deseaba vivir. Igual que Eva, no sabía por qué, pero deseaba vivir. 

Emil me reconoció y palideció. Una explosión cercana disolvió abruptamente la tensión. Los tres abandonamos el escondite, temiendo que la próxima bomba nos alcanzara. Corrimos calle abajo, sin separarnos, pero al doblar una esquina nos encontramos de frente con un grupo de la Feldgendarmerie. 

-¡Desertores! –gritó el policía que encabezaba la partida-. No hay que dejarles escapar. 

Nuestra huida sólo duró unos minutos. El agotamiento y la vejez nos convertían en unos lamentables fugitivos. Emil cayó primero y yo unos metros más tarde. Apartaron bruscamente a Eva y nos arrastraron hacia una farola. Ataron la cuerda y rodearon el cuello de Emil: 

-¡Esto es lo que merecen los traidores! –afirmó el policía que encabezaba la partida, un hombre de unos cincuenta años, con una gordura parecida a la del mariscal Goering y unas mejillas encendidas por la embriaguez. 

Las súplicas de Emil no sirvieron de nada. Le alzaron con violentos tirones y comenzó a patalear, mientras su cara se congestionaba y su lengua buscaba inútilmente algo de oxígeno. Saber que sería el siguiente me hizo llorar de terror. Se rieron de mí y cuestionaron mi hombría. Eva intervino, pidiendo clemencia, pero sólo logró un violento empujón. Una milagrosa explosión evitó mi linchamiento. La metralla segó la vida del policía monstruosamente gordo y de la mayoría de sus hombres. La onda expansiva me lanzó contra una fachada, dislocándome el hombro. Una nube de humo cubrió toda la calle. Tosí con fuerzas y me puse en pie, liberándome del nudo que aprisionaba mis muñecas. Apenas lo habían apretado y no me costó ningún esfuerzo deshacerlo. Había perdido las gafas y todo aparecía borroso y confuso. Sin embargo, distinguí a Eva, tumbada entre los cascotes. Sus piernas estaban grotescamente dobladas y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Me acerqué a ella y advertí que su boca sangraba. La llamé por su nombre y no contestó. Palpé sus manos y descubrí que sujetaban mis gafas. No sabía en qué momento las había cogido, pero su gesto revelaba una vez más su incomprensible preocupación por mí. Los cristales, rotos y llenos de polvo, me mostraron que en su rostro no quedaba ni una brizna de vida. La metralla le había agujereado el cuello y se había desangrado rápidamente. Apoyé una mano en su frente y noté el calor de la vida que se acababa de disipar. El cadáver de Emil giraba sobre sí mismo. Ya no pataleaba y su cara sólo era un amasijo de carne salpicado de metralla.

13

Corrí y corrí sin mirar hacia atrás. Me confundí con la muchedumbre que huía hacia el bosque de Spreewald. Perdí la noción del tiempo. El hombro dislocado me dolía terriblemente, pero no podía esperar ayuda. A mi lado, pasaban coches, camiones y tanques repletos de soldados, que cabeceaban sobre sus cadenas, con la locura en los ojos. La artillería rusa no dejaba de disparar. Las astillas volaban en todas direcciones, convertidas en proyectiles mortales. Los árboles se desplomaban, descabezados por los obuses, o ardían como teas gigantescas. Algunos fugitivos excavaban un agujero en el suelo, pero apenas lograban profundizar unos centímetros. Los que resultaban heridos morían arrollados por las ruedas de los camiones y las orugas de los carros blindados. Los caballos que arrastraban los carros de suministros se desbocaban y relinchaban aterrorizados. Se escuchaban voces de soldados buscando a sus compañeros. El humo era cada vez más intenso. Mis ojos lagrimeaban y la garganta ardía, provocándome un dolor inhumano. Mis pies tropezaban con las armas, los cascos, los cochecitos de niño y las maletas abandonadas. Los muertos a veces tenían la cabeza aplastada y la piel amarillenta o grisácea. De repente, apareció un Tiger conducido por una mujer con el uniforme negro de las SS. Detrás corría una pareja de cebras, con la piel sucia y chamuscada. Me pregunté si sufría alucinaciones. De repente, una gigantesca bola de fuego borró todo. Un camión con bidones de gasolina explotó al recibir el impacto de una bomba de fósforo. Mi cuerpo se levantó unos metros y cayó en un agujero. Un pavoroso incendio devoraba el bosque, con llamaradas naranjas y azuladas. El olor a gasolina aturdía y confundía al cerebro. Dolorido, comprobé que no me faltaba ningún brazo o pierna, pero no me atreví a salir del hoyo. Con la cara pegada a la tierra, toleré que mi mente divagara a su antojo. De nuevo acudieron los relatos de Paul: “Algunos disfrutaban disparando al vientre de las judías embarazadas o levantando a los niños con un tirón de pelos para meterles un tiro en la cabeza. En una ocasión, llevaron a todos los judíos de Konin al bosque y les obligaron a desnudarse. Después, les ordenaron introducirse en una interminable fosa, donde habían arrojado cal viva. Había mujeres, hombres, niños, madres con sus hijos en brazos. Enloquecidos de miedo, lloraban y gemían. Algunas mujeres besaban las botas de los soldados, suplicando clemencia para sus hijos, pero sólo conseguían que les pisotearan la cara y las empujaran a culatazos. De pronto, se escuchó el motor de una bomba y unos tubos comenzaron a escupir agua sobre la cabeza de los judíos. Se desataron unos gritos terribles. Se estaban quemando vivos. Los que esperaban su turno al pie de la fosa se retorcían las manos y se arrancaban el pelo, pidiendo que los mataran de un tiro. Cuando todo terminó, los cadáveres parecían una extraña masa de la que sobresalían manos entrelazadas y cabezas inclinadas. Un oficial descubrió a un niño escondido en un arbusto. Le agarró de un brazo y lo llevó a rastras hasta el pie de la fosa. El niño berreaba, llamando a su madre. No le sirvió de nada. El oficial ya había participado en otras operaciones similares y no se inmutó. Le apuntó a la nuca y disparó. El niño rodó por el talud y se reunió con el resto de las víctimas. El oficial alzó la voz para que todos lo escucharan: “De nuestro rebaño nadie sale vivo”. Todos nos reímos, especialmente los voluntarios letones que se hallaban presentes. A fin de cuentas, nos limitábamos a cumplir la voluntad del Führer. Himmler había insistido en que acabáramos hasta con la última abuela y pisoteáramos a los niños de cuna como a sapos venenosos”.

Pensé en las palabras de Anna, que una vez exclamó: “Toda esa sangre caerá sobre nuestras cabezas”. Tosí y noté que el hambre atormentaba a mi estómago. Palpé el suelo, casi como un animal que husmea un prado. Sólo había tierra, ramas rotas y guijarros, pero de pronto noté algo distinto. Lo agarré con cuidado y lo acerqué a mis ojos. Era un mendrugo de pan: negro, duro, casi con aristas, capaces de destrozar las encías. Lo besé y lloré de felicidad. Descubrí que ya no necesitaba nada más. Sólo quería seguir el resto de mi existencia en ese hoyo. Alemania ya no significaba nada para mí. Mi familia sólo era una mota en mi conciencia y deseaba olvidarla. Conservaba un único y humilde deseo, que la providencia no podía negarme. Convertirme en un árbol y trepar hasta el cielo. Me ovillé como un niño y soñé que ya no era un hombre, sino un anciano ciprés que sonreía al sol. Cuando sus rayos me quemaron, no experimenté dolor, sino dicha y serenidad.

 * Rafael Narbona

Más artículos del autor

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

ALY, Götz: ¿Por qué los alemanes? ¿Por qué los judíos?. Las causas del Holocausto, 2012.

BEEVOR, Antony: Berlín. La caída: 1945, 2002.

GROSSMAN, Vasili y Ilyá Ehrenburg: El libro negro, 2012.

MURRAY, Williamson y MiLLET, Allan: La guerra que había que ganar. Historia de la Segunda Guerra Mundial, 2003.

RHODES, Richard: Amos de la muerte. Los SS Einsatzgruppen y el origen del Holocausto, 2003. 

Agradezco a Natalia Baras su ayuda en la corrección del manuscrito. Gracias a su colaboración desinteresada, he clarificado frases y he corregido erratas. Su amabilidad y su sentido de la amistad son verdaderamente admirables.

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