África comienza en los Pirineos: el sonajero y el diente

África comienza en los Pirineos: el sonajero y el diente

Nònimo Lustre*. LQS. Septiembre 2020

In memoriam Joaquín Carbonell

Catalina Muñoz Arranz (CMA), natural de Cevico de la Torre, Palencia, republicana, morena, de pelo y ojos negros, analfabeta, conocida en su pueblo por el apodo de Pitilina, fue detenida por los franquistas el 24.agosto.1936. Al principio fue condenada a cadena perpetua pero, pocos días después, aquella ‘leve’ condena fue sustituida por la pena capital y fusilada el 22.septiembre.1936. Tenía 37 años, dejaba cuatro hijos y su marido estaba preso en la cárcel de Palencia –un talego decimonónico que, en el 1975, conocimos por dentro.

Parafraseando el sardónico corrido mexicano que comienza “el día que la mataron / Rosita estaba de suerte / de diez tiros que la dieron / tan sólo uno era de muerte”, podríamos decir que CMA también era ‘afortunada’ puesto que fue la única palentina que murió tras haber sido ‘juzgada’ -no una sino dos veces. Un ‘privilegio’ que no conocieron los cientos de palentinos republicanos que los franquistas asesinaron en esos mismos días. Y, dicho sea de paso, un ejemplo del rigor jurídico que presidió, desde el 1936 hasta el 1975, los llamados juicios (es un decir) del franquismo y, en alguna medida, del postfranquismo jurídico que aún sufrimos.

Ocho décadas después de su asesinato ‘legal’, la exhumación de los restos de CMA permitió observar que la habían disparado apuntando al cráneo, pecho, vértebras cervicales, clavícula y costillas –siguiendo la costumbre franquista, su cadáver fue rociado con cal viva y enterrado sin ataúd. Es decir, que el pelotón la acribilló ensañándose contra su cara. El detalle no es baladí y menos si lo comparamos con el denostado fusilamiento de la familia del Zar: dícese que el pelotón de bolcheviques –huelga añadir, sádicos de nacimiento- apuntó no a la cabeza sino a los cuerpos por lo que las herederas no murieron en el acto pues sus cuerpos estaban protegidos por las joyas que escondían -o sea, que no las habían siquiera cacheado.

Junto con otras 250 víctimas de la represión, CMA fue enterrada en la ciudad de Palencia bajo los columpios infantiles del parque de La Carcavilla –otra costumbre franquista, ocultar las fosas comunes so pretexto de anodinos equipamientos urbanos. Pese a estas maniobras en la oscuridad, diferentes de aquella primera ola asesina que dejaba los cadáveres a la vista en las cunetas para que el pueblo supiera hasta dónde alcanzaba su terrorismo, con el tiempo se ha calculado que, en una provincia como Palencia (200.000 habitantes en 1936) donde no hubo frente de guerra, en la primera ola de escarmiento, el franquismo asesinó a no menos de 1.322 personas (867 paseados y sacados de las cárceles, 348 fusilados tras juicios sumarísimos y 107 muertos en prisión) Repetimos: no menos de 1.300 y pico asesinados, con o sin papeleo y/o tortura previa y sólo contando la primera andanada de los pelotones.

CMA medía 1’56 m. de altura. Hoy pensaríamos que era muy bajita pero en el 1936 era la estatura normal para una mujer del campo castellano, aherrojada por el caciquismo, enfermada por una opresión inmisericorde y hambreada desde siglos atrás. Pero hoy, gracias al movimiento memorialista, CMA ha crecido. Ya no es una paupérrima campesina sino una colosal efigie sustentada en un pedestal con apariencia de juguete infantil: el sonajero que no pudo ofrecer a su bebé Martín.

Es probable que este sonajero habría pasado desapercibido para el gran público si no hubiera inspirado una canción compuesta por Joaquín Carbonell, el formidable cantautor aragonés recientemente fallecido. Con “El sonajero de Martín”, Carbonell no sólo logró una bellísima música sino que, además, demostró que las exhumaciones en las infinitas ‘cunetas’ españolas son mucho más que un espectáculo indigesto para las personas temerosas de Dios-y-de-Franco sino una fuente de inspiración artística. Por ello, rendimos homenaje a los arqueólogos –forenses o no- que dedican su ciencia a una labor ingrata pero también terapéutica para los deudos de los ‘desaparecidos’ y, por supuesto, imprescindible para la salud democrática de Hispania. Carbonell nos demostró que se puede superar el morbo óseo. Léase, que los huesos sagrados han de ser inhumados por sus familiares –obvio- pero que, en esas mismas cunetas, existen unos objetos no humanos (botones, abarcas, lápices, alambres, etc.) que cuentan unas jóvenes vidas exterminadas que los artistas pueden elevar a la categoría de inmortales. En este sentido, nos cuentan que Carbonell supo de CMA en uno de los congresillos de ‘arqueología del conflicto’ con los que completaba su estudio in situ de las fosas comunes. Pues bien, sólo si los artistas le imitan en esa dura clase de investigaciones y asisten a las cunetas y a los grupos de estudio arqueológico, podremos dejar de decir ‘congresillos’ para hablar de ‘congresos’ –como evidentemente deseamos- en los que cada fosa sea un mural grandioso y cada resto una alhaja de orfebrería funeraria –no de bisutería como algunos desalmados los denigran.

Por otra parte, el sonajero de Martín nos ha recordado lo cerca que está Hispania de otras exhumaciones que, por ser tercermundistas, nos creemos de menor cuantía. Por ejemplo: en el año 2000, el policía belga Gerard Soete confesó que había desmembrado y disuelto en ácido el cuerpo del Presidente Lumumba para borrar hasta la más mínima prueba del magnicidio perpetrado por Bélgica, USA y Europa. Después, en unas declaraciones a la televisión alemana, precisó haber conservado dos dientes de Lumumba y los mostró a la cámara. Soete murió impune aquel año, pero, en el 2016, la justicia belga requisó un diente -atribuido a Lumumba- en un registro en casa de la hija del Descuartizador. El juez de instrucción que llevaba el caso aceptó devolver a la familia lo único que queda del cuerpo del Presidente mártir: ese diente. Volviendo al corrido de Rosita la mexicana, podríamos aventurar que esta familia puede considerarse agraciada puesto que, al menos, tiene un diente del fundador del Congo moderno. Otras familias de Héroes y Mártires africanos (y españoles) no conservan ni siquiera eso y continúan sin saber dónde están sus parientes. Es más, ni siquiera saben si los cuerpos de sus ancestros fueron volatilizados por el ácido y el fuego.

Gracias en especial a la canción del gran Joaquín Carbonell, el sonajero de Martín se ha convertido en un símbolo potentísimo. Cabalgando sobre la difusa frontera entre las denuncias directas e indirectas, ahora es una alegoría que retrata la barbarie franquista contra la infancia. Ese humilde cascabel ha elevado su condición de baquelita hasta la categoría superior de resto humano. Pero, ¿qué ocurre cuando de una exhumación sólo se conserva un diente? Dejando aparte que Bélgica y el policía Soete y su familia son paradigmas de brutal inhumanidad –equivalente a la perpetrada por los verdugos de CMA-, nos parece obvio que las exhumaciones, entendidas como cumbres humanitarias, equiparan los restos humanos con los objetos que acompañaron sus últimos viajes. Un diente deja de ser un resto querido pero ínfimo para convertirse en un metal más rico que los afamados bronces de Benin. Y un sonajero vence a los metales de las “águilas de latón” que denuncia Carbonell para transformarse en el alma de un pueblo castellano. ¿Cabe mayor prueba de que ambos, cascabel y diente, son arte y política (arte político) en sus más elevadas expresiones?

La comparanza entre el sonajero y el diente nos lleva a sostener que, como se ha dicho en innumerables ocasiones, “África comienza en los Pirineos”. Pero, ojo, con esta frase hecha no insinuamos que una Hispania dizque ‘civilizada’ se aproxime al salvajismo africano. Al contrario: para salvajes, los franquistas. Y como tildar de terroristas extremos a los verdugos de CMA es un axioma –i.e., no necesita demostración-, hoy lamentamos que el África del Diente esté alcanzando los niveles de ferocidad post-mortem demostrados en la Palencia del Sonajero.

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