Antes del verano: España, Mayo 2018

Antes del verano: España, Mayo 2018

Francisco Cabanillas. LQS. Junio 2018

Volviendo a Aristóteles, Kant y Perón, la única verdad es la realidad, No el relato.
Aram Aharonian

I

A partir del clásico de Willie Colón, “Junio 73,” en Lo mato (1973), la puesta en escena del trombón —el de Willie y el de Barry Rogers— perfora la realidad desde una salsa jazzeada que, sobre todo en tiempos distópicos, gotea más tinta que nunca.

Saber del sabor melómano.

Elisión; “Junio 73” es una manera de (no) decir “verano” en el molde lingüístico del inglés, donde no hacen falta preposiciones para hacer sonar el verano de 1973. Año en que también, en la poesía nuyorican, estalla la realidad desde el poemario de Pedro Pietri, Puerto Rican Obituary, magnum opus de la época épica nuyorican (1969-76).

De “Junio 73” a “Mayo 2018”: desplazamiento y transformación. La estridencia volcánica de los trombones nuyoricans, poética, demasiado política, hace saltar, cuarenta y cinco años más tarde, el espacio geográfico del LP original, Lo mato (1973).

Brinco transatlántico: ¡de Nueva York a Barcelona!

II

Entre tantas ciudades en las que, del 23 al 26 de mayo, pudo haberse celebrado el congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos de Estados Unidos (LASA, por sus cifras en inglés), este año tocó en la ciudad de Gaudí.

Barcelona. Poesía de una arquitectura —La Sagrada Familia de Gaudí— que trombonea la realidad desde su estridencia neogótica: notas de unas asimetrías armoniosas. Política de un fanatismo que, desde una organicidad asombrosa, se levanta hacia el cielo.

Horror vacui. Curvatura del espacio. Sorpresa de una mole con vida.

Entre las calles de Marina, de Provança, de Sardenya y de Mallorca. Entre dos parques: la Plaza de Gaudí y la Plaza de la Sagrada Familia. El espectro de Gaudí convoca a un encuentro literario.

El modernismo catalán imita la naturaleza.

III

Salir por la mañana de la Calle de Valencia 494; doblar enseguida a la derecha en la de Padilla y a la izquierda en la de Mallorca, desde donde se empiezan a ver las torres como trombones que miran hacia Dios.

Pasar la Calle de Lepant con la certeza de que, como proemio, la Plaza Gaudí pronto garantizaría una distancia justa para ver la Fachada del Nacimiento de lejos.

Detenerse. Otearla. Después de mirarla desde la Plaza Gaudí, retomar la Calle de Mallorca y enseguida doblar a la derecha en Carrer de la Marina. Desde la mano izquierda, la Sagrada Familia emite su presencia fenomenológica a todo el que pasa, independientemente del trote.

Aminorar el paso —si es preciso, detenerse— para sentir con más carnalidad, en plena Calle de la Marina, la fuerza de gravedad de la materia elaborada, según dijo Dalí de Gaudí, por una “máquina de soñar.”

Tenacidad de una voluntad inquebrantable, abocada, bajo la influencia de Wagner, a la creación de la obra total: ¡Gaudí!

Cruzar la de Marina a fuego lento, para sentirla mejor (como si uno fuera un pollo rostizado, diría Calle 13). En la Calle de Provança, el giro a la izquierda, de rigor, desencadena un abismo insospechado. Túnel del tiempo. Velocidad. Cámara de ecos literarios (según dijo Borges de la Biblia); un sapo, un dragón y una culebra descienden del tejado, expulsados del cielo por Gaudí: dios de las gárgolas que escupen Biblia.
Calor que aumenta el trote y la necesidad de llegar cuanto antes a la Fachada de la Pasión, frente a la Calle de Sardenya.

Succión. Pasión de un Cristo —la crucifixión— que enuncia desde su enclave “lo cruento del Sacrificio,” inscrito en una fachada que se apoya en dos hileras de tres “troncos” del árbol de secuoya.

Las seis patas de la “máquina de soñar” sobre la que descansa el imaginario gaudiano que imantó a Dalí.

“¿Qué es la verdad? (Juan 18, 38).”

Intersección; cruce entre la Calle de Sardenya y la de Mallorca, que, al doblar a la izquierda, entre la de Sardenya y la de Marina, ofrece un respiro a los sentidos, sin una facha descomunal, hasta la fecha, que imante la mirada con la gravedad de la piedra esculpida en un relato neogótico.

Por la de Mallorca, a trote rápido, pasar la de Marina y la de Lepant hasta llegar a la Calle de Padilla; doblar a la derecha y seguir a toda velocidad, en línea recta, hasta la Avenida Diagonal, en cuya intersección se lee, en un letrero ficcional, esta inscripción:

En el año 1933 Dalí dio a conocer a Gaudí a los surrealistas en un artículo titulado ‘Sobre la belleza aterradora y comestible de la arquitectura Modern Style,’ en el que exaltaba a Gaudí y al modernismo… (El País, 2004)

Volver a Carrer de Valencia 494. Subir al piso 1. Salir al balcón que da a la calle. Respirar hondo el dióxido de carbono (CO2) que emiten los automóviles. Buscar la luz que, desde las torres gaudianas, emite su sabiduría en clave de mosaicos: “la Renaixença,” el catalanismo, el modernismo…

IV

De Barcelona a Figueres, Girona.

Salgo en busca de Dalí, “verdadero artífice de la recuperación de Gaudí… quien sí se fijó en su arquitectura desde su enfoque surrealista…” (El Rebobinador sf).

De Barcelona a Figueres, a la altura de Roses, sin allegarme a elBulli para verlo de lejos. Sigo por donde voy hasta llegar al Teatro-Museo Dalí y pararme, como una vela que se derrite ante el frío de los huevos blancos, frente a la torre anaranjada, sabiendo que la mujer que me espera dentro del Teatro-Museo creado por Dalí, Gala desnuda mirando al mar que a 18 metros aparece el presidente Lincoln (1975), me dará la espalda.

¡Sueño hecho realidad!
La ficción me traspasa. Dalí me perfora. Dondequiera que pongo la vista, como en Autorretrato blando con bacon frito (1941), la mirada rebota, igual que en un sueño despierto, tanteando la cerradura de un candado sin llave.

Desde Retrato de Pablo Picasso en el siglo XXI (1947), Dalí me saca la lengua acucharada. Desconfío, tanto de la broma como de la cita a Arcimboldo.

Reculo. Por si viene un perro a morderme el Talón de Aquiles, miro para atrás con violencia. Escupo, desde la lengua larga de Picasso, contra el cielo de mentira que ha creado Dalí; la saliva baja para arriba sin mojarme.

Me limpio los ojos con un pañuelo que Dalí ha firmado a ciegas.

Rechazo el paraguas surrealista. Si llueve, prefiero quedarme seco. Seducido por El rostro de Mae West (1935), giro alrededor del rojo.

El efecto dalí me marea cuando llego al último piso del Teatro-Museo: deleite orgásmico de la mirada, banquete del “método paranoico-crítico.”

Sudo tinta.

Porque en el Teatro-Museo Dalí, donde estaba prohibida “la entrada a los críticos de arte y expertos,” según Anna Otero, “no se interpreta, sino que se vive y tampoco se entiende sino que se disfruta. Visitarlo es una inmersión al subconsciente de un genio y a un legado artístico de excepción meticulosamente orquestado por una mente surrealista” (2016).

Teatro-museo que a su vez quiere ser la mayor obra de arte.

Dalí. Entre una lluvia de clavos y otros chubascos de cucharas, de cruces y Cristos, de panes y de penes, me muevo entre salas numeradas —el orden de la razón crea un relato coyuntural—, dando traspiés entre bigotes en espiral y elefantes de patas largas. Tiempo de la fluidez; edades paralelas. Certeza —esta que me guía— del que transita por la interioridad líquida de una subjetividad volcánica, en magma, hija de Eros, cuya promiscuidad conecta todo lo que el método paranoico imagina relacionado con la realidad material.

¡Proliferación!

La correlación impone causalidad; la contigüidad, ontología. El realismo vomita contra la superficie blanca que refleja la imagen de una materialidad que inventa la luz.

Sombras por doquier. La presencia de Gala desborda los límites del amor.

“Avida dollars,” como tildó Breton a Dalí: por veinte céntimos, máquinas dalinianas abren y cierran imágenes que sin dinero permanecen encubiertas.

Los huevos fritos de Dalí, ¡tantos! —así lo planteó el Maestro: “Se puede no comer, no se puede comer mal”—, dan hambre; y ello porque el pintor quería ser, según Curro Lucas, cocinero: “Yo, cuando era pequeño, quería ser no cocinero, quería ser cocinera. Luego quise ser Napoleón y después Dalí. Pero soy una buena cocinera de la pintura al oleo” (2016).

Para “El Dalí que quiso ser cocinero,” continúa Lucas, el huevo “Simboliza la matriz y el retorno a este como lugar paradisíaco. También la incapacidad de fecundación o el orgasmo onanista sin fines reproductivos. En ocasiones hacen referencia a los ojos.”

Visualidad. Dalí se identificaba con el erizo, que era también su comida favorita (Lucas).

¡Espinas!

En la última serie de piezas que recuerdo del Teatro-Museo, como si se tratara de una incaización, una secuencia de cuerpos humanos, hechos de piedra, resiste a su manera el posthumanismo que, en términos de la Inteligencia Artificial, preocupó a Steven Hawkins hasta el día de su muerte.

V

Epílogo catalán: a Gaudí no le perdonan el fervor religioso; a Dalí, el anticomunismo (Xavier Bru de Salas, 2013).

Desde las banderas catalanas, los carteles por la excarcelación de los presos políticos, las referencias al “Sí,” Barcelona y Figueres hacen pensar en el brote de banderas que desató María (2017) en Puerto Rico.
¿Efecto Pablo Cassals?

VI

Último tramo del periplo peninsular. De las artes visuales, Gaudí-Dalí, a la literatura: Tirso de Molina.

De Barcelona-Sans a Madrid-Atocha, otra vez, como en el viaje de Madrid a Barcelona, por AVE, pero ahora, en vez de, como en el viaje de ida, con el clásico de Julio Ramos en las manos, Desencuentros de la modernidad (1989), leyendo la recién publicada Las Otras. Antología de mujeres artificiales (2018) de Teresa López-Pellisa:

“Las otras son aquellas que no somos nosotras, y en esta antología las otras son mujeres artificiales, creadas a partir de silicio, plástico, dígitos binarios, biotecnología, intervenciones quirúrgicas u otros medios ordinarios y extraordinarios. Muñecas, seres virtuales, digitales, postbiológicos o biotecnológicos, féminas proyectadas o resucitadas que, desde la literatura fantástica y la ciencia ficción, representan un amplio abanico de imágenes femeninas del siglo XXI.”

Renfe. Cercanías. De Atocha a Tirso de Molina. Punto cero, a partir de la Plaza de Tirso de Molina, de las correrías mañaneras en los dos próximos días, para llegar, caminando rápido y corriendo a diferentes candencias, hasta el Museo de la Reina Sofía, la Plaza del Sol, la Gran Vía, la Plaza Mayor, el Parque Nelson Mandela, la Plaza de Lavapiés, el Teatro Valle-Inclán, la Ronda de Atocha, la Calle Cervantes, la Plaza Jacinto Benavente…

Territorialización.

En la Taberna Tirso de Molina, el café mañanero, servido por meseras indoamericanas, con el croissant y el jugo de naranja, hace lo suyo; sustento material para salir, después de haber corrido primero y desayunado después, a dar otra vuelta por la zona, esta vez caminando, hasta la Librería Desnivel, donde se veía desde la acera el libro de Juanjo Alonso, La vuelta al mundo en bicicleta. Un viaje sin prisa alrededor de uno mismo (2014).

Pedaleo, como el de Elizam Escobar.

Desde la librería, divagar, picoteando lo que sea, por la Calle de Atocha en dirección a la Plaza Mayor; en la Plaza Jacinto Benavente, detenerse, abrir la Antología de mujeres artificiales y releer el epígrafe de Mary Shelly que encabeza el Prólogo: “Nadie sino aquellos que la han experimentado pueden imaginar las seducciones de la ciencia” (Frankestein).

Afrenta; dejar que la literatura sea compelida por la ciencia.

Decidir por uno de los tres grupos de mujeres que crea la antología —“Mujeres virtuales,” “Mujeres biotecnológicas” y “Robóticas y muñecas”— y empezar a leer, ahora en un bar aledaño a la Plaza Mayor, anónimo, demasiado anónimo, este cuento de las “Mujeres biotecnológicas,” “Dobles de cuerpo,” que empieza borgianamente: “Éramos una o acaso dos, pero ella se había restado de nosotras” (Lina Meruane).

Volver por la Calle de Toledo y en el cruce con la de la Colegiata doblar a la izquierda hasta desembocar en la Plaza Tirso de Molina, “Éramos dos, a veces tenía que recordármelo,” donde resulta de rigor estampar esta cita extensa del cuento:

Y supe, después, que no atornillaron en su cuenca una bola de cristal sino una pantalla diminuta y azulada. Que le plantaron una antena microscópica donde antes hubo una oreja. Que le insertaron una mandíbula, dientes de acero, y que siguiendo el diseño de alguna lumbrera artificial, le abrieron de arriba abajo respetando solo el pequeño botón del deseo: para ese pedazo no habían completado un repuesto…

De la Plaza Tirso de Molina llegar a la Plaza de Lavapiés y leer de un golpe, bajo sombra, el cuento, “Artificial,” que empieza con la voz del hijo que habla sin pelos en la boca: “El día que a mamá la declararon artificial llovió toda la mañana y Rafael y yo nos miramos sin saber muy bien qué hacer” (Edmundo Paz Roldón).

Al terminar de leer el final triste de este cuento humanista-posthumanista, enfilar hacia la Calle de Atocha para almorzar en el Museo del Jamón, donde seguramente esté Cris, personaje del cuento “Cambio de sentido” (Pablo Martín Sánchez); una “Pandora holográfica” que no se dejó someter por Leo, el hombre a quien Cris, metafóricamente, “sodomiza”: “Me levanto [habla Cris] para coger una servilleta, pero cojo el cenicero. Me doy la vuelta y se lo tiro [a Leo] a la cabeza. Le impacta la nuca, se tambalea, da un traspiés y atraviesa la pantalla.”

“Cambio de posición”: ella pasa a ser él y él pasa a ser ella.

En el Museo del Jamón, como primero, el gazpacho andaluz, bañado al gusto fresco de cebollas, pimientos y crutones, radicaliza la propuesta del almuerzo emblemático, homogéneo y ortodoxo; frialdad que integra ingredientes crudos. Fin de la simetría del plato caliente, sea una sopa de plátano o un picoteo de sorullitos de maíz seguido de arroz con habichuelas y un pedazo de carne.

Desde ese frío, el gazpacho deviene en segundo, un bistec de ternera a la plancha con ruedas de papas hervidas y una, solamente una rodaja de tomate, en busca del contraste, no solo del choque frío/caliente, sino sobre todo de la carne fina, tierna y jugosa, cuya obediencia ante la mordida contrasta con la resistencia de las cebollas y los pimientos crudos.

Conteo final: del primero al segundo para terminar en el flan.

Del Museo del Jamón a la Gran Vía; en busca de La Casa del Libro, esquina con Chinchilla, librería que no está más, borrada como ha sido temporalmente de la intersección mágica. Seguir caminando, llegar hasta la Plaza de España y, bajo sombra, leer el cuento “La pregunta de todos los días” (Sofía Rhei). Ciencia ficción bibliocéntrica: “En el centro de la espesura, rodeada de vegetación amarillenta, enmohecida y mutada, estaba la Factoría. Allí se gestaban las criaturas libro, con su ADN modificado para codificar la complejidad del lenguaje…”

Salir de la Plaza de España; volver por la Gran Vía hasta la Puerta de Alcalá. Regresar a Tirso de Molina por Paseo del Prado y Atocha. Tomar agua en la Frutería de los bangladeshis.

Subir al hostal en la Calle del Mesón de Paredes; abrir la antología en el Prólogo, donde Teresa López-Pellisa habla sobre los mitos antropogénios:

“Cuando leemos relatos sobre mujeres artificiales siempre acudimos al mito de Pantagruel y Galatea… Pero en los relatos de esta antología no solo nos encontramos con Galateas, sino también con Pandoras…”

Bajar después de haber leído las diez páginas de “La oda de Dios” (Iván Molina Jiménez): “Lo primero y principal: no eres humana; el año es el 2090 y estás en un complejo privado en Bocas del Toro, en Panamá.” Cuento que, según López-Pellisa, “nos presenta el primer prototipo de la vida artificial orgánica con IA fabricado por ‘New LIfe Inc.’ Una mujer biotecnológica conectada al ciberespacio con unas capacidades cognitivas y físicas poshumanas, en un mundo bioconservador que no está preparado para su existencia.”

Salir del hostal y doblar a la izquierda en Mesón de Paredes; llegar a la Plaza Nelson Mandela, donde quizás huela todavía al senegalés que murió, en esta explanada de cemento, en marzo, perseguido por la policía, y leer la defensa del inmigrante escrita, tipo grafiti, en una de las paredes. Reflexionar: entre Nelson Mandela y Gandhi… El eco de Arundhati Roy hace reventar la cabeza.

Ir al cuento “Cyber-proletaria” (Claudia Salazar) y aproximarlo lo más posible a la imantación que emite la Plaza Nelson Mandela:

Están por cumplirse tres años desde que escapé del laboratorio donde me crearon. Sí, ‘crear’ puede ser una palabra obscena y algo presumida para lo que hizo el humano que trabajó el prototipo más avanzado de Inteligencia Artificial y me dio la auto-conciencia.

Llegar a la Calle de Lavapiés y bajar hasta la Glorieta Sta. María de la Cabeza. Merodear por la zona, como por el Havana Blues, el Mercado…

Regresar a Tirso de Molina por la Calle de Embajadores. Pasar por la Estatua de Agustín Lara; subir por la de Mesón de Paredes y detenerse otra vez en el Parque Nelson Mandela, donde resulta de rigor volver a citar a la “Cyber-proletaria”:

“Mi creador (llamarlo constructor suena algo limitado y yo no soy un edificio, tengo un cuerpo que se parece al de ellos) no quiso programarme con las leyes de Asimov. De haberlo hecho, especialmente con la primera (‘Un robot no hará daño a un ser humano’), esta historia no existiría.”

Regresar a la Plaza Tirso de Molina; entrar a la Taberna homónima. Buscar entre los comensales al Burlador de Sevilla, a Galatea, a Pandora, a Cris…

La mujer que entra a pedir limosna; el hombre que vende medias de hombre, encarados por la mesera indoamericana, son conminados a salir lo antes posible de la taberna.

Acción y reacción; flujo y reflujo. Magma que parece una obra literaria. Un cuento de no acabar, entre personajes que intercambian papeles. Gente que va y viene, entre el siglo XVI y el XXI.

De la Taberna Tirso de Molina a la Taberna Gaditana, La Caleta, donde Iñaki y Mireille esperan con unas tortillitas de camarones que parecen bacalaítos, sobre las que dice Iñaki, quien es también un ciborg, pero no de los de la antología de las mujeres artificiales; dice Iñaki que las tortitas son “un antiquísimo plato típico de Cádiz y Huelva, con orígenes genoveses, plato popular a base de harina de garbanzos, un recurso de los más pobres frente a los cereales, y camarones, fáciles de coger con marea baja en desembocaduras de río, puertos u orillas.”

De la Calle de los Tres Peces a la de Magdalena, donde la “Cyber-proletaria,” fundadora del “centro de fertilidad y reproducción: Procrear Inc.,” espera, frente al Hostal Montaloya —es usamericana—, la parte del cuento en la que dice: “no pienso aniquilar a la especie [humana]… me siento una proletaria, a la usanza de la antigua Roma: así se les llamaba a los dedicados a procrear para dar cuerpos a las tropas que contarían el mundo.”

Erguida de una eticidad neoprotestante-ambientalista, la “Cyber-proletaria” termina de decir lo que había empezado: “Soy la gran proletaria. El control reproductivo quedará en mis manos [Procrear Inc.] y dentro de poco habrá la cantidad exacta de humanos que los ecosistemas de este planeta pueden sostener. Ni uno más ni uno menos.”

Plaza Tirso de Molina.

VII

Materialidad. Fin de los desplazamientos espacio-temporales. Vuelta al centro —mañana por la mañana— de mi geografía diaspórica: Ohio.

Me queda esta noche, 31 de mayo, en el Centro de Madrid, ciudad de Felipe II, bajo la tutela de Tirso de Molina. Cuenta regresiva. Mi último recorrido, que empieza, como si fuera una sorpresa, en la Cervecería Cervantes, sobre jamón ibérico, croquetas, gambas al ajillo, ensalada rusa…

¡Estoy!

Entre Barcelona y Madrid: diez días de hispanofilia, entre un montón de banderas catalanas y una que otra bandera española, antes del verano de 2018, hoy, justo cuando cae el corrupto Mariano Rajoy —y yo con Ángeles en la Calle del Mesón de Paredes— y el péndulo neoliberal se mueve para el otro lado.

Fin de la irrealidad literaria del viaje, efecto de la complicidad que establece el tiempo, salido de hora americana (jet lag), con el espacio, el lugar, la geografía, la geopolítica, parecidos y diferentes. ¡Sur del norte! Última sinestesia de la noche, que empieza en Cervantes y termina en El dinosaurio todavía estaba allí (Librería, Café y Gastrobar), lo que equivale a decir que mi última noche madrileña termina en el cuento homónimo del guatemaltecomexicano, Augusto Monterroso.

Cuando despierte mañana, Madrid empezará a dejar de estar allí…

Más artículos del autor
* Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) enseña lengua española, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014). Miembro de LoQueSomos

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