Apología del terrorismo

Apología del terrorismo
Cada vez son más frecuentes los casos de internautas imputados por apología de la violencia o el terrorismo. Sin embargo, los verdaderos terroristas hablan con absoluta libertad, con ese aire chulesco que revela la pervivencia de una España eterna y cainita, tridentina y reaccionaria, canallesca e inquisitorial. Se acusa a un internauta de terrorismo por pedir a ETA que vuele el Palacio de la Zarzuela, pero un juez desestima la denuncia de Consolación Baudín de Lastra que recibió un pelotazo el 11 de julio de 2012, cuando aplaudía a los mineros que desfilaban por Madrid, luchando por conservar su puesto de trabajo. El pelotazo en el costado le causó un neumotórax y la fractura de varias vértebras. Necesitó ventilación mecánica durante 40 días y hubo que realizarle una traqueotomía. El juez archiva el caso ante la imposibilidad de identificar al agente. Si reparamos en que el gobierno ha organizado un circo con el número de identificación de los antidisturbios, adoptando las medidas más peregrinas para ocultar su identidad, sólo podemos concluir que no vivimos en un Estado de Derecho, sino en un Estado criminal, desvergonzado, cínico y escandalosamente mendaz.
 
Iñigo Cabacas murió por culpa de un pelotazo de la Ertzaintza. Salvo unas tímidas disculpas oficiales, no ha pasado nada. Consolación Baudín de Lastra, de 54 años, también pudo morir, pero igualmente no habría sucedido nada. Nada relevante desde el punto de vista jurídico. La impunidad es la regla. El poder judicial no protege al ciudadano, sino al Estado y a sus mastines. Se habla de libertad, democracia y división de poderes, mientras se violan los derechos humanos, gracias a la complicidad de los forenses y los jueces. No es una opinión subjetiva o una simple imprecación inspirada por una pataleta infantil. El reciente informe del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura ha redundado en las denuncias que España acumula por malos tratos y torturas. No se trata de casos aislados, sino de una práctica habitual que acontece en comisarías, calabozos y cuarteles de la Guardia Civil. Los cinco días de aislamiento contemplados por la legislación antiterrorista son un pozo negro donde se cometen toda clase de iniquidades, algunas dignas del Proceso de Reorganización Nacional de las Juntas Cívico-Militares argentinas. Acaba de morir Jorge Rafael Videla y se han recordado las atrocidades perpetradas en la Escuela de Mecánica de la Armada, con palabras de espanto y solidaridad. Sin embargo, en la calle Guzmán el Bueno de Madrid se halla la Dirección General de la Guardia Civil y en sus calabozos se violó en 2011 a Beatriz Etxebarria. Anal y vaginalmente. Además, se le hizo la bolsa, se la insultó, se la humilló, se la amenazó, se la golpeó y apenas se le permitió dormir o ir al baño. Una buena parte de la sociedad aplaude en silencio, pues se trata de una activista de ETA, ignorando que la Benemérita no se muestra más respetuosa con inmigrantes ilegales, delincuentes comunes o simples ciudadanos que protestan porque son desahuciados o han agotado el subsidio de desempleo. Se condenan los atentados de ETA, pero los guardias civiles implicados en torturas y probables asesinatos son indultados o ascendidos. En el caso de Gurutze Iantzi, que falleció en el cuartel de la Guardia Civil de Tres Cantos en septiembre de 1993, después de una noche de malos tratos y torturas, ni siquiera se abrió un expediente por imprudencia, alegando que la muerte se produjo por causas naturales. En 1977, Inge Genefke, una médica danesa que colabora con Amnistía Internacional, escribe: “Si bien la tortura se detecta por todo el Estado español, en el País Vasco es más común”. Desgraciadamente, las cosas no han cambiado demasiado, de acuerdo con los informes de diferentes organismos internacionales. Simplemente, los métodos se han perfeccionado para no dejar huellas visibles. Ahora se utiliza más la “tortura blanca” o “tortura limpia”: la bolsa, las flexiones, la privación de sueño, el aislamiento sensorial. Además, los agentes protegen su anonimato con pasamontañas, evitando mencionar su nombre o el de sus compañeros.
 
Cristina Cifuentes, delegada del gobierno en la Comunidad de Madrid, elogia a la Unidad de Intervención Policial cada vez que apalea a los manifestantes y utiliza su cuenta de Twitter para intimidar a los internautas que mencionan los problemas de su marido con la justicia. Jorge Fernández, Ministro de Interior, declara que el comportamiento de los antidisturbios el pasado 25 de septiembre durante la protesta “Asedia el Congreso” fue “brillante”, “extraordinario” y “ejemplar”. “No hubo excesos”, afirma con aire satisfecho, pese a las imágenes de jóvenes y no tan jóvenes con la cabeza abierta, transeúntes del metro golpeados sin motivo, policías infiltrados incitando a la violencia (el famoso “¡que soy compañero”) y escenas de pánico dignas de las manifestaciones de los 70, cuando los grises repartían leña a mansalva, obedeciendo a sus mandos, que a su vez recibían instrucciones de los responsables políticos. No puedo evitar una repugnancia invencible cuando escucho a Cristina Cifuentes minimizando las heridas de una joven que se solidarizó con los mineros en la misma manifestación donde casi pierde la vida de Consolación Baudín de Lastra. Al parecer, la chica había cometido varios hurtos y esos terribles actos delictivos justifican su rostro ensangrentado por una policía que llegaría tan lejos como los políticos establecieran, sin retroceder ante la tortura o el asesinato. A fin de cuentas, el régimen de Franco cometió un genocidio y nadie ha respondido por las miles de vidas segadas en tapias y cunetas. España es un gran cementerio bajo la luna donde reina la injusticia y la desigualdad. Los suicidios por culpa de los desahucios ya no son noticia, pero los escarches se califican de terrorismo. Felipe González, el indiscutible “señor X”, dotado de un talento natural para la mentira, el cinismo y la demagogia, se queja del sufrimiento de los niños que soportan los escarches en la puerta de sus domicilios. No le he escuchado hablar con la misma indignación de ese 20% de niños residentes en el Estado español que ya se hallan en situación de pobreza, malnutridos, subsistiendo en infraviviendas y con las maletas preparadas para un inminente desahucio.
 
Se habla del talante de Rodríguez Zapatero, como si su cara amable encarnara un período de tolerancia y normalidad democrática, pero su espíritu conciliador no puso ningún reparo en ratificar el régimen FIES, modificando en 2011 el Reglamento Penitenciario para sortear la sentencia del Tribunal Supremo, que consideró de “nulo derecho” un sistema incompatible con los derechos humanos de los presos, pues les mantiene en una situación de aislamiento que se ha llamado “la cárcel dentro de la cárcel” por las numerosas restricciones impuestas. No importa que el caso de Alfonso Fernández Ortega, “Alfón”, un joven de 21 años, detenido el 14 de noviembre de 2012 durante la huelga general, haya sacado a la luz esas condiciones de encierro, vigentes desde 1989. La maquina de triturar seres humanos sigue su marcha. En el caso de “Alfón”, hijo de Elena Ortega, una conocida activista política y social de Vallecas, se le aplicó el régimen FIES-5, el más duro, reservado para los criminales más peligrosos. Después de dos meses en una claustrofóbica celda individual y sin ninguna clase de contacto con otros reclusos, “Alfón” salió a la calle, declarando que “ahí dentro sólo eres un trozo de carne”. La policía le acusa de llevar una mochila con material explosivo, pero el juez le ha puesto en libertad al no aparecer sus huellas dactilares en las pruebas incautadas. Sin embargo, está pendiente de juicio y podría ser condenado a una pena que oscila entre cuatro y ocho años de prisión. Todo apunta que se ha tratado de un montaje policial para propagar el miedo y contener el descontento de una juventud sin otro horizonte que el desempleo o la emigración. Se podrían repetir las palabras de Julio Caro Baroja en una carta abierta de 1977: “Buscan crear un clima de terror de una manera indiscriminada”. “Alfón” no se considera un símbolo ni un héroe y anima a los chicos de su edad a continuar con las protestas: “Que no teman, que el miedo va a cambiar de bando”.
 
Imagino que Cristina Cifuentes opina que Karl Marx y Friedrich Engels incurrieron en apología del terrorismo al pedir en su famoso Manifiesto de 1848 la destrucción del capitalismo: “Los comunistas no tienen por qué esconder sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente”. Si algún intelectual se atreviera a escribir algo semejante en nuestros días, la Audiencia Nacional le acusaría de enaltecimiento del terrorismo. Es poco probable, pues los intelectuales de nuestro tiempo están demasiado preocupados por conseguir galardones literarios y honores oficiales. El grado de putrefacción moral de nuestros escritores (si es que merecen ese nombre) recuerda las primeras décadas del franquismo. No me cuesta mucho trabajo imaginar al abyecto Juan Manuel de Prada escribiendo La fiel infantería o Madrid, de corte a checa, pero su pluma carece de la inspiración de Rafael García Serrano o Agustín de Foxá. ¿Por qué nadie se atreve a decir abiertamente que apología del terrorismo es aplicar una política criminal, diseñada para liquidar los derechos de los trabajadores, privatizar la sanidad y la educación y recortar sueldos y pensiones? ¿Por qué no se reconoce de una vez que socializar la deuda de la banca es un delito económico contra la humanidad? Yo lo tengo muy claro. En este país, los terroristas están en las cámaras legislativas y en los grandes medios de comunicación, fingiendo que la soberanía popular es algo real y no una simple pantomima. El ideal democrático ha fracasado, al menos en la forma actual, pues no produce igual, libertad ni fraternidad. Creo que sobran argumentos para rebelarse y luchar por un mundo más justo y solidario, pero al parecer lo democrático es aceptar los ultrajes y las humillaciones sin alborotar. No soy un iluso. La sociedad está desarmada frente a un poder político y financiero que mantiene un verdadero estado de excepción, gracias a una policía brutal, una clase política corrupta, un régimen penitenciario inhumano y unas leyes inmorales y arbitrarias. Si contemplamos el mundo desde una perspectiva global, los argumentos para rebelarse se convierten en un clamor universal. Miro hacia el porvenir y no atisbo ningún signo utópico, pero la desesperanza no es un motivo para renunciar a la verdad y la verdad es que la lucha de los pueblos por la libertad y la dignidad no es terrorismo, sino resistencia. Cuando hay hambre, desamparo, abuso de poder y “el pobre escupe sangre para que el rico y el poderoso viva mejor” (Periko Solabarria), lo ético no es menear la cabeza o morderse los puños con rabia, sino hacer lo posible para compartir la mesa y no tolerar que la dureza de corazón de unos pocos convierta a la familia humana en un escenario de bajezas, atropellos e intolerables desigualdades.
 
 

 

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