Argentina. Narcotráfico: la guerra perdida

Argentina. Narcotráfico: la guerra perdida

Pasados los sofocos propios de las campañas electorales y las ofuscaciones de las pujas políticas coyunturales, los graves episodios que tuvieron y tienen lugar en la provincia de Santa Fe, con epicentro en Rosario, y en otras regiones del país, originados mayormente en el narcotráfico, deben ser puestos en perspectiva dejando de lado la tontería irresponsable exhibida por varios legisladores, funcionarios y dirigentes políticos de diversa extracción.

Por definición, por droga se nombra a cualquier sustancia que, sin ser alimento, es metabolizada por el organismo humano. A lo largo de los tiempos, su uso, tan antiguo como la existencia del hombre, tuvo propósitos recreativos, religiosos, bélicos, excitantes, sedantes, energizantes. Lejos de provocar perturbaciones sociales (excepto en el caso del alcohol) al ser utilizadas en ceremonias rituales, fortalecía los lazos de unión de la comunidad y de ésta con algún ser superior.

Tampoco provocaba daños graves a la salud, hasta que el tabaco llegó a Occidente y, con el tiempo, comenzó a generalizarse en sociedades en las que el consumo ya empezaba a asomar como incentivo y motor del desarrollo económico.

Si por un lado, al influjo de la propaganda abierta y los mensajes subliminales, la cultura del consumo produce conductas adictivas, como la de ir de shopping, cambiar de heladera cada tres años, de televisor cada dos o de computadora, tablet, zapatillas y celular de acuerdo al último grito de la moda, por el otro lado, el “mensaje” consiste en que el consumo equivale al placer.

Si el consumo equivale al placer ¿existe alguna forma mejor de obtener placer en forma más  instantánea que mediante el consumo de sustancias que alteren de algún modo la conciencia o la voluntad, y nos permitan evadirnos, aunque sea por unos minutos, de una realidad que tal vez nos abruma? Un nuevo celular no tiene el mismo efecto ni igual grado de instantaneidad.

Y si a este mensaje, a esta “sensación”, le añadimos las conductas adictivas propias y constitutivas de la sociedad de consumo, pasaremos inmediatamente del uso con fines recreativos, sedantes, energizantes de las drogas, o comunicacionales, para el caso de los celulares, a un consumismo que excede a las propiedades de la sustancia u objeto: el sentido del celular ya no está en la utilidad de comunicarnos más fácilmente con una novia, un hijo, un amigo, sino que se trata de un placer que se obtiene en el acto, en el siempre efímero acto de consumir un nuevo objeto o sustancia. En consecuencia, carece de sentido prohibir la venta de ningún producto: se lo consumirá en forma ilegal o será reemplazado por otro de similares características.

La moral en camiseta

Fue en los albores de esta nueva cultura y al calor del puritanismo religioso que en el siglo XIX surgió una corriente prohibicionista de la más extendida de las drogas –el alcohol–, cuyo clímax tuvo lugar en octubre de 1919 con la prohibición de la venta, importación, fabricación y transporte de bebidas alcohólicas en todo el territorio de Estados Unidos.

La influencia estadounidense en los asuntos mundiales era sensiblemente inferior a la que el planeta padecería luego del fin de la segunda guerra mundial, de manera que la medida no se extendió más allá de sus fronteras. Afortunadamente,  pues el resultado de la Ley Seca fue el auge del contrabando, la venta y fabricación ilegal de bebidas alcohólicas, la prosperidad y sofisticación de las organizaciones delictivas, su creciente influencia y penetración en todas las instituciones y en los más diversos ámbitos sociales, y el aumento de la violencia debido a las guerras entre los distintos grupos por el control del negocio.

El efecto sobre el hombre común fue el incremento del consumo de alcohol, que de más o menos habitual y rutinario, se volvió ávido, cuando no “chic” y desenfrenado, ya no por parte de los bebedores consuetudinarios, sino por cualquiera que accediera a una botella cada vez que podía tenerla al alcance la mano. Otra consecuencia de no menor gravedad, fueron las muertes y lesiones severas provocadas por la ausencia de controles bromatológicos y la adulteración y fabricación casera de las bebidas, lo que redundó en la baja de la calidad de los productos y la utilización de “estiradores” perjudiciales para la salud y aun mortales, como el alcohol metílico.

En el origen de la prohibición confluyeron el puritanismo de las sectas religiosas fundamentalistas, el higienismo de los socialistas y el intento de organismos estatales y políticos de reducir la tasa de delitos, que adjudicaban a la embriaguez.

Lejos de reducirlo, la prohibición incentivó el consumo, exponiendo además a los ciudadanos honestos que pretendían tomar una copa, al contacto y la transacción económica con elementos delictivos. A la vez, y de paso cañazo, al facilitar un medio de alta rentabilidad a los individuos y grupos más dinámicos de los sectores sociales más bajos, se desviaban hacia el delito las energías que de otro modo podrían haber contribuido a cuestionar un poder político y económico responsable de la exclusión y la injusticia social.

Los efectos institucionales fueron peores, si cabe: la prohibición y la alta rentabilidad del negocio no sólo había agravado la corrupción de políticos, funcionarios y policías, sino que incrementó los gastos necesarios para garantizar el cumplimiento de la ley. Simultáneamente, la desaparición de los tradicionales impuestos a la comercialización de bebidas alcohólicas redujo los cada vez más exigidos recursos fiscales.

La Ley Seca fue un ejemplo de confusión entre la salud física y mental de los individuos, la virtud cívica, la moral religiosa, la salud de la sociedad y la ridícula pretensión de cuidar a las personas de sí mismas. Basta meter todos estos ingredientes en una licuadora para sacar un monstruo sin pies ni cabeza.

Un breve intervalo de sentido común

La lógica, el sentido común y las necesidades recaudatorias derivadas de la crisis de 1929 llevaron a que, al influjo del nuevo presidente Franklin Delano Roosevelt, a fines de 1933 el Senado estadounidense derogara la infausta ley.

Con la derogación no desaparecieron las organizaciones delictivas creadas a su amparo, pero fueron gradualmente reduciendo su influencia y, en muchos casos, mediante el lavado de dinero, reconvirtiéndose en empresas capitalistas sujetas al siempre relativo control del Estado.

Es, justamente, en el relativo poder del Estado –o de los Estados en general, incluido el federal estadounidense– donde radica el principal factor que gravita en la llamada “guerra contra las drogas”, afirmación que nos lleva a una tal vez inevitable perífrasis.

Si es discutible que, como aseguró Bertold Brecht, “El ser humano aprende de la desgracia tanto como el cobayo aprende biología en su jaula de laboratorio”, no es posible dudar de la validez de la amarga sentencia en lo que se refiere a la capacidad de las sociedades para aprender de la experiencia histórica, propia y ajena. ¿La prueba? A partir de 1961 y tras sucesivas convenciones, la arrolladora influencia internacional estadounidense llevó a Naciones Unidas a prohibir un creciente número de drogas, primero naturales, y luego “de diseño”, a medida que fueron apareciendo para reemplazar a las faltantes en el mercado debido a la prohibición.

Este proceso de internacionalización de una nueva Ley Seca reprodujo los funestos efectos de la primera, sólo que ahora a escala internacional, y amplificados por la creciente paranoia de las administraciones estadounidenses, su papel de policía internacional, simultáneo al progresivo debilitamiento de su aparato estatal.

La Ley Seca norteamericana, cuya aprobación ignoró las más elementales normas de la lógica y el sentido común y mostró pronto sus perjudiciales resultados, demoró 14 años en derogarse… coincidentemente con el proceso de fortalecimiento del poder estatal federal liderado por Roosevelt. La actual, de consecuencias aun más funestas, lleva más de medio siglo y su abolición no se observa como posible dentro del plazos mediatos, pues en el ínterin el poder de los Estados fue erosionado por la creciente influencia de las diferentes corporaciones económico‑mediáticas y las organizaciones no gubernamentales, pero también por la propia acción de organismos y oficinas gubernamentales y aun estatales de naturaleza policíaca: mantener una guerra perdida de antemano contra “las drogas” demanda cada vez mayores recursos, que, para fines publicitarios, son asignados al sistema mediático y ONGes “especializadas”, y para el orden investigativo y policial, a organismos gubernamentales y estatales, que ven reforzados sus presupuestos y plantillas, incrementando así su poder dentro de sus respectivas organizaciones.

El negocio de la hipocresía

Por definición, los principales interesados en el mantenimiento de la prohibición son los narcotraficantes, cuya actividad posee un índice de rentabilidad que supera las más descabelladas fantasías del más ávido de los plutócratas, pero no debe despreciarse el interés de preservar sus presupuestos –y negocios anexos al combate contra el narcotráfico– de policías, expertos, organizaciones no gubernamentales, jueces, dirigentes políticos y organismos especializados, tanto en los Estados Unidos como en el resto de los países.

A esta combinación se suma la confusión de la opinión pública, inficionada por campañas alarmistas y absurdas disquisiciones sobre si “la droga” es buena o mala o si revisten mayor o menor peligrosidad las naturales o las de diseño, lo que no viene a cuento de nada, ya que no se trata de cuidar a los individuos de sí mismos sino de proteger la salud institucional de la sociedad. El resultado de estas campañas ha sido y sigue siendo impedir la resolución de un problema de tal gravedad que ha desquiciado la vida de algunos países y está a punto de desquiciar la de varios más.

El momento actual es similar al que enfrentaba Roosevelt al inicio de su primer mandato, pues, coincidentemente, ante el avance incontrolable de las corporaciones económico-financieras, resulta imprescindible el fortalecimiento del poder de intervención y la capacidad recaudatoria de los Estados. Por un lado, para detener ese avance y, por el otro, para implementar políticas de redistribución directa e indirecta, paliando, al menos en parte, los efectos destructivos de décadas de neoliberalismo, cuyo epítome  por excelencia es, justamente, el narcotráfico.

Así como los Estados recaudan una importante porción de sus presupuestos mediante gravámenes a la fabricación, distribución y venta de bebidas alcohólicas y drogas sicotrópicas de uso restringido, incrementarían enormemente sus ingresos mediante la comercialización restringida y controlada de las sustancias hoy prohibidas.

Por otra parte, los controles farmacológico y bromatológico disminuyen los riesgos de adulteración, estiramientos perniciosos y contaminación, contribuyendo así a la protección de la salud pública de manera mucho más decisiva y eficiente que la conseguida mediante la prohibición, que a estos efectos ha resultado contraproducente.

Desde luego, siempre habrá quien quiera sortear los controles estatales o evadir impuestos, pero en estos casos suelen conformar un mercado marginal, de muy pequeña importancia y de mucho menor daño social que el producido por el narcotráfico actual.

La hipocresía, la doble moral, la confusión que consiente o inconscientemente se provoca, la preservación de los negocios, fuentes de financiación y presupuestos, impiden abordar el problema del narcotráfico con seriedad y ánimo de resolverlo de la única manera posible: eliminando la prohibición que le ha dado origen.

En tanto prosigan las políticas prohibicionistas se continuará debilitando a los Estados, corrompiendo a las instituciones nacionales y desquiciando la vida social hasta un punto de anomia del que, tal vez, ya no sea posible volver.

Esto no es un asunto de narcosocialismo, narcocordobesismo o narcojusticialismo, sino de un problema político de gran importancia económica y profunda gravedad institucional, capaz de provocar verdaderos estragos sociales. Contrariamente a lo que se piensa, no a causa del consumo de sustancias perniciosas para el organismo humano, sino por medio de la creación de un negocio delictivo de tan alta rentabilidad que corrompe fácilmente policías, jueces y funcionarios y, lo que es más grave, aparta de las luchas políticas y sociales a muchos los jóvenes más dinámicos de la clase trabajadora, condenándolos a una actividad delictiva que no altera, sino que fundamenta y consolida la injusticia social.

* Publicado en “Pájaro Rojo”

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