Buenas intenciones

Buenas intenciones

Juan Gabalaui*. LQS. Enero 2020

Las instituciones capitalistas convierten la idea de la democracia directa en la democracia participativa del clic

Un señor se puso de pie encima de un asiento de piedra enfrente del Congreso de los Diputados. Una bandera rojigualda, anudada al cuello, le caía por la espalda mientras agitaba con sus dos manos otra bandera, gritando ¡Sánchez traidor, España no se rompe!. Varios policías de la Unidad de Intervención Policial le observaban desde el perímetro del Congreso. Las turistas se sacaban fotos con los leones de fondo, sin prestar demasiada atención. Una señora pasó a su lado y gritó ¡Viva España! ¡Viva el Rey! y ¡Viva la Constitución! Los gritos se desvanecieron rápidamente y volvió la calma. En una esquina de la plaza de las Cortes esperaba un grupo de señores y señoras con banderas rojigualdas y alguna con una bufanda de color verde y con las letras de VOX. Hablaban de no sé qué del futuro gobierno mientras se tomaban unas cañas. Una hora antes habían participado en una de las concentraciones convocadas para protestar contra la investidura del candidato del PSOE, Pedro Sánchez, y el gobierno de comunistas, terroristas e independentistas que quiere conformar.

La derecha española está desatada. La moderación se ha tirado por la borda y cuando abren la boca, sin contención alguna, salen palabras feroces, broncas, desquiciadas, perturbadas e imprudentes. Las líneas de sus rostros se deforman. Sus gestos se desbaratan. Deliran, desvarían. De esta forma el diálogo se quiebra, se hace imposible. El delirio no se puede contrarrestar con argumentos. En el plano terapéutico la comunicación con una persona que delira es especialmente delicada y una de las técnicas que se utiliza es el contradelirio. Pero ¿qué se puede hacer ante el delirio colectivo? Ese delirio que se contagia, se propaga entre personas que beben de la misma cosmovisión, se alienta en los debates televisivos, se reproduce en la boca de los políticos y se refuerza en los textos periodísticos escritos por otras personas que inducen delirios. Un delirio que se convierte en cosa de Dios al que hay que orar para que les proteja de los enemigos imaginarios. La construcción de este mundo disparatado no nace de un trastorno. Por supuesto que no. El origen es la defensa de intereses que se ven amenazados y la estrategia de manipulación de la opinión pública. Esto no tiene que ver con las patologías sino con el juego del poder.

El juego del poder tiene uno de sus escenarios fastuosos en el Congreso de los Diputados. La sesión de investidura del candidato a la presidencia del gobierno español dividió a la población en temerosas e ilusionadas. Las temerosas delirantes temen que el comunismo les quite lo poco que tienen, que les maten las terroristas y que les rompan lo más preciado que poseen: España. Las ilusionadas apuestan por el diálogo, bendito sea, y se conmueven con el discurso del candidato lleno de emocionantes propuestas. ¡Ahora sí! piensan algunas. ¡Por fin las izquierdas se ponen de acuerdo! Claro que es preferible el diálogo al bloqueo y la voluntad propositiva a la parálisis consciente. El mundo con posibilidades al mundo disparatado de la derecha delirante. Pero me gustaría recordar una realidad: el capitalismo y sus hijastras, la democracia liberal y la monarquía parlamentaria. Jugar en este tablero es más de lo mismo. Las ilusionadas han confiado en que el cambio puede llegar desde las instituciones propias del capitalismo. Nada nuevo. Esta confianza se repite cíclicamente y los dolorosos resultados se olvidan hasta la siguiente generación que reclama su dosis de esperanza.

La polarización social es un océano en el que los poderes económicos les gusta navegar cuando ven amenazados sus intereses, por mínima que sea esa amenaza. Meter la mano en el agua y agitarla, ayuda a generar la confusión necesaria para seguir manteniendo el sistema que les permite acumular sin límite alguno. Entretanto las temerosas delirantes tienen miedo de perder lo que tienen, posesiones reales o imaginadas, y miran furiosas a las ilusionadas que quieren ganar lo que no tienen, confiando en las mismas instituciones que mantienen el sistema que les tiraniza. Son estas instituciones las que capitalizan el talento y el esfuerzo para neutralizarlos y, de esta manera, evitar que se puedan dirigir a crear alternativas basadas en principios como la autogestión, el apoyo mutuo y la cooperación. Son corrosivas. Las instituciones capitalistas convierten la idea de la democracia directa en la democracia participativa del clic. Las buenas intenciones se disuelven en contextos con fuerzas internas más poderosas que el simple deseo de cambiar el estado de las cosas. Si no entendemos esto, estaremos condenadas a vivir en un bucle temporal.

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