Cuentos estúpidos: EL SIMPÁTICO

Cuentos estúpidos: EL SIMPÁTICO
Two female tourists in blue jeans dresses and hats with backpacks stand with their backs on the balcony and look at the nature. Kind through pink flowers.

Por Ana Pirineos. LQSomos.

Tenía prisa por llegar al trabajo y justo ese día se estropea el coche.

Era un día especial, se había tenido que “arreglar” a conciencia: traje de chaqueta, peinado perfecto, maquillaje, medias y tacones. Venía el superjefe al laboratorio donde ella trabajaba y había que dar muy buena impresión. Eso significaba tener el aspecto determinado por el estereotipo dominante para las mujeres; o sea, incomodidad absoluta.

Notó un ruido raro cuando introdujo la llave en el coche y pisó el acelerador. Al rato, el coche dio unos cuantos saltitos y se paró. No se lo podía creer, ¡justo ese día! La rabia le hizo golpear el volante, echarse hacia atrás y gritar como loca:

–¡Me cago en tus muertos!

Se lo decía a un coche. Sí, era de segunda mano y quién sabe qué habría sucedido antes de que lo usara ella, aún así, no era muy razonable.

Para terminar de fastidiar la cosa, empezaba a llover y ya sabía, por la experiencia de los años vividos en esa ciudad, que de la lluvia normal se pasaba al diluvio en muy breve espacio de tiempo.

Llovía siempre, o casi siempre. Los días grises sucedían a los días oscuros; las nubes y claros a las nubes a secas; las lloviznas a las tormentas… ¡una pesadez! El primer invierno tuvo su encanto, nunca había usado tanto un paraguas. En su ciudad natal los paraguas eran adornos colocados en paragüeros a la entrada de las casas. Trastos poco útiles, la verdad. Pero aquí había tenido que comprar uno nuevo cada temporada, se marchitaban como si fuesen flores.

Cuando salió del coche se dio cuenta de que no lo llevaba, ¡lo que faltaba! Se colocó el bolso encima de la cabeza para protegerse un poco y cerró dando un portazo, como si el coche tuviera la culpa.

Tenía que buscar un taxi lo antes posible así que se subió al bordillo de la acera para localizar bien al primero que pasara libre. Le pareció ver una lucecita verde y saltó a la carretera gritando ¡taxi! con todas sus fuerzas y agitando el brazo que no sujetaba el bolso.

El taxi paró y ella se acercó corriendo intentando sortear los charcos que ya empezaban a formarse. Para su sorpresa, se encontró con un señor que también tenía intención de entrar en el auto.

-Le he llamado yo primero –dijo el señor que llevaba un gran paraguas negro.

-¡Ni hablar!

No estaba dispuesta a que le quitaran el taxi, así que le apartó de un caderazo y se introdujo rápidamente en el interior.

El señor se quedó perplejo y la miró sorprendido, con el paraguas ladeado. No se lo podía creer.

Ella se sintió mal. Era una persona educada y empática, solía decirse a sí misma. Le pidió al taxista que esperara y abrió la puerta.

-¡Señor, eh! ¡Señor! ¿Hacia dónde va?

-Voy a los laboratorios Yiyi y llego tarde.

¡Qué casualidad! Iba al mismo sitio que ella. Podían compartir el gasto. ¡Qué bien!

-¡Suba!

El señor cerró el paraguas y entró en el taxi.

-¡Gracias! Le dijo. Aunque sonó un poco cínico, su gesto decía más bien: “¡Será carota la tía esta! Me quita el taxi y encima le tengo que agradecer que me deje compartirlo”.

El taxista, algo molesto y nervioso, les preguntó dónde iban.

-Estamos interrumpiendo el tráfico. Pónganse de acuerdo y díganme dónde vamos.

-A los laboratorios Yiyi que están en la carretera comarcal 13, a la altura del kilómetro 23. –Contestó el señor con voz autoritaria.

-Muy bien señor. –Dijo el conductor, cambiando el tono. Un taxista sabe reconocer enseguida quién manda y obedece al instante.

Ya acomodados en el taxi y tranquilizada la situación, ella le preguntó con voz afable, para hacerse perdonar el caderazo:

–¿Trabaja usted en los laboratorios? ¡Qué casualidad!, no hemos coincidido nunca.

-No. –Le contestó sin siquiera mirarla.

¿No? ¿no qué? ¿Que no trabaja en los laboratorios? ¿Qué sí trabaja allí pero no habían coincidido nunca? Ese tipo de personas que contestan de forman tan lacónica la ponían de mal humor. Por primera vez se fijó en el señor. De mediana edad, como se suele decir de los hombres maduros. De unos 60 años bien llevados. Elegante, desde luego, y perfectamente vestido: con traje, chaleco y corbata. Llevaba una gabardina clásica que no le había dado tiempo de quitarse y era evidente que le molestaba. Tuvo el detalle de poner el paraguas chorreante al lado de la puerta, posiblemente le estaría mojando los zapatos, que brillaban como espejos.

Ella intentó de nuevo entablar conversación:

¬–Debería ponerse el cinturón de seguridad, creo que es obligatorio.

–No. –Esta vez, la miró con displicencia.

¿No? ¿No se quiere poner el cinturón o no es obligatorio? Le lanzó una mirada de desprecio. ¡Vaya estúpido!

El camino era largo y se puso a mirar por la ventanilla. Las calles anchas habían dejado paso a una carretera insulsa, como tantas otras. Al fondo se veían algunas casas en pequeñas agrupaciones, pero la mayoría era campo o más bien descampado. El paisaje era gris, el cielo gris, la gabardina del señor gris, el uniforme del taxista gris, todo gris. ¡Qué agobio de grises!

Justo eso era lo que más le disgustaba de aquella ciudad, la falta de colores. “Si no hay sol no hay color” había teorizado. “¿Para qué querrán estas gentes los conos de la retina? Con los bastones ya tendrían de sobra”. Los conos proporcionan la visión en color, mientras que los bastones la dan en blanco y negro, había argumentado en su cabeza y pensó que era una buena ocurrencia, incluso divertida, así que lo comentó durante una comida con los compañeros del laboratorio y se produjo un silencio incómodo. Definitivamente, no se le daba bien la comedia. Aun así, seguía pensándolo.

La verdad es que los compañeros del laboratorio no eran muy amables. Mejor dicho, eran más bien antipáticos. Se dio cuenta de que estaba adaptando su pensamiento al lenguaje hipócrita de esas gentes. Nunca se señala el defecto, le había explicado su profesora de idiomas, se señala la ausencia de la virtud. ¡Toma ya! “Pues en mi pueblo somos directos y decimos al pan, pan y al vino, vino”. “Así les va”, sentenció la profesora.

Ella había escogido una carrera de ciencias para librarse de aprender latín o griego que le parecía una pérdida de tiempo. Sin embargo, tuvo que memorizar infinidad de “latinajos” y nombres griegos porque los antiguos tuvieron la mala costumbre de recopilar el conocimiento de cada época precisamente en esos idiomas, mira tú. Con lo fácil que hubiera sido traducirlo al idioma que ella dominaba con fluidez, el suyo. Según fue avanzando en la carrera se dio cuenta de que no sólo necesitaba saber latín, también era imprescindible conocer inglés. A los científicos modernos les había dado por recopilar el conocimiento de nuestra época en ese extraño idioma. Así que se puso a estudiarlo.

-“El inglés te abrirá puertas. Es el idioma universal”, decían en todas partes.

¿Sí? Pues a ella no le había facilitado mucho las cosas. Después de la carrera hizo un master y se dispuso a buscar trabajo. Por supuesto, en su país, las oportunidades para una joven científica recién licenciada eran casi inexistentes, por no decir nulas. Probó suerte en varios sitios y comprobó que la mayoría de sus compañeros acostumbraban a “confundirla” con una ayudante de laboratorio y le pedían que limpiara los matraces y probetas o que sacara de la estufa las placas de Peyer o que les acercara aquella pipeta… Ella lo hacía al principio, pero en un momento dado, la indignación la superaba y acababa increpándoles, con mucha elegancia, eso sí, porque “siempre hay que demostrar que eres una señorita”. Con lo bien que le habría venido entonces dominar el lenguaje de barrio: tan directo, tan hiriente, tan incisivo.

Buscó trabajo en el extranjero y, por pura casualidad, encontró una plaza en los laboratorios Yiyi que tenían gran fama y podrían abrirle puertas más adelante. Se armó de valor y salió de su país con la tristeza y la decisión de quien no tiene otra opción.

Y ahí estaba, enfrascada en sus pensamientos, sopesando si le había valido la pena haber dejado su soleada tierra, pobre pero alegre ¡ole!, como insistían en recordar en las películas y la televisión.

Miró de reojo al señor sentado a su lado. Tenía sobre su regazo un maletín que se podría definir como lujoso: cuero teñido en negro, adornos y cierres dorados, forrado también de piel por dentro y con varios departamentos… ¡qué bonito! ¡qué bien olía! El maletín. Aunque también el señor. Él leía unos papeles que había sacado y parecía muy interesado en ellos.

–¿Conoce la ciudad? ¿Va a estar muchos días por aquí? –volvió a insistir ella en conversar.

–No.

¿No? ¿Que no conoce la ciudad o que no va a estar muchos días? ¿No sabe decir otra palabra? [¡Uy! Esta última pregunta la hizo en voz alta].

–¡Déjele usted tranquilo, señorita! ¬–ordenó el taxista– ¿no ve que el señor está ocupado?

Si las miradas matasen… fijo que se habrían estrellado porque ella había clavado sus ojos en el cogote del taxista con la clara intención de trepanarle el cráneo. Una mirada tan penetrante como un bisturí.

Empezaron a aparecer algunas casas, luego los semáforos, las calles… ya estaban cerca del laboratorio. La preocupación se hizo más patente. El gran jefe al que recibirían esa misma mañana presagiaba malas noticias: habría despidos, seguro. Cambios de rutinas y de proyectos, aumentarían los controles,… ¿la despedirían? Ella era el eslabón más débil: mujer y extranjera, ¿quién sabe? Empezaba a cargarse de malos pensamientos y que le causaban cierta dificultad respiratoria. Inspiró y espiró con fuerza, soltando un sonoro suspiro. “Es que, a veces, se me olvida respirar”, solía decirse cuando se encontraba en esa situación.

El hombre la miró preocupado y el taxista le hizo un gesto de connivencia masculina encogiéndose de hombros: ¡Mujeres!

Le dolían los pies y los notaba fríos. ¿Por qué se habría puesto tacones si no los podía soportar? Los odiaba tanto como a esa manida y estúpida frase de “para presumir hay que sufrir” que tantas veces le habían repetido desde niña. ¡A la mierda! No le gustaba sufrir a lo tonto –ni a lo listo– y no tenía la más mínima intención de presumir.

Disimuladamente se quitó los zapatos durante unos instantes, utilizando sus pies como descalzador y, a través del rabillo del ojo, comprobó que el señor no le quitaba la vista de las piernas. No se había dado cuenta hasta ese momento ¿será grosero? ¿qué se habrá creído? Seguro que ya tiene nietos… o casi. La incomodidad fue en aumento.

Paró el taxi en un semáforo y le dio tiempo de otear la acera. Era un pueblo pequeño y la poca gente que había en la calle corría bajo los paraguas intentando evitar los charcos. Aunque era por la mañana, las luces de los escaparates estaban encendidas y las farolas titilaban. Había una tienda que vendía ropa interior, calcetines y medias; y, al lado, una zapatería. ¡Qué buena idea!, murmuró, sin darle más importancia.

De repente, se percató de lo que pasaba en sus piernas: Una enorme “carrera” recorría las medias de arriba abajo. ¿Cómo iba a presentarse así ante el jefazo? En ese instante, el señor había cerrado el maletín y lo había puesto en el asiento, justo en el espacio que había entre ambos. Entonces ella se fijó en el anagrama dorado que resaltaba sobre el negro cuero y le sonó sobradamente conocido: “Dos ‘y griegas’ sobre campo de gules” había bromeado la primera vez que lo vio. ¡Laboratorios Yiyi! ¡Horror! ¡Era el jefazo!

Gritó con todas sus fuerzas:

-¡Pare!

No solo fue una orden, fue un aullido huracanado.

El taxista se asustó y pisó el freno a fondo, lo que provocó que perdiera el control del coche. Ella salió a toda velocidad y con una agilidad increíble saltó a la acera. En ese preciso instante, un autobús que venía en sentido contrario realizó una brusca maniobra para evitar el taxi, embistiéndole con gran fuerza. El señor y su lujoso maletín de cuero negro salieron disparados por el parabrisas y el taxista quedó incrustado entre el asiento y el volante.

Cuando llegaron las ambulancias y la policía, ella iba camino del laboratorio con medias y zapatos nuevos. Y un gran paraguas negro.

“Ha sido la adrenalina. El simpático”, se dijo. ¡Bendita adrenalina! Y recordó las explicaciones que su profesor de fisiología daba sobre los sistemas nerviosos autónomos simpático y parasimpático. Muy básicamente, el neurotransmisor principal del simpático es la adrenalina y nos prepara para huir ante un peligro y el del parasimpático es la acetilcolina y, por el contrario, nos devuelve al equilibrio.

–Si entra un león por esa puerta –preguntaba el profesor, señalando hacia la parte de arriba del aula– ¿cuál de los dos sistemas se activaría?

La mayoría de los alumnos contestaba que el simpático pero ella no estaba del todo de acuerdo. ¿Un león? ¿En la facultad? ¡qué tontería! Si el profesor hubiera dicho “si entran los grises a caballo” lo habría entendido muchísimo mejor. Eso sí que lo tenía claro: huir.

Poco antes de las nueve de la mañana, ella llegaba al laboratorio, con el paso firme que solo unos zapatos cómodos pueden dar y la confianza de que el azar le había sido favorable.

El simpático había ganado.

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