El juancarlismo, enfermedad infantil de parlamentarismo

El juancarlismo, enfermedad infantil de parlamentarismo

El jueves se podía leer esta noticia en la prensa “La Casa del Rey hará marketing en los colegios” y da cuenta de un sitio en la red alojado en la página de la Casa Real dirigido a niños entre seis y catorce años con un apartado especial para profesores con un menú de actividades. Rafael Spottorno, jefe de la Casa del Rey, ha dicho que esta iniciativa responde a que "no hay un claro conocimiento de la Monarquía como institución entre los más jóvenes y si no la damos a conocer, dentro de poco nadie sabrá lo que significa”.

No es sencillo entender el sentido de este anuncio –más allá de las intenciones que explica Spottorno– y no hay más remedio que sospechar que el equipo de comunicación que trabaja al servicio de la monarquía, al igual que esta, ha perdido absolutamente el rumbo en la construcción del relato real.

A veces hacer algo es sencillamente no hacer nada y no por ello hay que caer en el modus operandi de Mariano Rajoy, paradigma de la acción congelada.

La monarquía o, mejor dicho, el rey Juan Carlos tiene tres momentos desde cada uno de los cuales se ha articulado un relato claro y tangible.

La primera narración se desarrolla a partir de la coronación y pone ante la sociedad un pater que sustituye al dictador y que sirve de moderador de una tensión que abre la Transición: un agente catalizador, ecuménico, que pretende conciliar el juego de todos.

El segundo relato, el que le permitirá acumular capital simbólico, lo expone él mismo en un minuto y veintiséis segundos: es el discurso que pronuncia a la 1.15 de la madrugada del 24 de febrero de 1981, hora que marca la señal de Televisión Española, en el que desautoriza el golpe militar, reivindicando su autoridad y el orden constitucional.

Este capital simbólico acumulado por el monarca es el que da pie al llamado juancarlismo en el que buena parte del cuerpo social, significado con el progresismo y la izquierda, admite la figura rectora del pater pero no abandona su ideal republicano. Santiago Carrillo es uno de los autores de este modo de entender y convivir con la monarquía parlamentaria.

Más allá de la erosión del tiempo y del desgaste del poder, el relato salta por los aires con el accidente de Botsuana y el 18 de abril de 2012 el rey Juan Carlos enuncia un mensaje de cincuenta y cinco caracteres: “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”. Con esta intervención, casi un mensaje de twitter, el monarca no solo cierra un ciclo y pierde el capital simbólico acumulado desde 1981: pierde el control de su relato que pasa a ser escrito por el reality  show. No hay más que recordar las cámaras en la puerta del hospital, la ausencia de la reina, la figura de Corinna zu Sayn-Wittgenstein y posteriormente, acompañando al affaire Urdangarin, secuencias como las carreras del Duque de Palma ante las cámaras de la televisión.

Desde aquel día el relato real está a la deriva, sin autor. Se diría que, en ese sentido, el rey Juan Carlos es un personaje de Pirandello.

El juancarlismo se ha ahogado y la única vía de respiración posible para su reanimación sería que al igual que en 1981 el jefe del Estado interviene a favor de la democracia, lo hiciera ahora frente a su secuestro por parte de un poder que, en boca del presidente Rajoy, somete su destino al de la canciller Merkel: espera que ella sepa adónde va. Al contrario, el rey preside, por ejemplo, el Consejo de Ministros del 14 de julio de 2012 que aprobó los mayores recortes al Estado ejecutados en democracia.

Desde esta perspectiva, el juancarlismo queda reducido a un relato naif, similar a la versión infantil de la monarquía que la Casa Real ha creado para los colegios.

¿Dan por perdido el colectivo adulto?

* Zona Crítica

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