El lunfardo de los argentinos

Una comunicación de  persona  a  persona

El lenguaje en el hombre se desarrolló según se aproximara a sus semejantes y usara más imitaciones de la naturaleza para comunicarse, más cuando por el año 1492 según el reino de España sus navegantes ‘descubrieron América’, sabemos que quienes aquí habitaban no difundieron la noticia gestualmente o con señales de humo; lo hicieron con ideas y palabras consolidadas por su reiteración. Y de choza a choza o margen de un río al monte o la montaña, los naturales de aquí se anunciarían la aparición de esos navíos con su propio lenguaje. Más luego, la forzada adopción del castellano en el territorio latinoamericano corresponde a una constante histórica donde el Poder se impone sobre la particularidad de cada pueblo; algo ya aceptado por Napoleón Bonaparte al asegurar que ‘un idioma es un dialecto con un ejército detrás’. Así que toda comarca suele demostrarse con algún perfil particular y nosotros en la Argentina, ese juego de identidad resultó ser el lunfardo, un código entre dos para que no se entere un tercero.

Y el escritor Nicolás Olivari, (La Musa de la Mala Pata) que al ser preguntado si él hablaba lunfardo contestó ‘vea, yo nací en Villa Luro en el año 1900, cuando aquello era un suburbio. Frecuenté el trato de obreros, ex presidiarios, prostitutas y atorrantes, mis vecinos, y no tuve tiempo de aprender eso’. Una respuesta de Olivari que recuperó Jorge Calvetti y otros atribuyen a Roberto Arlt, (Los Siete Locos, Los Lanzallamas, El Amor Brujo), aunque  por tratarse de dos escritores fundacionales de las letras de Buenos Aires, esa autoría atrae menos que la respuesta. Y el mismo Roberto Arlt habló de este modo dialectal al polemizar con unos académicos por 1940: ‘esto demuestra lo absurdo de enchalecar en una gramática canónica las ideas cambiantes de los pueblos… y así esa gramática tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos; y en progresión llegaríamos a concluir que de respetar ese  idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de hoy, de la radio y la ametralladora,  hablaríamos el idioma de las cavernas´.  Textual.

Si lo ético de cualquier escriba es no subvertir o quitar eficacia comunicativa a la palabra, el lunfardo pudo comenzar como una lengua de la gente de mal vivir; pero esa definición iría perdiendo su secreto delictual al convertirse en un guiño de comprensión popular ajeno a sus primeros cultores. En el siglo veintiuno nadie discute que si este léxico surgió entre pocos para despistar a los demás: ´el argot lunfardo constituye un habla rápida, espontánea que brota de una manera natural… en vocablos y expresiones que acuden fácil y prestamente a la lengua’, dice Mario E.Teruggi en Panorama del Lunfardo, Sudamericana, 1979. Y por ese rumbo y ya en los aciagos días de la década del ’70, que entre los argentinos  se abrían y cerraban efímeras contraseñas al hablar y Humberto Costantini, quien recreara cierto lenguaje coloquial en su libro En la Noche, supo ver que entre perseguidos y perseguidores existían tantos códigos como grupos. Y ahí se aprecia ‘código entre dos’ que bien es extensivo a otra actividad o profesión con jerga propia. En tanto el habla de un pueblo es un sistema de signos diferentes a otros de la misma especie, y al obtener principios y gramáticas eso construye al fin un idioma. Un corpus donde cada lengua tiene fisonomía, giros y particularidad, y por eso y sin idolatrar nuestros queribles modismos, en Argentina hablamos castellano, en acuerdo a su gramática nos entendemos con el mundo, y ese asunto por ahora no lo pensamos cambiar.

Lenguaje, identidad y cultura

El lenguaje nos diferencia entre Civilización, – el amplio mapa de toda nuestra  manifestación- y Cultura, eso que sintetiza la estética peculiar de cada grupo comunitario. La Civilización cristaliza y estratifica el lenguaje, en tanto la Cultura lo desaliena y hasta lo modifica con expresiones ‘contraculturales’. No pocas variaciones estéticas de la contracultura fueron luego estimadas como clásicas, yel lunfardo como arista cultural de los argentinos, ocupó un párrafo en Radiografía de la Pampa, 1933, de Ezequiel Martínez Estrada: ‘psicológicamente puede ocurrir a un idioma algo peor que subdivirse en dialectos y cristalizar su forma al tiempo que se limita y amputa. En el dialecto vive el alma local, el paisaje vernáculo; en el idioma extenso o superficial la palabra desfallece y hasta reduce el número de sus términos’. Y sigue don Ezequiel: ‘la actitud desafiadora del compadre, el insulto, el neologismo de la jerga arrabalera son formas vengativas, afiladas y secretas de herir. Ese oculto rencor contra una lengua de filiación paternal puede conducir a  dos formas de escribir y hablar. Hablar al revés, al vesre, es una forma patológica del odio cuanto no de la incapacidad. No pudiendo usarse otro idioma, desdeñándoselo, en el trato social e íntimo se invierten las sílabas con lo que el idioma, siendo el mismo, resulta ser lo inverso’. Hasta aquí Martínez Estrada, un precursor de la psicología social en Argentina, y más luego aparece de Juan José Hernández Arregui en ¿Qué es el Ser Nacional?, de 1963, quien anota la acción regularizadora del grupo ‘porque la cultura está litografiada en su lengua las variaciones idiomáticas se ejercen desde el pueblo’. Y para avalar esto, ya Platón sabía que el pueblo esun excelente maestro y su lenguaje es el hecho social más definitivo.

Los  primeros estudiosos  del tema

Quienes en principio se ocuparon de la lunfardesca no coincidieron; algunos la estimaron una jerga gremial del delito y otros corrieron ese límite hacia ‘un jercicio comunicativo’.  Benigno Baldomero Lugones fue el primero en llamarla ‘lunfardo’ en un par de artículos publicados en el diario La Nación por 1876; luego por 1896 Antonio Dellepiane lo calificó ‘el idioma del delito’ y Alvaro Yunque más tarde habló de ‘un lenguaje arrabalero’. Por 1927, Jorge Luis Borges dijo en El Idioma de los Argentinos ‘el lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa’; y para Juan S. Piaggio eso mismo era un ‘léxico con argentinismos del pueblo bajo’. Igualmente, en génesis ese vocabulario fue delictual y de bajo fondo, y el mismo Dellepiane, abogado de tendencia lombrosiana, entendió que ‘el lunfardo existe con su intención burlona, caricaturesca y su activa movilidad de cambio’. Y es innegable que lo dinámico valoriza cada comunicación humana y por cuanto la movilidad del lenguaje es constante, hoy ningún pueblo del mundo conversa en lengua muerta.

Muchas veces se dieron como vocablos de la lunfardía términos que sirvieron al rebusque ocasional para decir sin que se entere un tercero, pero al no durar las horas de vuelo para entrar al imaginario popular, desaparecieron. Mina, bulín, bacán o mishiadura, por ejemplo, perviven en el hablar argentino con leves cambios de acepción, en cuanto toda voz lunfarda debe transitar antes de convertirse en clásica, o sea, útil  para  dar clase. A cada forma comunicativa la sostiene su reiteración, todo lenguaje oculto al fin se pierde y el uso de cada vocablo vale a su decantación  en solera, para degustar luego según sea ya un vino placentero.  ‘Ropagrosa’, modo del uniforme del vigilante extensivo a su portador, se usó en los años  treinta y sucumbió al cambiar el ropaje policial. El término ‘palo’ que por 1990 equivalía a un millón de pesos, – o ‘palo verde’, dólares-  por el asalto financiero contra el país argentino del año 2001, en pocos días perdió su valor expresivo. Otros vocablos como ‘tuca’ al pucho de marihuana o ‘tuquera’ al canuto de aspirarlo, en poco tiempo fenecieron; y esto nos remite a un reportaje que Paco Urondo le hiciera por 1970 a Julio Cortázar, de paso por Buenos Aires. Entonces a Cortázar le llamó la atención escuchar la palabra ‘yeite’ porque al irse él se decía ‘guiye’, que en ambos casos es  asunto fácil y beneficioso. tampoco conocía la palabra ‘luca’ para decir mil pesos; pero pese a que esos avatares ocurran, al habitante de Buenos Aires una mina sigue siendo una mina un bulín es un bulín; y sin esas dos definiciones lo nuestro no sería vida…

Y según otro lenguaje codificad

Cada lenguaje codificado convoca a una complicidad de condición y origen, y el lunfardo de los argentinos, – irónico, procaz o corrosivo- siempre sugiere una humorada compinche. Algo extraño a los guardianes del idioma que lo irían aceptando al comprender su contexto temático y dejaron calificarlo sólo un argot meramente delincuencial, en tanto n principio Benigno Baldomero Lugones, con dos artículos publicados en La Nación de Buenos Aires por 1879, hizo una descripción del mundo criminal y ameritó hablar sobre lunfardos y  ladrones en un sentido más amplio. Algo que bien lo apreciaron un siglo más tarde  Francisco Laplaza y Miguel Angel Lafuente, al mencionar que siendo escribiente policial, ese Lugones recuperó una anónima cuarteta. ‘Estando en el bolín polizando se presentó el mayorengo, a portarlo en cana vengo. Su mina lo ha delatado’; cuya acepción sería ‘estando en su habitación durmiendo se presentó el comisario: a llevarlo preso porque su mujer lo había delatado’. Y aquí salvo el mayorengo, en desuso hace tiempo por Comisario, bulín, (bolín); apoliyando, (polizando),  cana y mina persisten en el siglo veintiuno.

Luego de ese Lugones y en ya en 1884, el abogado penalista Antonio Dellepiane presenta  El Idioma del Delito, trabajo donde agrega un diccionario de unas  cuatrocientas palabras lunfas, sin apreciar que ese código no sería sólo un recurso carcelario y sí una jerga dialectal tan literaria como la gauchesca; esa otra forma de comunicación entonces mejor calificada. Pero el muy certero José Gobello escribió por 1965: ‘el lunfardo literario, que corresponde llamar lenguaje lunfardesco, es patrimonio de escritores que jamás ejercieron la profesión del delito’, y al reeditarse El Idioma del Delito de Dellepiane en 1967, Juan Cicco prologó ‘el lunfardo, jerga privada de la mala vida porteña cuando este autor la descifrara era un tecnicismo profesional que obligaba rastrearlo en sus avatares morfológicos y semánticos; dificultad que desapareció cuando el lunfardo dominara el habla cotidiana y familiar’. Dos buenas opiniones ante la importancia de esta jerga en inquilinatos y conventillos cargados de inmigrantes con lenguas diversas, donde muchos divertidos giros lunfardescos sirvieron para fraternizar. Y no muy al margen, si advertimos el histórico proceder delictual de la clase alta en Argentina’ el lunfardo debería ser su obligado hablar cotidiano y no así entre los laburantes comunes, menos impunes y protegidos por la Ley…

A fines del siglo pasado y entre el proletariado con mayoría de inmigrantes italianos jóvenes y fuera del mercado laboral precapitalista, se registró la mayor estadística delictual. Un efecto enarbolado por el burdo criterio de Julián Martel en su libro  La Bolsa, por 1910, retomado el escritor Juan José Sebreli en Buenos Aires Vida Cotidiana y Alienación, de 1965, quien con su habitual adolescencia revulsiva pontificó ‘el lunfardo devino en el lenguaje común del sector desasimilado que intenta la destrucción simbólica de la sociedad organizada, mediante la destrucción de su lenguaje’. Ignorando ese autor que el pobrerío que él menciona, jamás soñó destruir la sociedad organizada y así los hijos de esos desasimilados, serían los obreros y empleados que por sentirse iguales y sin destruir ningún régimen participaron  de la movilidad social más óptima y legítima del país hasta entonces. La producida de 1945 a 1955 con un protagonismo popular que aún molesta a los exóticos y medievales ‘dueños del destino nacional’ de los argentinos.

Excesos,  identidades y generaciones

Por carecer de estructura idiomática, prosodia, sintaxis y otras casquivanas de diccionario, el lunfardo no es útil para conversar ni ser escrito. Aunque se rebusquen etimologías o términos transitorios, en lunfardo es imposible conjugar un verbo y eso lo acerca a otras jergas cercanas: el Chabón de los argentinos al igual que Cara entre los brasileños y Huevón a los chilenos, significa torpe, desmañado o desconfiable, aunque según contexto o entonación eso mismo cambia de lo cordial a lo insultante o al revés.  ‘No llevemos las afecciones de las ideas al accidente de las palabras’, dijo el venezolano Andres Bello (1781-1865) en su Gramática de la Lengua Castellana; un error que repetirían muchos temerarios al relatar en lunfardo unos pastiches sólo vistos por amigos del autor. De modo arbitrario el lunfardo deja de ‘vestir’ al castellano y algunos letristas tangueros con torpes invenciones mostraron bien debute y posta, (inmejorable), que ninguna expresión popular tiene buen albergue en laboratorios de trasnoche. Escribas seducidos por ese duende coloquial y metáforas del reísmo popular, que exigen conocerse previamente, supieron malversar letras del tango con lunfardías deformadoras   del Imaginario Colectivo y la entretela de los argentinos…

Tango y lunfardo son dos perfiles de nuestra identidad. No únicos pero rastro a seguir según lo hiciera Ricardo Rojas en su libro Eurindia, al concebir a la nacionalidad como una síntesis psicológica, un yo metafísico que se hace carne en un pueblo y que halla su lenguaje en los símbolos de la cultura. Una valiosa definición de quiénes somos.

Al  desarrollo del lunfardo fueron vitales las multitudes llegadas a Buenos Aires desde 1860 a 1920. Alrededor de  1870 vivían en la ciudad 95.000 nativos y 93.000 extranjeros de distinto origen que en 1895 superaron a los nativos, y por 1920 volvieron a un nativo por cada extranjero. Así no era esperable que las herencias españolas y gauchescas de los argentinos; agredidas por un proyecto agropecuario que excluía a los sectores sin tierra propia, y Alfredo Mascia, en Política y Tango dice que entonces el Compadre, habitante del orillaje respetable por macho y guapo con resabios del culto hispánico, era expulsado de su sitial por el progreso indetenible. Pronto ese prestigio tuvo imitadores en el Compadrito, un sustituto que sin la proyección del compadre otrora dueño de voluntades políticas y casi solitario, que tan bien mentara Jorge Luis Borges en su poema El Tango;  ‘aunque la daga hostil o esa otra daga, el tiempo, los perdieron en el fango, hoy, más allá del tiempo y de la aciaga muerte, esos muertos viven en el tango’…

Ya entonces Argentina, país inmigratorio con el grupo latino mayoritario en número, aunque la sociedad se dispuso integrar a todos con una instancia política donde sin mencionar el efecto y la causa, el Estado se mostró muy eficaz. Al menos en la asimilación de las migraciones al darles puntos de fusión a semejante avalancha muticultural: la escuela pública lacia gratuita y obligatoria, más el matrimonio civil, jugaron a favor de una identidad nacional que subyace en la imaginación popular. El Estado instituyó obligatoria la escuela pública y como una consecuencia acaso no buscada por ese mismo Poder, floreció en lectores y una industria cultural que fijaría muchas pautas de nuestra conducta social.

En De la Colonia a la Inmigración, el tan preciso don Raúl Puigbó nos ilustró que la participación de los extranjeros fue muy alta en materia económica y aún social a través del matrimonio, y resultó casi nula en la participación política. Donde por tanta diversidad cada grupo pretendía imponer su característica, con más las diferencias entre viejos y jóvenes del mismo origen donde los descendientes querían acriollarse con hábitos de la nueva tierra y sus improntas de modernidad. Hasta existieron diferencias entre inmigrados de la misma región y hasta alguna confrontación generacional silenciada, en tanto el contacto entre los iguales en edad  pero distintos hábitos y origen, generó expresiones para compartir y compañerear, si cabe el  vocablo. Pronto los hijos de inmigrantes afirmarían su modo verbal generalizador y comprensivo, con asimilación entre 1900 y 1930 cuando hijos y nietos de la inmigración

coincidieron en cierto arquetipo transgresor y punto de fusión de las identidades. En ese caldero de latinos y eslavos con musulmanes católicos y judíos, el habla generó la expresión unificadora de civilizaciones diversas, y si el lenguaje es un transformador de la realidad, durante la primera mitad del siglo veinte, en Buenos Aires el hablar lunfardo resultó un recurso desalienante y aglutinador del gentío de los conventillos, y librarlos en algo de tantos precintos idiomáticos que entorpecían la integración.  Apenas eso…

La preeminencia  italiana

En el período de 1900 a 1930, la cuarta parte de la población de Buenos Aires y sus alrededores eran italianos nativos y sus descendientes, y por debajo existía otro quince por ciento de la suma de andaluces, gallegos, catalanes, vascos y demás llegados de España por esos años. La colonia italiana pronto se manifestó en los hábitos locales y por ahí el novelista Francisco A. Sicardi, a principios del siglo dijo que ‘los inmigrantes italianos también daban algunos huéspedes al presidio y vocablos al caló del bajo fondo’. Un perfil de los italianos tan útil para rastrear los rumbos de la comarca más arrimada al Río de la Plata y esa matriz italiana tantas voces lunfardas, y aunque existieran muchos términos con otra fuente, veamos: si al lunfardo se lo vincula al desarrollo del tango como dos andariveles hacia una misma identidad, paralelo a eso vemos la marca indeleble del cuplé en los primeros tangos, incluyendo La Morocha de Angel Villoldo. Y un fino poeta como Julio Félix Royano, (El Mata; Animal de Presa; Mururoa; Lunes de Dios) supo recordarnos a unos napolitanos y calabreses de su niñez en Lanús y que él, hijo de gallegos, advirtió que el término ‘lunfardo’ en su concepción de ladrón y malviviente, les venía de ‘lombardo’. El corte a la última sílaba de los napolitanos a la palabra, sonaba ‘Lum’ por ‘Lom’  y el parecido a F por B es una inflexión propia italianos del sur. Y como el entretejido de las identidades no suele hilarse de un solo ovillo, Domingo Casadevall, en El Tema de la Mala Vida en el Teatro Nacional,  (Editorial Kraft, 1957) después de enumerar unos términos portugueses sumados al habla, dice que el lenguaje orillero y lunfardo se fue bordando también con voces populares usadas en la España de los siglos XVI y XVII, y ofrece ejemplos como ‘gayola’, ‘punto’ y hasta ‘pinta’, con el similar sentido  que hoy  le damos. Además, sobre la Vida del Buscón, de Quevedo, escribió el filólogo español Américo Castro que en el siglo XVI los pícaros usaban una lengua propia ‘y de aquí el habla revesada que consistía en dar la palabra del revés y pronunciar greno por negro’. Algo que hoy, siglo veintiuno, los argentinos por negro cordialmente decimos grone. .

Asimilaciones y sincretismos culturales deciden los perfiles de cada nuevo estilo, y advierten sobre lo estéril estratificar o congelar las identidades  en algún tiempo. El nosotros somos así para siempre hoy ni resuena ante una imbatible realidad que trae consigo la computación y otras brujerías…

Habitual recurso cotidiano

A  través de generaciones el lunfardo logró permanecer y se sumó a varias expresiones culturales que no serían de uso exclusivo de los argentinos. Pero que su vigencia en cada período social de Argentina sostiene su sesgo humorístico, juvenil y caricaturesco es indiscutible. Su aporte a expresiones temporales lo hicieron un innegable fenómeno cultural, y el ida y vuelta de lo lunfardesco a lo coloquial se aprecia en bien en el sainete, el más popular género teatral costumbrista que junto al lenguaje del tango fijaron nuestra memoria colectiva. Muchos jergales de gente de mal vivir fueron escritos y cantados hasta adherirse al hablar cotidiano, pero el lunfardo saltó a ser un método de divulgación por la inclusión de sus voces por saineteros y poetas no sólo por  ese mango que te haga morfar, de Discépolo, sino por tantas líneas donde cualquier argentino encuentra algo que lo involucre. El tema de la pobreza en los inquilinatos y la inserción entre inmigrantes y nativos, no dejó sainete sin un personaje compadrito o ‘cocoliche’ de expresarse en lunfardo; que siempre y en la trama sostenían la defensa familiar, la autoridad paterna y las buenas costumbres. Machietas mayoritarias en el teatro argentino en su auge de mayor concurrencia al espectáculo, del veinte a fines del cuarenta, hábito que ironizara a su modo Jorge Luis Borges diciendo que muchos intelectuales concurrían el fin de semana a los teatros de la calle Corrientes para recibir una dosis de arrabal… Y sin embargo, según Luis Ordaz en Siete Sainetes Porteños están el drama, la acuarela nostálgica, el equívoco por las distintas lenguas y un cierto trazo claroscuro y violento. Así Buenos Aires recibió la materia prima del ‘cierto sainete de seres humanos’ confluyendo en sus calles y pueblos aledaños. Ricardo Rojas, quien entendía que el teatro era un arte incompleto sin el aliento popular, y que toda minoría culta puede alcanzar el goce de un teatro exótico pero la mayoría sensitiva, exige un teatro propio que le represente el drama de su existencia. Algo que remata Tulio Carella: a los nuevos habitantes la tradición le es insuficiente para decir y a despecho de ella, introduce cambios y elementos estéticos que alteran su fisonomía..

El sainete definió el estilo argentino de vida con europeos que por ambición más desarrollada  iría desplazando al criollo, pero no faltarían en segunda escena las multitudes hambrientas, desesperadas y sin oficio que también acuñaron inflexiones para entenderse mejor con la palabra. Y muchos con un modo novedoso de caminar que exacerbado por el argentino nativo relevaría al compadre  pampeano condenado por la modernidad; eso que devino en el compadrito que agregara una nueva expresión visual a la comarca y la novedosa jerga de comunicación, el lunfardo.

Las  voces  más  difundidas

En el glosario de voces en letras del tango y la poesía lunfardesca más frecuentada,  evitamos citas de indudable certeza de neolunfardos  o con etimología científica, y  poco abrevamos en el ‘lunfardo canero’, – salvo en letras de tango- por saberlo más hermético por códigos del encierro, y pesquisar esa vertiente hoy no agregaría demasiado. Las letras de tango más apreciadas llegaron de Pascual Contursi y otros en adelante hasta 1950, y el material posterior ni arrima a los vates mayores que siguen  en el favor popular. Nuestra elección de la poesía y en especial con el soneto lunfardo, obedeció a la valía de tantos autores contemporáneos que sin artilugios forzados, supieron secundar a los Versos Rantifusos, de Felipe Fernández, ‘Yacaré’; Semos Hermanos, de Dante A.Linyera, La Crencha Engrasada de Carlos de la Púa y el Chapaleando Barro, de Celedonio Flores en 1929. Y que desdijeron con libros de sugestivo nivel literario que el no versificar en esa jerga que se mandara Jorge Luis Borges, con sus palabras, sufriría la despótica imposición del tiempo.
Y un chan  chan como final de tango
El inicial cancionero popular de Buenos Aires, considera como su precursor a Angel Villoldo, el vocero de los compadritos, por autor de El Porteñito en 1903 y La Morocha en pero ‘percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida’, primera estrofa de Mi Noche Triste escrita por Pascual Contursi y entonada Carlos Gardel por 1917, nos prodigó cierto tono lunfardesco y estilo de contarnos ‘ciertas cosas’. Ni el letrista Contursi o el mismo Gardel estimarían tanta resonancia posterior, pero si el protagonista  hubiera recordado a su amor ausente diciendo ‘mujer que me abandonaste en plena felicidad’ o algo idiomáticamente más pulcro, ese tango jamás hubiera sido la íntima confesión de un porteño. Y hoy, pese a los exacerbados machistas y dramáticas cantoras del tango, su toque lunfardesco sigue en el siglo veintiuno entre los argentinos, en tanto otros léxicos coloquiales como el slang de los yankis, el cockney londinense y la giria brasilera no arraigaron tantos vocablos populares por faltar en sus canciones esa otra literatura que los reiterasen  Una consecuencia natural  y divertida en el universo cultural de los argentinos, fertilizado por ese lenguaje referente  que más allá de ser un código entre dos para que no se entere un tercero, significa al fin sustancial para interpretarse y parecerse mejor. Y sin gardelear más digamos que sin alarde de ‘culminar una exhaustiva investigación’, rebuscar cierto material de notorios autores y otros desconocidos, nos orienta a seguir creyendo que si algo ayuda a entendernos más entre nosotros, vale la pena el intento.

 

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