El mejor jam narrativo y sonoro del siglo XX

El mejor jam narrativo y sonoro del siglo XX

En el último siglo [XX], primero el jazz afronorteamericano, los afrocaribeños bolero y rumba, y el tango afroconosureño, luego el bosanova afrobrasileño, el afronorteamericano rock y más recientemente los tan cercanos para nosotros reggae, el jazz latino y la salsa, han tocado una fibra fundamental en la sensibilidad, no sólo de los “naturales” de sus áreas de origen, sino en general de las personas de este tiempo, imposibilitando, incluso en tiempos de acelerada globalización, la hegemonía previamente incuestionada de las prácticas sonoras de la “alta cultura” europea.

Ángel Quintero Rivera

La proclividad de la literatura hispanoamericana del siglo XX por la música popular no es secreto para los lectores de Motivos de son (1930), poemario de Nicolás Guillén, o de Rayuela (1963), novela de Julio Cortázar. Tampoco lo es para los lectores de De donde son los cantantes (1967), de Severo Sarduy, La guaracha del macho Camacho (1976), de Luis Rafael Sánchez, y de Sólo cenizas hallarás (1980) [bolero], de Pedro Vergés.

Tropismo literario; desde la literatura hispanoamericana gravitamos hacia las letras del Caribe.

Aunque también la música se ha interesado en la literatura; el tango como poesía metafísica sería un ejemplo, al igual que la afición de los cantautores por los poetas (Antonio Machado, Nicolás Guillén, Juan Antonio Corretjer, César Vallejo) y la narratividad de la salsa (elogios de García Márquez a Rubén Blades) evidencian la proclividad de los músicos por la literatura; es claro que durante el siglo XX fue la literatura la que más se abocó a la cultura de los músicos y al lenguaje de la música.

Así, desde la poesía afrocaribeña de Luis Palés Matos o de Nicolás Guillén, la literatura añoró durante gran parte de la primera mitad del siglo el sentido del ritmo de la música. Después, desde la contracultura literaria de la Onda en el México de los sesenta, la novela persiguió la oposicionalidad del rock. Entre caribeños, el son, la guaracha, la rumba, el bolero, el merengue y la salsa se narrativizaron (cuento y novela) durante la segunda mitad del siglo. En algunos casos, como en “Letra para salsa y tres soneos por encargo” (1980), de Ana Lydia Vega, la pulsión melómana tematiza críticas sociales. En otros, como en el de Cortázar, la novela,  Rayuela, incorpora el rejuego estructural del jazz.

Complicidad melómana: entre los músicos más venerados por la literatura de la segunda mitad del siglo, están Daniel Santos, Celia Cruz, Benny Moré, Ismael Rivera, Charlie Parker…

He aquí, pues, una imagen general del panorama melómano-literario del siglo: la pulsión musical que marcó a la poesía durante la primera mitad, marcó a la narrativa durante la segunda. Como soporte de este modelo, enlazando de refilón con la última parte del siglo XIX, está la bisagra del furor rubendariano: el pitagorismo modernista.

Close up. En lo que sigue, se plantea un cuadro de la melomanía narrativa de la segunda mitad del siglo XX, de modo que el mismo nos lleve a establecer el mejor jam session literario de esa época. La pregunta, entonces, es rigurosamente ésta: entre todas las prosas que se aventuraron a narrativizar la música, ¿cuál propuso la descarga musical más literaria?

Como cuadro literario-musical de la época, vale este mapa tentativo. Por un lado, tenemos dos cuentos y una novela: “El perseguidor” (1959), de Julio Cortázar, “Sol negro ” (1972), de Emilio Díaz Valcárcel, y Qué viva la música (1977), de Andrés Caicedo. Por el otro, está el cuento de Guillermo Cabrera Infante, “Jazz” (1970).

Entre los dos primeros cuentos y la novela de Caicedo, la melomanía literaria se plantea como una intensidad intrasubjetiva. Fuga de la subjetividad hacia dentro, huida que al tocar fondo se torna tanática. Por el contrario, en el cuento de Cabrera Infante, se plantea una intersubjetividad humanista, que reafirma la vida. Veamos.

En “El perseguidor,” Johnny se sumerge en el mundo del be bop, las drogas y la creatividad autodestructiva desde el saxofón alto, instrumento que reinventa, hasta que cae muerto debido a sus excesos, consumido por una genialidad joven y desaforadamente centrípeta. En “Sol negro,” un niño sobrecogido por el furor rítmico hace de la cabeza del hermanito un tambor, sobre el que descarga su ferocidad creativa sin darse cuenta del daño mortal que le inflige al otro. Melomanía que ciega al percusionista “innato”; intrasubjetividad rabiosa del niño negro que tiene la música por dentro (crítica al esencialismo racista).

En la novela, Qué viva la música (1977), la protagonista de clase alta cruza las fronteras sociales y se lanza a un viaje hacia el hedonismo egoísta, enamorado “en última instancia” de la muerte. Del marxismo a la juerga, de la burguesía conservadora caleña al hedonismo a quemarropa de la calle, el sexo, las drogas, el rock y la salsa, Qué viva la música destroza la sociología de la música “tropical” que plantea ¡Salsa, sabor y control!(1998), pues la fuga de la protagonista no es hacia la alegría personal y colectiva, ni hacia la libertad que plantea la sociología de Ángel Quintero Rivera, sino hacia los límites del hedonismo feroz, seducido por la autodestrucción.

Entre “El perseguidor,” “Sol negro” y Qué viva la música, la metafísica de la muerte en la que se enreda la melomanía literaria es interceptada por el cuento de Cabrera Infante, que endosa el disfrute “ético y estético” (según el hedonismo de Michel Onfray) de la música, a través del cuerpo enardecido, achispado, hiperestésico.

En “Jazz,” la literatura se aboca por eso a un hedonismo humanista, antropocéntrico. Un personaje le pone la manzana de la marihuana en la boca al amigo, para que, como corresponde en 1970, escuche mejor el jazz. Pulsión de una intersubjetividad ética; amistad, marihuana y jazz (casi un eco martiano). Goce de una cultura secular y hedonista, que reafirma la plenitud de la materia gozosa “sin hacerle daño a nadie ni hacerse daño a uno mismo,” como diría Onfray.

Entonces, para llegar a la mejor descarga literaria de la segunda mitad del siglo, una vez se pasa de la melomanía intrasubjetiva de la muerte, a la intersubjetividad del disfrute ético y estético de la música, hay que detenerse en “Historia de arroz con habichuelas” (1982), de Ana Lydia Vega.

Sobre todo, porque es un cuento que retrata una descarga tropical en uno de sus fragmentos narrativos, con congas, bongó, timbal, maraca, cencerro y piano, tipo sexteto tropical. Pero no es cualquier jam session, sino uno propuesto desde la personificación literaria y además, a partir de una metáfora culinaria. Retórica ésta que incide en el protagonismo histórico de la comida en el imaginario de la música popular del Caribe, donde tantos nombres de ese mundo hacen referencia a la cocina: la salsa, el merengue, el sabor, “cocinando,” “manteca,” “azúcar.”

Esa incidencia entre la música y la comida duplica el efecto literario del cuento. Pues la descarga tropical la lleva a cabo un sexteto sine qua non, compuesto por los ingredientes culinarios del guiso en el que se preparan las habichuelas coloradas (la calabaza, el pimiento, la cebolla, el jamón, el tocino, el ajo):

Habichuelas, por su parte, dirigió el combo del sabor como para Festival Casals: Calabaza se la comió con la conga; Pimiento le dio duro a los bongós; Cebolla se lució con el timbal; Jamón agitó las maracas con maestría. Campanas de pascua sacó Tocino del cencerro y Ajo desplegó sus dientes como piano de cola. La cosa es que aquella salsa sabía a gloria, que se le subía a cualquiera por los pies hasta las tripas, aceitándole la maquinaria al boricua más renegao.

He ahí, pues, el mejor jam narrativo de la segunda mitad del siglo XX, sólo comparable con su opuesto poético: el jam mortuorio de Marín Espada en Rebelion is the Circle of a Lover’s Hand / Rebelión es el giro de manos del amante (1995):

The apparition of a salsa band

gleaming in the Liberty Loan  

pawn shop window:

Golden trumpet,

Silver trombone, 

Congas, maracas, tambourine, 

All with Price tags dangling 

Like the city morgue ticket 

On a dead man’s toe.* 

*La aparición de una banda de salsa

reluciente en la ventana

de la casa de empeño en la [calle] Liberty Loan:

trompeta dorada

trombón de plata

congas, maracas, pandereta

todos con las etiquetas del precio oscilando

como el ticket de la morgue de la ciudad

amarrado al dedo del hombre muerto.

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