El problema del programa económico

El problema del programa económico

econo88Diego Farpón. LQSomos. Junio 2016

Uno de los temas recurrentes en la izquierda cada vez que hay elecciones es el del programa económico: las organizaciones revolucionarias, de carácter izquierdista en el Estado español, cargan contra las organizaciones socialdemócratas, cuyo programa, por supuesto, es fácilmente criticable.

Pero el problema de fondo no es el programa con el que una u otra organización se presenta a las elecciones, aunque este sea el objetivo y el blanco fácil de los ataques de las organizaciones izquierdistas. Es cierto que un programa esboza las pretensiones de una organización, pero es el carácter de clase de la organización, su composición y clase dirigente lo que establece el programa político y el programa económico en la realidad: lo que importa, en última instancia, no es una declaración de intenciones plasmada por escrito, sino la voluntad de romper –o no- con el capitalismo. Ni Podemos ni Izquierda Unida están dirigidas por la clase trabajadora. Por lo tanto, la suma de ambas no puede presentar un programa económico que refleje los intereses de clase de la clase trabajadora. Podrían, claro, construir artificialmente un programa para engatusar a la clase trabajadora o bien podrían llegar ahí porque realmente creyeran en la posibilidad del tránsito pacífico al socialismo y en la viabilidad de las reformas, pero la socialdemocracia del siglo XXI no tiene la capacidad teórica de la socialdemocracia histórica que existió hasta la II Guerra Mundial.

El programa económico que va a regir los próximos cuatro años en el Estado español está escrito. Está escrito independientemente de aquello que digan los programas de esta o aquella organización. La incapacidad del sistema, por primera vez en casi cuarenta años, de formar gobierno podría indicarnos lo contrario, pero no es así. Ocurre que nos encontramos ante una situación de excepcionalidad –la repetición de las elecciones- porque las distintas capas de la burguesía están en pugna para resolver la crisis orgánica del capitalismo en interés propio. Hay un combate abierto en el seno de la burguesía como bloque dominante. La fracción oligárquica, históricamente dirigente, ha perdido la capacidad de hegemonizar la dirección del proceso de acumulación y la burguesía no monopolista se ha rebelado en el terreno electoral. Pero el programa económico a aplicarse es el programa de defensa del capital y contra la clase trabajadora: es necesario recortar miles de millones el día después del 26J. El programa económico está escrito por el gran capital, y como representante, lo dicta la Comisión Europea. Una Comisión Europea, tenemos que decir, que no es el actor al cual enfrentarse –porque entonces la salida de la Unión Europea sería, en sí, una solución- sino el portavoz del gran capital –gran capital que, bajo la forma del euro o de otra moneda necesita avasallar a la clase trabajadora española-.

La crisis orgánica del capitalismo, al afectar a la ideología dominante, ha quebrado el elemento sobre el cual la burguesía estructuraba su dominio: la monarquía, la Constitución de 1978 y el bipartidismo –con las concesiones que de una u otra forma han tenido que hacer desde la restauración de la democracia burguesa en las comunidades históricamente oprimidas-: el rey tuvo que abdicar, la Constitución de 1978 comienza a ser vieja y es necesario antes de que el cuestionamiento sea total que se debata algún artículo aislado como es el caso del 135, y el PSOE como recambio del PP y que en el imaginario popular era defensor de los intereses de la masa ha sido superado por la coyuntura histórica y su compromiso real, que no era con la masa sino con las familias que controlan el Estado español. Esos elementos –monarquía y capitalismo-, plasmados en la Constitución de 1978 y los Pactos de la Moncloa fueron firmados por el Partido Comunista de España: la organización mayoritaria de la izquierda asumió un pacto social. Hoy se hace necesario un nuevo pacto social, bajo el cual las nuevas generaciones puedan sentirse representadas, es decir, es necesario construir un nuevo imaginario popular que haga creer al conjunto de la sociedad que vive en el mejor de los mundos posibles y, por tanto, no tenga sentido enfrentar al poder –el poder real, el económico-. El actor político de ese pacto social bien podría ser Podemos. El PCE, perdido el protagonismo histórico, ya no es un actor válido, e Izquierda Unida, a diferencia de Podemos es una realidad material: militancia, locales e infraestructuras. Es mucho más fácil integrar a una organización como Podemos, que no es heredera de la lucha de clases en el Estado español, porque, se quiera o no –esto también hay que decirlo-, el PCE a pesar del eurocomunismo y del pacto social asumido en los años setenta tiene acumulada una experiencia que se forjó en la lucha de clases construyendo un partido, enfrentándose a la dictadura de Primo de Rivera, jugando un importantísimo papel en la Guerra Civil y bajo el franquismo y agrupando, bien en su entorno, bien en el entorno de Izquierda Unida, a ciertas/os marxistas. La poca influencia de los sectores marxistas de Izquierda Unida ha derivado, en la práctica, en la subalternidad ante Podemos: el pacto, que podía haber sido positivo para empujar al movimiento se ha construido desde las burocracias y las direcciones –con el respaldo, sí, de las bases, pero sin el papel protagónico de las mismas-.

En este escenario, la victoria difícilmente puede ser para la vieja fracción oligárquica. La burguesía, como conjunto, como clase y como bloque dominante, necesita a la socialdemocracia: el Partido Popular está desgastado y sus políticas son insostenibles. La movilización social, detenida desde, poco más o menos, abril del 2014, exige –no es una posibilidad, es una exigencia- un papel importante para Podemos y, formalmente, para Izquierda Unida: son la garantía de que la movilización social no logre reactivarse. La masa no se va a organizar contra sus organizaciones: la masa no se va a organizar contra ella misma. La masa podría movilizarse contra un gobierno del PSOE, aún cuando fuera apoyado por Podemos e Izquierda Unida: podrían exigir más y más políticas sociales, y giros a la izquierda. Un gobierno del PSOE no sería inestable por el apoyo de Podemos e Izquierda Unida –que tiene experiencia en gobernar a nivel municipal y autonómico con el PSOE así como en someterse a esta organización cuando así lo requiere la coyuntura- sino porque, en última instancia, la masa podría no reconocer a ese gobierno como obra suya y podría exigirle demasiado. La unidad, tal y como ha sido construida y plasmada en la realidad sirve para domesticar a Izquierda Unida integrándola en las estructuras del estado y reduciendo las posibilidades de los cuadros marxistas ante la expectación de una militancia poco –o nada- formada, pero sobretodo porque así se logra una “victoria de la gente” ante la cual el PSOE tiene que aparecer con una posición subalterna y, por lo tanto, “la gente” no tenga elementos para hacer frente a un gobierno que representa su “victoria” y que ha logrado el apoyo del PSOE como partido del imaginario de la izquierda.

Y es que la crisis orgánica del capitalismo, que no tardará en escribir nuevos capítulos, aún tiene mucho camino por recorrer porque, entre otras cosas, es imposible que sea resuelta dentro del capitalismo existente. No basta, esta vez, con cambiar el modelo capitalista para solventar la crisis: está en crisis el sistema, el modo de producción, el capitalismo, y por lo tanto no hay huida hacia adelante. La gestión del capitalismo en este contexto agudizará las contradicciones de las organizaciones que en el imaginario popular defienden los intereses de la masa. Mientras ayuntamientos del cambio hoy pueden decir que desde el municipalismo no se puede llegar más allá aquí o allí el día de mañana el problema se elevará cualitativamente: el problema no será sacar o no una ley, sino enfrentar el poder real, el poder económico.

Pero vayamos a lo concreto: ¿qué proponen Podemos e Izquierda Unida? Un “plan nacional de transición energética”, esto es, con dinero público reducir los costes de energía de las empresas privadas –además de lo favorable que pueda, naturalmente, ser en otros aspectos-; “un ritmo de reducción del déficit significativamente más paulatino que el planteado por la Comisión Europea”, dando por hecho que el déficit se va a reducir, porque se trata de “apuntalar la recuperación económica”, ¿pero qué recuperación económica hubo? ¿La pregonada por el Partido Popular?; un pequeño cambio en los gastos sobre lo establecido en el Programa de Estabilidad; un “plan de lucha contra el fraude fiscal”; una “reforma tributaria progresiva”…. medidas, claro, que están bien pero que tratan de corregir el capitalismo, no de alterar nada esencial, algo que es evidente cuando se señala en el documento la “lucha contra la precariedad” y la realización de “un nuevo Estatuto de los Trabajadores” –así, en masculino- entre cuyos objetivos está “reducir la precariedad” –ojo: reducir, eso es a lo que aspiran-…

Lo paradójico de este programa, que exigiría enfrentarse a la Troika –desbocada en la búsqueda de sectores que seguir privatizando o comenzar a privatizar, puesto que es una necesidad para lograr recomponer la maltrecha tasa de beneficio y no se puede dar margen a la izquierda reformista-, es que necesita de la movilización social para poder llevarse a cabo, aunque la exigencia sea mínima: necesitaría de la clase trabajadora al frente, es decir, sólo la clase trabajadora consciente podría llevar a cabo este programa político para, así, desarrollar la contradicción y mostrar a la masa que, en el marco del capitalismo es posible desarrollarlo, por lo que es necesario romper con la estructura política existente, con la estructura de dominación, porque sólo así se puede romper la estructura económica, y sólo rompiendo esta estructura económica se puede -y se tiene que- romper la estructura política, algo que sólo una fuerza política revolucionaria puede situar como objetivo real, teórico y práctico. El problema es que no puede haber transformación de la economía sin transformación de las estructuras del estado, y viceversa. El problema es que construir una sociedad para la mayoría social exige liquidar la vieja sociedad de clases y privilegios.

Las organizaciones revolucionarias critican a las socialdemócratas, ya lo hemos señalado. Pero el problema es la relevancia de la crítica para la masa, porque esta aspira al programa económico de la socialdemocracia. Las organizaciones izquierdistas no lanzan a las masas a la conquista de ese programa político, prefieren situarse al margen, lo cual las saca de la lucha de clases. Si nada pueden hacer Podemos e Izquierda Unida la alternativa no pasa por entregar a la clase trabajadora, sino por enfrentarla a las contradicciones con esas organizaciones y sus programas económicos, para así luchar por la hegemonía sobre y de la clase.

Además, criticar los programas económicos como si pudiesen -o no- llevarse a cabo es romper con el análisis científico de la realidad y dar autonomía a la superestructura política frente a la infraestructura economía. Naturalmente, entre infraestructura y economía hay una relación dialéctica, pero en última instancia condiciona la realidad y las posibilidades en el campo de la política la infraestructura, la economía. Situar el problema en el terreno del programa económico es emancipar a la superestructura política de la infraestructura económica, esto es: sitúa el debate en términos que señalan que los programas económicos podrían cumplirse si existiese una voluntad para ello, es decir, el eje del problema pivota y no es el carácter de clase de las organizaciones, su composición o clase dirigente, sino las personas destinadas a cumplir el programa, de forma que si no se cumple con el mismo se puede abrir la expectativa de que otras personas sí lo podrían llevar a cabo.

En el Estado español Podemos e Izquierda Unida no pueden oponerse a las necesidades del capital, lleven el programa económico que lleven, eso es lo esencial, la realidad que hay que desvelar en lo teórico para que, cuando acontezca en la práctica, la clase trabajadora sepa interpretarla. Para quebrar la dependencia de la política con respecto a la economía hace falta una organización revolucionaria que no respete el institucionalismo burgués, las necesidades de acumulación de la clase dominante y el ciclo de reproducción y acumulación del capital.

En definitiva: el programa económico de la socialdemocracia es irrealizable porque en un contexto de crisis orgánica del capital no hay margen, no hay excedente, que la burguesía pueda repartir con la clase trabajadora. El programa de la socialdemocracia, enfrentado mínimamente a las necesidades del capital, sólo lo podría llevar a cabo una organización revolucionaria, dispuesta a romper con el mundo establecido y que llevase hasta las últimas consecuencias dicho programa, radicalizando el movimiento popular y convirtiendo en actor político a la masa. Pero toda alternativa real proviene de las distintas capas de la burguesía, representadas en el terreno de la política por Ciudadanos, el Partido Nacionalista Vasco o Convergencia Democrática de Cataluña, porque la crítica desde la izquierda se sitúa en la abstracción, no en coordenadas materialistas, y desde ahí no puede incidir en la lucha de clases.

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