El rey es tonto

El rey es tonto

Nònimo Lustre*. LQS. Junio 2020

El 12 de octubre de 1986, la agenda de los Reyes de España sólo tenía una anotación: “Inaugurar una exposición acompañados por Alfonsín, presidente de Argentina”. Poca fanfarria, oropel de saldo y chunda chunda menor para todo un día de la Raza, de la Hispanidad o Fiesta Nacional pero allá ellos –perdón, Ellos-, con sus gatuperios. La susodicha exposición se abriría en el Museo de América y versaba sobre las culturas indígenas del Amazonas. Quien suscribe era su humilde comisario (curador) Es decir, que me cabía la excelsa tarea de mostrársela a Sus Majestades y al presidente de un país que no tiene nada de amazónico. Excuso decir que mis compañeros estaban como un flan. Me presionaban sin descanso suplicándome que no me pusiera nervioso en tan altísima ocasión. Servidor les tranquilizaba: “Tranquis, yo hago mi trabajo lo mejor que puedo y me da igual que la inauguren los reyes o el barrendero de la esquina”.

Dos días antes del día 12, enseñé la marcha de la exposición a unos señorones de la Casa Real, todos ellos con la corbata sujeta con una perla de manera que arriba hiciera un poco de burbuja –era de plebeyos que la corbata cayera lisa. Muy amables, me instruyeron sobre el protocolo: “Ya sabe usted que el rey tutea a todo el mundo” –“Lo sé pero, si me tutea alguien que no puede ser biológicamente mi padre, yo le tuteo”. Primer roce que ellos solventaron con un rictus parecido a una sonrisa. “Bueeeno, pero también sabe usted que se le llama Majestad o Señor y que hay que hacerle una reverencia” –“Lo sé pero padezco rigidez de la columna, no puedo doblarla”. Más rictus y menos sonrientes: “Bueeeno, basta con una inclinación de cabeza” –“Ay, cuánto lo siento, las cervicales las tengo todavía peor”. Algo le contaron al rey porque siempre me habló en impersonal, ni de tú ni de usted. Por tanto, en contra de lo que algunas anécdotas que siguen pueden insinuar, algo aprende…

Poco después, llegaron las fuerzas y cuerpos etc., desde los Tedax hasta los poceros. Siempre con sus artilugios de seguridad y sus respectivos perros. Alguno de los cánidos dio algún respingo al olisquear alguna pieza orgánica pero sus amos comprendieron que la selva es así, fragrante pero venenosa. Las fuerzas y etc., ya no se fueron del interior del museo ni de los alrededores.

Y llegó el día de la Hispanidad. La gran sala del museo estaba a reventar. Se habían acreditado 250 periodistas pero una minoría no llegó, era festivo, tenían muy vistos a los reyes, se les habían averiados las cámaras… Entre séquito, gobierneros, logreros, paracaidistas de cóctel, guardaespaldas y demás ralea colegí que allí había más pastillas que en un hospital y más farlopa que en la hermana república de Colombia –o en EEUU.

La primera patochada del Campechano me alcanzó a los pocos minutos del vernissage. Casi al principio del recorrido, habíamos colocado la sección de actividades nutricionales. Pasada la parte agrícola, un par de vitrinas guardaban trampas, artes de pesca, lanzas y, claro, cerbatanas, arcos y flechas. El rey –que había pasado olímpicamente de los aperos de labranza-, saltó como un trampero peletero: “Y con estas flechas, ¿cuántos metros alcanzan?” –Depende de si el tiro es vertical u horizontal. La siguiente pregunta me dio de lleno: “¿Y para qué cazan?”. Me mordí la lengua para no responder –Para guardar la línea, como su Majestad. Cuando yo todavía no me había repuesto, al ver las cerbatanas volvió al ataque. Le expliqué cómo funcionaban, que los dardos llevaban curare, que el curare es un veneno: “Caray, qué pulmones más grandes tienen estos indios”. Pues claro; pero el veneno no le interesó. Le disculpé, no le era fácil pronunciar ‘curare’.

Tsantsa del Museo de América, Madrid

Y así seguimos, de patochada en patochada bajo un bombardeo de flashes que nos impedía contemplar la exposición. Casi al final del recorrido, había una vitrina con tres o cuatro auténticas cabezas reducidas de los Jíbaros, pequeñas, negras, peludas. Fue lo que más interesó al rey; estuvo un buen rato escudriñando las famosas tsantsas de arriba abajo. Y, obviamente, me preguntó cómo se hacían. Este plebeyo le instruyó en pocas palabras: se corta la cabeza, se hace una incisión hasta la coronilla y se despellica como a un conejo. El cráneo y los ojos, se tiran. Los pelos siguen adheridos al cuero cabelludo. En previsión de más interrogatorios, seguí caminando hacia las siguientes vitrinas.

[Si quieren más detalles, velay lo que dice una ficha del Museo de América: “Una vez muerto el enemigo se le cortaba la cabeza y a lo largo de la parte de atrás se hacía un corte para retirar el cuero cabelludo y la piel. A continuación se sumergía en agua hirviendo. Con una liana (kapi) se hacía un anillo del mismo tamaño de la circunferencia de la abertura del cuello y se ataba. Con aguja y fibra de chambira se cosía la apertura que se había realizado anteriormente. A continuación comenzaba la reducción propiamente dicha. Se calentaban tres piedras, que se iban colocando una a una dentro de la cabeza, manteniendo la cabeza en movimiento para que las piedras la fuesen limpiando por el interior. Posteriormente se efectuaba un procedimiento similar con arena caliente. Este procedimiento se repetía varias veces, consiguiendo poco a poco la reducción del tamaño de la cabeza. Los labios eran atravesados por varillas de chonta, pasados de forma paralela entre sí y alrededor de ellas se enrollaban fibras de algodón. Posteriormente se pintaba todo ello de negro con carbón. Durante todo este proceso, se prestaba mucha atención al cabello, ya que de acuerdo con sus creencias era la morada del alma y del poder vital. No sólo encontraremos cabezas trofeos humanas, sino también de animales como el perezoso o el jaguar. Debido a una gran demanda de este tipo de piezas a partir del siglo XIX, son muchas las falsificaciones que podemos encontrar. Nº Inventario: 16374”]

Al final de la exposición, en un espacio fuera de la gran sala, había un par de mesas con materiales populares, tebeos, películas tremendistas y coñas artísticas. El Campechano se rió con ganas al ver el cuadrito “Vulves réduites par les Jivaros de l’Amazone”. También le disculpé, un Señor cuyas lectura preferida debía ser El Capitán Trueno estaba, por fin, en su salsa.

Tsantas de fantasía gore. Ridículas y horrorosas. Si hago otra exposición, se las enseñaré al rey de turno

En ese espacio segregado de la Ciencia tropical donde también había varias falsificaciones, introduje una tsantsa escandalosamente increíble, una de esas cabezas reducidas ‘jíbaras’ que vendían a los turistas por un dólar -las fabricaban en serie con un molde de arcilla y un cuero de chivo al que recortaban el pelo para que simulara cejas y pelos. Ahí estalló la última anécdota. En ese momento, Alfonsín acompañaba al rey. Exclamó el argentino: “Ché, qué cabeza más pequeña”. El Campechano no perdió la ocasión para aleccionar al sudaca –“Bah!, es demasiado grande, las verdaderas son más pequeñas” Alfonsín al rey: “Entonces, decime, ¿cómo las hacen?”. Hacía un minuto que habíamos pasado por la vitrina de las cabezas auténticas así que el rey debía tener fresco el modo jíbaro de reducir. Sin embargo, se largó una perorata sin pies ni cabeza de la que los oyentes debieron entender que esos indios eran extraterrestres cuando no surrealistas. Por su parte, Alfonsín movía la cabeza en un continuo “Ché, qué interesante, ché, qué interesante”, signo de que estaba abrumado por la sapiencia del monarca. Aparentemente, porque el rey siguió su camino probablemente con la satisfacción –y quizá el orgullo- de haber enseñado al que no sabe. Como súbdito leal y real, servidor hizo ademán de seguir al Pedagógico Campechano cuando Alfonsín me detuvo, me sujetó por el brazo y me soltó: “Pero, decime, ¿cómo se reduce una cabeza?”. Tuve un instante de flaqueza monárquica y, en lugar de responderle “Como le acaba de enseñar su Majestad”, le conté la verdad. Toda mi lealtad se fue por los suelos. Uno es plebeyo pero científico.

Si alguien les pregunta si el rey es tonto, pueden introducirle con estas anécdotas y que luego decida. Yo se lo conté a un niño de diez años y me respondió enseguida: “El rey es tonto” –Pues sí, pero, por si acaso, no le metas el dedo en la boca.

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