El riesgo de pensar y las trampas del pacifismo

El riesgo de pensar y las trampas del pacifismo
El riesgo de pensar es que siempre sigues pensando, incluso más allá de tus propias expectativas. Hace unas semanas, manifesté públicamente mi pesar porque algunas de mis palabras anteriores pudieran interpretarse como una incitación a la violencia, pero en este tiempo no he dejado de reflexionar sobre la cuestión y he considerado que me equivoqué al pedir disculpas. Aborrezco la violencia gratuita, pero nunca he condenado ni condenaré el derecho de resistencia. En el Estado español, ya hay tres millones de personas en una situación de pobreza extrema y el 21’8% de la población vive en la pobreza relativa. No es algo pasajero. La política de austeridad convertirá esta miseria en un problema crónico, pues los recortes sociales impedirán que las víctimas –en muchas ocasiones, niños- puedan salir algún día del círculo de la exclusión hacia el que ya se encaminan. En el informe que presentó ayer Cáritas, se afirma que “corremos el riesgo de abandonar a su suerte a las personas más desprotegidas”. Al leer esto, he recordado las palabras que intercambió Ulrike Meinhof con el periodista y escritor iraní Bahman Nirumand: “No sabes cómo temblarían los poderosos si lleváramos la violencia a la puerta de su casa. Si vieran amenazados sus privilegios y sus vidas, negociarían para no perderlo todo. Las acciones armadas revelarían al mundo la cobardía y la hipocresía de las oligarquías. Las acciones armadas mostrarían al mundo el verdadero rostro del enemigo. Desenmascararíamos al Estado y mostraríamos su debilidad. Demostraríamos que es posible luchar contra él con sus métodos y derrotarle en su propio terreno. El miedo de la gente se transformaría en insurrección, cuando descubrieran que es posible vencer”.
 
No creo que Ulrike se equivocara. Sin embargo, los recursos del Estado desbordaron su voluntad de forzar un cambio por medio de la violencia revolucionaria. Nadie que haya investigado seriamente su muerte o las de Gudrun Ensslin, Andreas Baader o Jan-Carl Raspe puede afirmar que se trató de un suicidio. El Estado recurre a la tortura, la desaparición o el asesinato extrajudicial cada vez que se siente amenazado. Se habla de las muertes causadas por la Fracción del Ejército Rojo (RAF), ocultando muchas veces la identidad de los blancos escogidos. Por ejemplo, Hanns Martin Schleye, secuestrado y ejecutado, era el presidente de la patronal alemana, pero antes había sido oficial de las SS y había denunciado a sus propios hombres por su escaso fervor nacionalsocialista. En un comunicado de la RAF, atribuido a Susanne Albrecht, se afirma: “No entendemos por qué los que empiezan guerras en el Tercer Mundo y destruyen poblaciones enteras, se quedan atónitos cuando la violencia llega hasta su propia casa”. Se homenajea hasta el hastío a las víctimas del 11-S o del 11-M, pero casi nadie menciona el 7-O de 2001 o el 20-M de 2003, fechas de inicio de la invasión de Afganistán y de la segunda guerra del Golfo, respectivamente. Ambos conflictos han causado más de cien mil víctimas civiles, pero ya se sabe que “el Tercer Mundo no tiene calendario y en cierta manera no existe” (Jon Sobrino). La muerte de Miguel Ángel Blanco provocó una oleada de indignación, pero los suicidios que se han producido desde el inicio de la crisis no levantan las mismas reacciones. Miguel Ángel Blanco murió por culpa de la crispación desatada por la política de dispersión penitenciaria. Se le convirtió en un héroe para ocultar la dimensión política del conflicto vasco. Los partidos mayoritarios y los grandes medios de comunicación organizaron un circo mediático. Lamento profundamente la muerte del concejal popular. Me parece un crimen injustificable, pero no entiendo por qué los suicidios impulsados por el desempleo o los desahucios no producen un efecto similar. La explicación es muy sencilla. Nadie quiere encender la justificada ira de una sociedad cada vez más humillada y maltratada. No me parece desencaminado hablar de manipulación, silencio cómplice o simple cobardía.
 
España ahora mismo es un país con diez millones de pobres. Siete millones viven con menos de 7.300 euros anuales y otros tres no llegan a los 3.600. Los niños son el colectivo más afectado. El 26% de los niños y niñas se encuentran en hogares situados por debajo del umbral de la pobreza. Hablamos de 205.000 hogares, donde la malnutrición infantil es una realidad cotidiana. En la Europa de los 27, sólo Rumanía y Bulgaria registran unos porcentajes peores. Mientras tanto, no cesa de crecer la desigualdad. Desde el 2007, las diferencias entre los más ricos y los más pobres han crecido un 30%. Según el coeficiente Gini, que mide las diferencias de ingresos, España es el país con más desigualdad de la eurozona, después de Letonia y, probablemente, Lituania, que no ha facilitado datos fiables. Hace año y medio escribí: “La lucha de clases y el imperialismo no se han esfumado. El siglo XXI se parece peligrosamente al XIX. Si las víctimas de esta nueva fase del capitalismo, no perciben esperanza, si no atisban la posibilidad de un cambio, capaz de implantar unas condiciones de vida más humanas, si no albergan la ilusión de un mañana ético para los que han sido reducidos a la humillación y el desamparo, la violencia ya no será una opción política, sino un vendaval incontrolable”. Creo que las circunstancias de explotación y desigualdad se han agravado aún más y las opciones pacíficas cada vez resultan menos creíbles. El triunfo electoral de Hollande alumbró una tibia esperanza, pero ya casi nadie cree su promesa de una Europa social. Inició su mandato con un apoyo del 65% y ahora sólo confían en él un 30% de los votantes. De hecho, sigue la misma senda de recortes y medidas antisociales de otros mandatarios europeos. Ya ha mencionado la necesidad de reformar las pensiones y otras decisiones “dolorosas”. Sus declaraciones conviven en la prensa con una inacabable estela de escándalos económicos. La corrupción incluso ha salpicado a Christine Lagarde, directora del FMI. La policía ha registrado su piso, buscando pruebas incriminatorias contra la antigua Ministra de Economía de Nicolas Sarkozy. El actual fiscal del Tribunal de la República y ex fiscal del Supremo, Jean-Louis Nadal, solicitó en 2011 que se encausara a Lagarde por utilizar su cargo para favorecer los intereses empresariales de Bernard Tapie, amigo íntimo de Sarkozy y famoso por sus turbias y opacas maniobras financieras, que le han permitido convertirse en la séptima fortuna de Francia.
 
El empresario español Amancio Ortega donó hace poco 20 millones de euros a Cáritas. Esa cantidad representa el 0’05% de su patrimonio. Según la revista Forbes, es el tercer hombre más rico del mundo, con una fortuna de 57.500 millones de euros. Jon Sobrino, teólogo de la liberación, afirmó una vez que esas concentraciones de capital constituyen “una obscenidad metafísica”. No me parece menos obsceno que se conceda el Premio Nobel de la Paz a Barack Obama, un presidente que mantiene una política de asesinatos selectivos extrajudiciales con drones (aviones tripulados a distancia) y que ha incumplido sus promesas de cerrar Guantánamo o limitar la venta de rifles de asalto. Obama se pasea por el mundo con una sonrisa triunfal y sólo unos pocos le consideran responsable de crímenes de guerra. Las víctimas de los drones ni siquiera pueden defender su inocencia ante un tribunal. La primera potencia militar no reconoce la autoridad de la Corte Penal Internacional y prohíbe a cualquier ciudadano norteamericano testificar o colaborar en sus procedimientos. Casi nadie se sonroja por este hecho. Mario Vargas Llosa afirma que las operaciones secretas son necesarias para evitar que "la libertad degenere en libertinaje", justificando el acoso contra Julian Assange. En cambio, ningún intelectual –al menos, con resonancia mediática- se atreve a suscribir las palabras de Marx y Engles, cuando afirman en su famoso Manifiesto de 1848: “Los comunistas no se cuidan de disimular sus opiniones y sus proyectos. Proclaman abiertamente que sus propósitos no pueden ser alcanzados sin el derrumbamiento violento de todo el orden social tradicional. ¡Que las clases dominantes tiemblen ante la idea de una revolución comunista! Los proletarios no pueden perder más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo por ganar”.
 
Cuando hace unas semanas deploré mi presunta apología de la violencia, afirmé que mis palabras habían manchado mi alma y mis textos. Ahora creo que lo que mancha nuestra alma, lo que nos convierten en unos verdaderos desalmados, es contemplar la pobreza y no hacer nada para acabar con ella. La solidaridad siempre es un gesto encomiable, pero la caridad sólo es una estrategia para aplazar y malograr la justicia. Gandhi nunca me inspiró mucha simpatía, pero hace muy poco el azar me llevó a su libro No violencia en la Paz y en la Guerra. Cito un párrafo que causará desconcierto en los que le admiran por su rechazo incondicional de la violencia: “Creo que donde haya que elegir entre cobardía y violencia sólo hay una opción, yo aconsejaría la violencia… Tomé parte en la Guerra de los Boer, en la llamada Rebelión Zulú y en la [Primera Guerra Mundial]. Así que aconsejo entrenarse en el uso de armas para todo aquel que quiera seguir los métodos violentos. Preferiría haber recurrido a las armas para defender la dignidad de la India que permanecer, de una manera cobarde, siendo un testigo desesperado de su propio deshonor”. No se hará, pero se debería leer este fragmento en las escuelas. Tal vez despertaría de su letargo a las nuevas generaciones, educadas en el dogma de la no violencia para garantizar que no surja en su interior el legítimo derecho de resistir.
 
 

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