El saqueo del arte: de Napoleón a Irak

El saqueo del arte: de Napoleón a Irak

Nònimo Lustre*. LQS. Octubre 2020

Las obras maestras del arte son, efectivamente, ‘maestras’ pero no por su valor estético –que discutiremos en otra ocasión- sino por haber sobrevivido al permanente expolio bélico y gubernamental. Por ende, la Historia del Arte no está completa si se limita a enumerar la serie de estilos y de artistas que han deslumbrado a Oriente y Occidente. Por ejemplo, el arte de la Antigüedad Clásica debería estudiarse no comenzando en Micenas o en Atenas sino a partir del saqueo de Egipto. Y, en el mismo sentido, el barroco no se entiende sin incluir las matanzas religiosas en Europa y sus subsiguientes expolios.

¿Por qué han sobrevivido estas obras maestras? ¿Por su divino valor estético, porque no había otras, porque gustaron a los cortesanos y a sus asesores artísticos? A nuestro leal saber y entender por todas esas razones y alguna más pero, sobre todo, por casualidad. Desde hace milenios, las obras de arte han sido mutiladas, aniquiladas, saqueadas, enterradas, incendiadas, robadas, desfiguradas y, en definitiva, perdidas. Lo que hoy conocemos como ‘obras maestras’, son la minúscula punta de un iceberg creado desde hace cientos de miles de años. Por ende, no las idolatremos porque sólo son fruto del azar –ni tampoco caigamos en un furor iconoclasta porque, nos gusten más o menos, son también trabajos de la Humanidad.

Las calamidades antes referidas se resumen en una sola: la guerra. Pues bien, el dictum de que “la guerra es partera de la Historia” se aplica también a una de sus ramas: la guerra contra el Arte. Sus fines actuales son los de siempre, matar y robar al prójimo, pero sus pretextos han evolucionado. Ahora se justifican por la (infame) doctrina llamada de la intervención humanitaria –a veces denominada con su descarado nombre original, la injerencia humanitaria y, si hay gringos por medio, reemplazada por la legítima defensa para rescatarlos de la barbarie de sus ayer vecinos y hoy tiranos. En lo que atañe al saqueo de obras de arte o piezas destacadas del patrimonio histórico de cualquier país, la susodicha intervención se fundamenta en una doctrina, aún sin nombre homologado, a la que los gringos llaman retencionista. Extraño nombre para designar a un hecho tan aparentemente real como engañoso: que –porque no quieren o no saben- los países invadidos no conservan bien su patrimonio razón de más para que los invasores les expolien no sólo por la fuerza sino también con la ley. Sería muy sencillo desenmascarar a los retencionistas arguyendo que los invadidos lo son por motivos que nada tienen que ver con el arte y sí con la historia del imperialismo pero mejor vamos a contar la evolución de la ‘ideología del expolio artístico’ a través de dos de sus momentos álgidos: Napoleón y Afganistán e Irak.

Napoleón: la Ilustración armada

No se puede decir que Napoleón engañara a nadie. Su justificación de los expolios que preveía y/o ejecutaba contra los países conquistados fue muy temprana: en su discurso ante un Directorio que él mismo disolvería en 1799, el pequeño corso pontificó que “La República Francesa, por su fuerza, la superioridad de su luz y de sus artistas, es el único país del mundo que puede proporcionar un asilo inviolable a estas obras maestras” (nuestras cursivas) Más claro no canta un gallo. Probablemente, en aquellos momentos Napoleón ansiaba restaurar el Imperio Romano pero todavía no tenía claro si como Vercingetórix o como Julio César. Huelga añadir por dónde se decantó pero siempre se auto-perdonó sus latrocinios en aras de las opresiones/libertades y obras públicas que graciosamente otorgó al resto de los europeos a quienes, según esta razonable especulación, debía considerar como galos -de provincias pero galos. Si se nos perdona la contradictio in terminis, diríamos que esta suerte de provincianismo cosmopolítico se muestra con toda claridad en su gusto estético: dentro de que, obviamente, el arte no le interesaba, Napoleón creía que la belleza anidaba en los cuadros grandes y realistas –cuanto más grandes y más se parecieran a la cotidianeidad tangible, mejores eran.

Dejando aparte los latrocinios extra-oficiales perpetrados por sus generales y/o sus tropas, el primer robo oficial de Napoleón tuvo lugar tras la conquista de Módena (1796), cuando la capitulación de aquel duque le obligó a ‘regalar’ parte de su pinacoteca. Luego siguieron los expolios de Egipto (1798), Austria y Prusia (1806) y España (1808). Buena parte de esos saqueos –repetimos, oficiales-, se disculpó porque esas obras de arte habían sido ocultadas (et pour cause!) o ignoradas y fueron a depositarse en el Muséum Français (sic), luego Museée Central des Arts, luego Musée Napoléon (1803-1814) y ahora Louvre.

La llegada de aquellos trofeos de guerra fue tan escandalosa que un inglés que visitó París precisamente para documentarla, escribió: “Bands of practiced robbers who could not find an outlet for their talents in their homeland were shipped abroad to commit crimes under another, less discreditable name… Hordes of thieves in the form of experts and connoisseurs accompanied their armies to take possession, either by dictation or naked force, of all that seemed to them worth taking.” (Henry Milton, 1802; cit en Charney, 81) Como fuente interesada, Milton no ahorró gruesos denuestos –‘experimentados maleantes y hordas de ladrones que, disfrazados de connoisseurs saqueaban el mundo amparados por los milicos’.

Napoleón anexó a su ejército una comisión de artes y ciencias lideraba por Tinet, un artista; el matemático Monge; el botánico Thouin y el pintor Wicar. Todos ellos vigilados por Dominique Vivant Denon, alias l’emballeur, el empacador, quien pasó a ser dar clases de dibujo a Madame Pompadour y de embajador en Rusia y en Nápoles a constituirse en el primer director del Louvre. Desde luego, tuvo enjundia aquello de convertir un palacio de los Borbones en un espacio público pero nos haría más gracia si hubiera sido sin el expolio de obras ajenas (párrafos en Charney, Noah, editor (2016); Art Crime. Terrorists, Tomb Raiders, Forgers and Thieves; disponible en https://1lib.eu/book/2667543/abcd33 )

Afganistán e Irak: opio, petróleo y antigüedades

Dos siglos después, la rationale y la moralia napoleónicas fueron calcadas durante las guerras que Occidente desató contra el Próximo y el Medio Oriente. El 13.XI.2001, los gringos y sus aliados tomaron Kabul expulsando a las montañas a los llamados ‘talibanes’. Pues bien, exactamente seis días después, nos consta de primera mano que en los ‘bajos fondos’ de Madrid se regalaron bolitas de opio. Tan insólita campaña publicitaria sólo podía deberse a que los gringos habían violado los (pequeños) remanentes de opio que los talibanes habían almacenado en su campaña contra la Papaverum –consiguieron que, por primera vez en la historia contemporánea de Afganistán, no se cultivara la amapola ‘somnífera’. Además, fue evidente que esas ‘muestras sin valor comercial’ de opio afgano habían llegado a las bases de Rota, Torrejón u otras en avión militar, puesto que, en menos de una semana, hubiera sido imposible que llegaran por tierra. Ergo, los milicos fueron muy ágiles en la protección del opiáceo narcotráfico… y también –pero con apenas discreción-, en la salvaguarda del patrimonio histórico afgano, inmediatamente puesto en el fisno mercado de las antigüedades.

En el saqueo de Afganistán -y, posteriormente, el de Iraq y Siria-, podríamos destacar la figura de Ashton Hawkins (AH, Nueva York, 1937), jefazo del Metropolitan Museum y fundador en 2000 del American Council for Cultural Policy, buque insignia de la doctrina retencionista que propone legalizar el botín de guerra puesto que los países invadidos “no pueden garantizar la protección de sus antigüedades” (exactamente, lo mismo que dijo Napoleón ante el Directorio revolucionario; ver supra) Pero, desde el decimonónico Great Game o rifirrafe entre los imperios británico y zarista, Afganistán ha sido invadido y expoliado tanta veces que los gringos sólo pudieron raspar una olla desportillada. Sin embargo, AH lo aprovechó como entrenamiento para su siguiente operación –que, ésta sí, fue un auténtico órdago.

 

Ashton Hawkins

Porque AH preparó el saqueo de Mesopotamia un año antes de la invasión de Irak del año 2003. Veamos cómo se comportó contra Irak este napoleoncito moderno: durante la primavera de 2002, AH se confabuló con Arthur Houghton –un tiburón del mercado del arte y de los museos, apóstol de la liberalización absoluta de la compraventa de antigüedades-, para que el botín del saqueo de Mesopotamia/Irak fuera exportado fácilmente (Rothfield, pp. 25-26) Hawkins, ya había teorizado que una de las mejores maneras de proteger los artefactos culturales era dispersarlos (“legitimate dispersal of cultural material through the market is one of the best ways to protect it.”, ibid, 44) ¿Cómo entender ese dislate leguleyo intrínseco al concepto de ‘dispersión legítima’? Simplemente como lo que es: una provocación encerrada dentro de otro concepto, aún más absurdo, de la protección patrimonial ex situ.

Munido con tan riguroso fundamento de derecho internacional, AH canalizó el mayor saqueo arqueológico e histórico del siglo XXI. Decenas o centenas de miles de piezas mesopotámicas inundaron los museos de Occidente que, un siglo antes, ya se habían rellenado con bronces de Benin, momias egipcias… o tablillas cuneiformes, esas que, desde 2003, engrosaron en varios miles los muchos miles que ya atesoraba Europa. Pero no vamos a abundar en la ignominia de la guerra artística contra ‘la cuna de la Humanidad’ porque es suficientemente conocida. Pero sí queremos hacer un aviso a los navegantes:

La manipulación informativa de ese saqueo es mucha pero aún es mayor la manipulación intelectual. Ejemplo: en internet puede obtenerse un libro de L. Rothfield específicamente dedicado al estudio del saqueo de Irak. Pero recomendamos que sólo nos sirvamos de sus datos –y no de todos- porque sostiene que los AH (como paradigma de los coleccionistas compulsivos) y los milicos son negligentes, ignorantes e incluso tontos pero nunca perversos. Ergo la culpa de los saqueos la tienen los civiles locales. Como resumen de su ideología imperialista, el autor nos identifica media docena de medias verdades disfrazadas de síntomas infecciosos. Para este publicista con ínfulas de arqueólogo, la protección del patrimonio arqueológico en las posguerras se enfrenta a: la indiferencia de la política exterior y de los militares; el conflicto entre los milicos y los arqueólogos; la Convenciones legales internacionales que ignoran el problema de los saqueadores civiles; la desaparición dentro de la burocracia de la información; el narcisismo (sic) de los arqueólogos que desconoce la diferencia entre conservar un yacimiento y blindarlo contra los ladrones; la desconexión entre los arqueólogos y los milicos; y, para finalizar, la fuerza de una comunidad de coleccionistas, marchantes y funcionarios de museos que sólo de boquilla (lip service) han propuesto medidas contra el apetito por las antigüedades que ellos mismos han creado (ibid, 157) (en Rothfield, Lawrence, 2009, The rape of Mesopotamia: behind the looting of the Iraq Museum; ISBN-13: 978-0-226-72945-9) En resumidas cuentas, un aluvión de cortinas de humo para ocultar que, desde Napoleón hasta hoy, las agresiones de las potencias hegemónicas contra el arte ajeno se siguen perdonando con las mismas falacias. Y lo peor es que los susodichos hegemones no necesitan expertos y connoisseurs un poco menos trillados o un poco más imaginativos.

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