En la Librería Mágica: la voz de Yván Silén

En la Librería Mágica: la voz de Yván Silén
Director . Deberíamos matar a varios personajes (TODOS SE MIRAN), porque las obras de Yván Silén son muy caras y muy costosas.
Juan . (CON UN GESTO DE MARICÓN POSTMODERNO)
            ¡SON MUY ESCANDALOSAS!
Yván Silén. El velocípedo de Jesús (2011).
Río Piedras, Puerto Rico. Agitado por la poesía de un poeta-filósofo que teoriza sobre la poesía, “¡Un poeta prohibido es mejor que un poeta maldito! Porque la injuria del poeta maldito es que no ha resuelto su ateísmo… mientras que el poeta prohibido ha entrado a la dimensión política de la cultura…” (La poesía piensa, 2010), el 29 de junio de 2012, dos días antes de regresar de la isla a Usamérica, salgo a buscar en la librería de los milagros literarios, la Librería Mágica de Río Piedras, un ejemplar de La poesía como libertá (1992), libro en el que Yván Silén incluye cinco poemarios, entre ellos, el más célebre de su producción primeriza, Los poemas de Filí-Melé (1976): “para besarte. Filí-Melé, para besarnos, / ¡Ese rostro increíble de los muertos.”
La imantación hacia el segundo poemario del libro, El miedo del Pantócrata, se hace sentir; La poesía como libertá da varios coletazos. ¿A qué le teme el Pantócrata?, me pregunto con el libro en la mano. Inmediatamente, la imantación hacia el último poemario, El libro de los místicos, contrarresta el reclamo del Pantócrata: “Yo puedo ser un místico ateo en estado de rabia. Puedo ser un místico escandalizado con el sueño-real de ustedes.”
La atención que reclaman ambos poemarios (narcisistas y egocéntricos, pero no solipsistas), se tensa aún más: La poesía como libertá me quema las manos. Desde el personaje del “El Príncipe,” el Pantócrata, como el Poeta que es, se desnuda al principio del poemario: “he cambiado como un trauma / idéntico a sí mismo / y mi camisa de fuerza / me habla que soy el imposible / el profeta de la galaxia / con las medias muertas /  y el sexo roto…”
Vuelta al pasado de los años noventa, cuando, al comienzo de la década, La poesía como libertá (1992) se tira al ruedo, para combatir de frente el nihilismo postmoderno (que se hará más altanero durante la década, hasta estallar en la debacle de Wall Street, en 2008). Desde esa oposición, La poesía como libertá anuncia el protagonismo de El Paria, el poeta-filósofo de la caribeñidad/latinoamericanidad puertorriqueña, para quien “la poesía como libertá” supone “realidar,” “poesiar” desde el devenir vertiginoso del Ser y el No-Ser.
Como poeta dionisíaco, El Paria surge como Némesis del aristocratismo nietzscheano, expuesto en Nietzsche o la dama de las ratas (1984). El Paria “poesía” desde las cloacas: “Toda la poesía se pudre / en mi corazón / como una rosa del desierto / en una rosa.”
Desde esa tensión esquiza, el Paria desacredita de frente la política del poder nihilista. Desde la iluminación paradójica, desde la pluralidad del Ser en el devenir del No-Ser, el Paria, contrario a Nietzsche (filósofo que mató al poeta), acoge al filósofo (“lo eleva” a la altura del poeta); para que la poesía “piense políticamente en la palabra” y la filosofía “sienta políticamente en el concepto.”
La “libertá” del Paria, radicalmente democrática, combate, tète a tète, “poética, filosófica y políticamente,” la “libertad burguesa” que aflora con rabia durante la década posmodernamente neoliberal de los noventa; la cual el Paria fulmina desde la poesía filosófica. Autónomo e intersubjetivo, hiperestésico, el Poeta escribe contra el poder (de la Literatura, del Estado, de la Academia); rechaza los premios literarios (artimañas del Estado) y se proclama creador de una nueva figura poética, “Filí-Melé,” y de un nuevo personaje,  “el Pantócrata,” un “Cristo desgarrado” en la iluminación poética.
El Paria de la “libertá” piensa, vive en la ironía (de Dios) que erosiona todas las estructuras del poder nihilista, “carroña” de la que hace belleza, porque esta, como “no existe,” hay que “inventarla,” desde los recursos literarios disponibles: “el sueño, el tema del suicidio, la sensación de locura, la experiencia de la muerte (la muerte de la madre),” el deseo por la “prohibición” o “el absurdo” como críticas al poder burgués, “democrático.” Críticas por las cuales el Paria sufre persecución, exilio, que lo convierten, en la “pluralidad de la esquizofrenia —el yo como plural—,” en un ser políticamente mortificado, como “Jesús,” “Cristo”: “porque Dios se llama Iván silén.”
El Paria sufre el desempleo: “la cárcel de no poder enseñar a los jóvenes, lo que la literatura es.” A cambio, se retuerce en el miedo del Pantócrata: un huracán poético-político abocado a la “libertá.” El Paria es un “ángel” lúcido: “rompo todo lo que creo / grito, pataleo.”
Desde la ironía, que reclama “el robo” que intentó el Estado (“la educación, la moral, la política y el cristianismo del poder contra su (tu) persona”), el Paria recupera la pluralidad ontológica del yo, e irrumpe “como un trauma / idéntico a sí mismo.” Desde “la prohibición del inconsciente,” se entrega a la política de la “palabra subversiva, amoral,” donde encuentra la “belleza” y  la “bondad” de lo prohibido.
Porque el Paria vive la “Parianía” a pelo (en pelotas), “esa experiencia desgarradora de estar exiliado (censurado) en la propia ‘patria’,” les declara la guerra a los que piden “al que sueña.” Pues de lo que se trata es de retomar “el problema de la libertá” desde este “escándalo: el No-Ser se ha hecho poesía.”
Los paraguas amarillos. Retrocedo aún más en el tiempo. De La poesía como libertad (1992), caigo por contigüidad libresca en Los poetas latinos de Nueva York (1983). Una antología de poetas de Puerto Rico, Chile, España, Uruguay, Perú, República Dominicana, Colombia, que viven, como Silén, el autor, en Nueva York. Un libro que no buscaba, que me encontró a mí, del que queda un ejemplar usado en la Librería Mágica.
Como en el prefacio de La poesía como libertá, “Poética,” el preámbulo de Los paraguas amarillos. Los poetas latinos de Nueva York, “Prefacio para un encuentro con la muerte,” sileniza en do mayor. Un prefacio silenista, demasiado silenista, cuya lectura me robo frente al dueño de la librería, quien, salivando como librero de antaño, me invita al segundo piso, donde los libros viejos aguantan el calor del trópico.
Los toques marxistas del “Prefacio” (1983) auguran el torrente que está por caer cronológicamente: la prosa de Nietzsche o la dama de las ratas (1984). La crítica de clase aflora; la antología de los poetas latinos de Nueva York, abre el paraguas; el Paria arremete contra la belleza burguesa que oculta “lo fatal.” En su lugar, plantea que el “movimiento de lo que no existe es la imagen inédita de lo que entendemos por belleza en el trabajo de la poesía.”
En el mejor de los casos, los poetas latinos de Nueva York, creyentes en la “soledad del trabajo inútil que viene de lo colectivo, de la excepción” que son, escriben “contra la costumbre de la palabra.” Y ello porque el lenguaje, su única casa, les permite “cometer todas las ternuras y todos los crímenes,” como “fracaso político” de su “soledad,” de su “excepcionalidad”: “El ser-fracaso político en las limitaciones que impone la colonia (Puerto Rico) o la neo-colonia (Latinoamérica).”
A pesar de la marginalidad y de la vigilancia de la cultura hegemónica, los poetas latinos de Nueva York se sienten “protegidos”; el exilio les permite hablar en contra de lo que pasa políticamente en sus países, a cambio de que “los eunucos del FBI” los vigilen.
La poesía latina de Nueva York es “consciente de sí misma”; se solidariza con la “amistad” que se traba a través de la lengua, “una [el español] que se sabe el otro de Nueva York.” Estimulada por la tradición de ciertos poetas norteamericanos, ibéricos y latinoamericanos, los poetas latinos se aventuran a “redescubrir una ontología-de-la-paradoja que vive de su propio desamparo político.”
Poesía “rabiosa, crítica de sí,” “altamente sexual,” “pero sobre todo, poesía lírica,” que persigue un lirismo “feo,” “metafísico,” que les permite a los poetas (y al Paria, por supuesto) una “nueva definición del ser.” Porque los poetas latinos saben, sobre todo si son “esquizofrénicos o místicos,” que “todo imperio es ontológicamente malsano.” Y que, en el “desamparo” de Nueva York, viven una “ontología de harapo,” la cual les permite “saber finalmente quién[es]” son. 
“Cuerpo del ángel,” ontología que los lleva a “descubrir” “al hermafrodita” (“el vuelo de la materia a su contradicción y síntesis’): “el placer como alegría del cuerpo” y “la tristeza como dolor del espíritu.”
Abiertos al espacio “sagrado” del “deseo,” los poetas de paraguas amarillos, que han “cruzado del pecado a lo-separado; de la caída a lo-sabio,” desmontan “el sexo como lo ha entendido la burguesía,” liberando lo “político-sexual censurado en el discurso cotidiano de la lengua.” Los poetas latinos saben que, como estructura política, sólo sus paraguas los “protegen” de su “ser-fantasma”; una “metafísica del cuerpo,” que deviene en “el cuerpo como pensamiento”: “la poesía como existencia real.”
Los poetas latinos de Nueva York no separan vida y poesía; tampoco rehúyen de la locura, que ven como una “forma de captar lo real,” y no como la patología que “anuncia y patrocina el psicoanálisis.” Por ello, marcan el fin de la división vida/poesía con el culto a Antonin Artaud, de cuyo modelo se vale el prefacio de Los paraguas amarillos para subrayar el surgimiento del “poeta materialista” (el Paria como “el-poeta-prohibido” que deja atrás al “poeta-maldito”): “no como postura romántica, sino como programa-político-del-hombre-límite frente al problema policial del Estado, o como postura frente a la cultura mitificada por la derecha o por la izquierda.”
Como antesala a un encuentro con la muerte, el prefacio remata con un tiro de poesía: la ontología se plantea como “… la experiencia de los trapos!,” una política que “va desde la desobediencia de la madre,” la “enemistad con el Estado,” la “prohibición de la cultura contra el Partido, la Iglesia, o la Academia,” hasta “la búsqueda de lo que yace oculto, aun como espantapájaros o como Paria.” El encuentro inevitable con la muerte reafirma un telos social: una  “conducta política… socialista.”
Lluvia. El prefacio de Los paraguas amarillos empieza a gotear. El agua arrecia. Las notas al pie de la página se inundan. Las que, en un sentido amarillo-silenista, se vuelven locas, es decir, videntes, se roban la mirada del lector, que se asoma al prefacio con los ojos de El Paria.
En la primera página, una cita esquiza, con dos textos apócrifos, parece que se ahoga en el goce de su maldad literaria: “*Véase mis ensayos Del exilio a la parianía y La hermafrodita sin kotex.” En la página XV, también seguida de un asterisco y de un texto apócrifo (y como autor, un heterónimo), otra cita loca se queda con los ojos del mirón: “C. Resto Solo, Gatos & Metafísica (San Juan: Editorial Luna, 1960) Pág 13.” 
Sube el nivel del agua. La cita del heterónimo, C. Resto Solo, naufraga. Se sale del prefacio y de la antología. Se la lleva la corriente. Salpica entre realidades escabrosas, hasta que se estrella contra otros textos que la reclaman. La sigo de cerca. Cuando llega a la “Poética” de La poesía como libertá, abro el libro y me doy de frente con el epígrafe de Carlos Resto Solo: “El cuerpo es nuestra libertad política.” ¿Corrige el heterónimo a Borges?
Desde el temblor que se experimenta como “libertá,” Carlos Resto Solo me interpela desde la “Poética.” Desdoblado y disfrazado de Silén, monologando con La poesía como libertá en el bolsillo de atrás del pantalón, y con Los paraguas amarillos en una mano, se me acerca y me dice, diciéndose a sí mismo:
“¿Qué hora es ésta
para visitar el espanto?”
Abrir el poema y sentir
Que el esdrújulo llora con la mano.”
Lo miro de lejos. Como si fuera dos personajes en uno, lo increpo. Le pregunto por el narrador esquizo de La biografía (1984), primera novela de Silén; y por el “Epílogo” de la misma, escrito por “Carlos Resto S.” Se ríe. Con la perversidad del Paria, con el amor del Poeta, “poesía.” Sin contestar, monologa otra vez con el mismo swing autorreflexivo:
“¿Qué voz es ésta
para visitar al hablante?
Sufrir la amapola,
la saliva del esquizoide,
el rocío.”
Le digo que a estas alturas el rocío no es posible; que la voz que visita al hablante es más de una (como saben Silén y Pessoa). Pero en vez de contestar, se espejea narcisamente en la página de la antología, Los paraguas amarillos, que mira de frente, como si estuviera leyéndose a sí mismo en el acto de hablar con nosotros:
“¿Quién desde la pared
con alfileres me pronuncia?
Tal vez el orejero,
o el orinador
que cambia gonorreas por insomnios,
que come mígalas,
mariposas.”
Escupe. Pisa la saliva como si fuera semen de biblioteca (pus viejo). Se voltea hacia la derecha, donde se amontonan los sapos. Donde huele a caca de mariposas. Chapotea en seco. Hace como si estuviera abriéndole el paraguas a sus dobles; da dos pasos hacia atrás, y dice que el “Epílogo” de La biografía lo escribió realmente Silén. Entra en (meta)escena. Cambia de mirada como si fuera de rostro. Llamado por las voces que lo desdoblan, monologa sobre el tiempo:
“Las doce del espanto
y no sabes dónde escondiste el brazo,
Tu llanto llora por ti
Debajo de la falda.
Y la mujer desnuda ausente,
ausente el culo de la hembra.
¿Cómo cruzar el espanto a candelabros?
¿Cómo cruzar el espanto a dos costillas?”
Me levanto para desacelerar el torrente lírico y el flujo de los espejeos, que me marean. Le hablo de mi espanto; el del lector que cruza a pie por una intersección de textos alucinados, donde parece que Carlos Resto Solo lo ha escrito todo. Gesticula, recula, calcula. Vuelve en ángulo al monólogo, al que se tira sin paracaídas:
“La mujer de la última crisis
te mira del mantel
sobre el espacio.
Para que el poeta
exprima el semen, seque la lluvia,
el punto, la pared.
Suicida del último teléfono
cose su vulva al bicho,
su boca al labio,
la sombra a la muerte.”
Se ríe sin maldad. Alza Los paraguas amarillos como para taparse de la atrocidad del No-Ser (que se cuece en las entrañas de La poesía como libertá). La poesía como cuerpo del deseo estalla en un amarillo verdoso, parecido a la marihuana. A Carlos Resto Solo, dice, le gusta Santa Teresa. Respondo: y la violencia de Gandhi, ¿también le gusta? Me ignora. En el furor del monólogo, que resume como si en verdad existiera, eflorece como una amapola que se autofecunda:
¿Dónde otro afeitarme
en el espejo? Y sentir
la mano ajena, la falsa
mano del intruso
que me llama.
¿Qué hora es ésta
para que el espanto me visite?
Soy Artaud,
Me visita el pensamiento.”
Le pido que enseñe de una buena vez sus cartas; y me muestra otro libro apócrifo, sin fecha de publicación, escrito por él, La ideología de la cruz. Le digo que la ficción existe; que la literatura es real. Y se saca de la manga una cita de La ideología de la cruz: “La realidá es ese invento donde las relaciones humanas se pervierten.”
Esta vez, lo miro de cerca. El olor a plagio me da náuseas. Lo increpo por las ratas y los sapos muertos; por las muñecas de trapo que sodomiza y cuelga del balcón con la cuerda del ahorcado de Elizam Escobar. Gesticula; mastica saliva. Se vuelve a citar con la maldad que le permite la literatura: “La realidá no sólo es la locura del poder (de la Razón, del Bien, de la verdá), sino su justificación para matar. ¡La realidá es el Mal!”
¡El heterónimo plagia! Se lo subrayo. Orina (a la misma vez que, desde Gran Canaria, lo hace Leopoldo María Panero) contra la pared de una acera triste y oscura, de la que no quiere recordar su olor. Se mete Los paraguas amarillos en el bolsillo de la guayabera, y me pregunta si he terminado de escribir. Sonrío; le digo que parece un personaje de La biografía.
La alegría de verme espantado le divierte; pero a mí me literaturiza. Y sobre todo, me sileniza. Entiendo entonces que sólo puedo cumplir mi destino: retar a Carlos Resto Solo a que empuje el heterónimo hasta los límites de la verosimilitud. Lo reto. ¿Me va a golpear Carlos Resto Solo con otro libro apócrifo?
Sí. De la otra manga, se saca Los vagabundos del circo. Le digo que esta vez no le creo; que la literatura tiene fronteras. “Realida” y “luna” en sus verbos (plagiados de Silén): “Lo anacrónico es un atrecho para ver lo que hemos dejado en el olvido.”
Se acrecienta el olor a ratas y sapos podridos, que sabe a pus en la garganta. Desde ese hedor rancio, me pide permiso para sacarme la alfombra de los pies (pero no me da tiempo a contestar): “Lo anacrónico es una técnica, una crítica, un juicio contra la Historia que mana del poder.” Me siento mojado por una lluvia seca que me inunda de vueltas en círculo: “Lo anacrónico es una ironía política; una forma de mirar el tiempo.” Doy varias vueltas, pero antes de caer, veo la luz.
¡Plagio, plagio!, grito en el ir y venir del vórtice: ¡Carlos Resto Solo repite los epígrafes de la segunda novela de Iván Silén, La casa de Ulimar (1988)!
“no importa que me roben el trabajo
el poeta escribe
con fetos en la última puerta
y yo lo alimento con orines
con arandelas lo alimento”
(El miedo del Pantócrata)
La magia de la Librería Mágica. Al final de la tarde, compro La poesía como libertá, Los paraguas amarillos; me llevo la edición de Félix Córdoba Iturregui de Los poemas de Filí-Melé (2008) y la antiobra de teatro, El velocípedo de Jesús (2011). Cuando voy a pagar, le digo al dueño que la magia de la librería está viciada a ser literaria; se ríe. Me responde que no, que la magia de la librería puede ser real (y hasta realista). Le digo que la literatura de Silén no es realista, sino libidinosa; y me dice que, como librero, su magia tiene que ser real. ¿Y política?
El dueño de la magia se aleja un poco del mostrador y de la caja registradora; nos da la espalda. Somos muchos, me digo. Parece que habla por el celular. Al rato, se voltea y se acerca con el teléfono en la oreja. A quien le habla, le dice que hay una persona en la librería que quiere hablar con él. Me pasa el celular. Tenga o no agua la piscina, me tiro pensando en Altazor (otra Némesis del Paria).
Sí, sí, digo; estoy de vacaciones en Puerto Rico, y me voy en dos días. Llevo un mes leyendo tu poesía, ensayos, novelas y pasaba por aquí buscando La poesía como libertá. El año pasado vine buscando La novela de Jesús (2009) y terminé llevándome Catulo o la infamia de Roma (2010). No, no; La poesía piensa o la alegoría del nihilismo (2010) lo compré en Borders de Plaza las Américas, dos semanas antes de que cerraran la tienda en 2011. Sí, Catulo me pareció increíble; sobre todo, el primer poema, “Orfeo canta (Proemio),” me impactó porque por poco me pisa los talones: “¡Oh, cangrejo, oh Musa de / las orillas de la Laguna de la Lerna, del veintidós de junio /  en do te abres / como una vulva / hasta el infinito mismo / del veintidós de julio.” Por eso te digo, hoy es veintinueve de julio…
Al terminar la conversación, el dueño de la Librería Mágica me hizo la cuenta; me dio un descuento con el que no contaba, y me contó que le había llegado un ejemplar de El pájaro loco (1972). ¡Imposible!, le dije; la literatura tiene límites. Un libro como ese no cae así, como de la nada. Sí, me dijo, lo tengo en el local de al lado; ahora vuelvo. Ante la insistencia de la realidad que me golpeaba de frente, aposté a la literatura, en el sentido de la obra abierta en su “cerraridad,” como dice Carlos Resto Solo en el “Epílogo” de La biografía: me fui antes de que el dueño volviera.
El año que viene regreso, me dije al salir de la magia, con el calor de la realidad encima y el golpeteo de uno de los cuatro libros que llevaba en la bolsa: “Cuando el poeta descubre y retoma lo que tradicionalmente ha sido rechazado, entra en el plano de lo original. Por eso es que el plagio es un crimen y un delito. Porque se toma lo que el espíritu no ha preparado para ellos. Hay algunos poetas que se apropian de lo que Dios no les ha otorgado… Por eso, ni creo en la ‘atmósfera de época,’ ni creo en el plagio de la intertextualidad.”

 

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