En ruta hacia Madrid

En ruta hacia Madrid

Y, ante el texto de la cultura como mapa, el crítico cultural como viajero.
María Elena Rodríguez Castro

Al amanecer de Dios

Ya que, por cuestiones de (in)seguridad, el vuelo original fue cancelado, en vez de, como se suponía, vía Detroit-Nueva York-Madrid, llegué a España de esta otra manera: Detroit-Ámsterdam-Madrid. Desde esa sorpresa, el azar me hacía este planteamiento: que entrara a Europa por una de las grandes puertas de la modernidad. En vez de Madrid, Holanda, subtexto histórico de Nueva York y, además, antiguo toreador del Caribe. Desde el corto pero dramático despunte del tercer milenio, esta entrada por la modernidad europea me la propiciaba el fundamentalismo musulmán que, desde septiembre de 2001, Osama Bin Laden emblematizaba según la oficialidad neoliberal —y a su vez, cristianamente fundamentalista— del país de Noam Chomsky, Howard Zinn y George Lakeoff, donde vivo, como puertorriqueño de la segunda diáspora, desde 1979.

De madrugada, al aterrizar en el aeropuerto de Ámsterdam, el panorama que vislumbré por la ventanilla del avión me pareció superficialmente familiar; el mismo paisaje-planicie lo había visto muchas veces desde el avión, en los llanos de Toledo, Ohio, donde suelo aterrizar con frecuencia. Un Toledo que, por supuesto, en nada se parece al original, pues en el de Ohio, el mío, no reina la piedra como en el de España, donde manda la roca medieval. A esta planicie inesperada de Ámsterdam, se le sumó una afinidad extrañamente agrícola. También aquí, me dio la impresión, se sembraba en cuadrados pequeños e impecablemente simétricos, tan chatos y monotemáticos como los de Ohio. De ahí, como confusión pasajera, el falso sentido de inmensidad con que me impactó el horizonte holandés, que alcancé a ver, de refilón, según aterrizábamos, al amanecer de Dios, una madrugada en el verano del año 2002.

Pero además, otra dimensión, más retorcida, del paisaje de Ámsterdam me llamó la atención: de repente y por un breve instante, la idea de que aterrizaba en el mismo lugar del que me había alejado más de ocho horas antes —Toledo, OH—, parecía una broma de extraño gusto; como si del otro lado del paisaje, con más hilos que Julio Cortázar, el chileno Alejandro Jorodosky, impulsado por el eco inexistente que, desde el siglo XIX, nunca le dejara el pedagogo puertorriqueño Eugenio María de Hostos, filmara desnudo el instante de asombro, justo cuando acontece la anulación del tiempo desde un espacio unívoco, inmóvil y comprimido.

Olor a modernidad

En Ámsterdam se notaba —casi digo, se respiraba— una tradición de modernidad que, por la razón que fuera, nunca había percibido al aterrizar en Toledo, Ohio; como si, tipo rompecabezas, en el paisaje europeo acabaran de poner, con esmero artesanal, un sembrado al lado del otro, no sin antes haberlo limpiarlo todo con un manguerazo que también, para colmo, parecía tener buen olor. Desde esa impresión olfativa, me dije esto al salir del avión: he aquí el otro lado del golpe de humedad que uno respira al aterrizar en Isla Verde, Puerto Rico, donde aterrizo todos los años en verano y/o en diciembre. En Ámsterdam, la limpieza y el orden se imponían como signos inequívocos de una modernidad que se me antojaba, desde el sueño, el hambre y el cansancio, aromática y limpia. Por la ventanilla del avión no vi piratas holandeses, pero recordé que, al referirse a una dinámica parecida, Carlos Fuentes hablaba del zigzagueo entre el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.

Para un buen contraste con el paisaje de Ámsterdam, fue preciso que aterrizara en Madrid; ese paisaje anterior a la ciudad castellana, árido, rojizo, casi inhóspito, le quitaba el aliento a cualquiera que, como yo, estuviera —por tradición caribeña, que no por mi cotidianidad del medio oeste yanqui— acostumbrado a lo verde. Me resultó inevitable, mientras sobrevolaba esa desolación aledaña a Madrid, pegado a la ventanilla del avión como si fuera la primera vez que, desde lo alto, me sobrecogía la Nada, este planteamiento ingenuo: ¿y allá bajo, en esos bolsillos de barro rojo, en esa sequedad de tierra sin alma, en esa soledad altanera, quién, en el nombre de Dios, vive? Pero entonces, como el que destapa la olla de arroz en el momento preciso, al final del pensamiento alborotado e inofensivo surgió imponente de la ventanilla, como si fuera una película, la gran ciudad de Felipe II, Madrid; y con ella, la certeza de que, en efecto, no sólo vivía mucha gente allá bajo sino que, como después me enteré que cantaba Joaquín Sabina, siempre había muchas razones para quedarse en Madrid. Recordé lo que había dicho un puertorriqueño, Alonso Ramírez, viajero del siglo XVII, al llegar a Nueva España por primera vez: “Lástima es grande el que no corran por el mundo grabadas á punta de diamante en láminas de oro las grandezas magníficas de tan soberbia ciudad.”

Iberia: salida número doce

Una vez en Ámsterdam, la sensación de aeropuerto mediano y accesible, hecho, en vez de a la medida de los heroicos piratas, a la de los simples mortales, contrarrestó el sentido de modernidad infinita que, desde arriba, me había erróneamente provocado el paisaje holandés, como si le tocara a la arquitectura desmentir a la naturaleza. Equivocado o no, lo que vi del aeropuerto holandés me pareció comedido: éste podía fácilmente ser el aeropuerto de Buenos Aires, menos, quizá, el de Guadalajara, México. Nunca, sin embargo, el de la Habana, ni tampoco el de Santo Domingo. Del Caribe, así concluí, este aeropuerto holandés no tenía, a pesar de la historia, nada. Pero estaba equivocado.

Tres horas antes del vuelo a Madrid, que salía a las ocho y media de la mañana, decidí comprarme un café e inmediatamente después, irme a la sala de espera de Iberia, salida número doce, a esperar sentado y tranquilo que llegara la hora de volar a España. Buscaba silencio e inactividad. Sólo quería estar solo. Para qué dar vueltas por el aeropuerto, para qué indagar más allá de la cuenta, si lo que el cuerpo me pedía era descansar, salir un tanto del letargo y dejar que el tiempo pasara sin inconvenientes, hasta que llegara la hora de volver a partir: el último tramo que le pondría término al periplo y, en pocos días, al jet lag . Nada de pensamientos inútiles ni mucho menos de lecturas iluminadoras. Ni siquiera un periódico. No. En todo caso, una meada rápida, una buena limpieza de cara y listo: que el último salto me ponga en los madriles de Sabina.

No bien terminé el café en uno de esos “Sport´s Bar” estilo estadounidense —aquí mezclaban el fútbol/balompié y el baloncesto de una manera no vista en los Estados Unidos; además, la decoración deportiva, a diferencia de la yanqui, se veía de pacotilla, como si la hubiera diseñado alguien con poca experiencia en esos temas—, según me iba acercando a la salida número doce, empezaba a escuchar una conversación en español en la que distinguía a varias personas que se reían y que, de vez en cuando, alzaban la voz. Era un cuchicheo juguetón y por eso mismo, familiar. Miré y allí donde me tocaba esperar, en la salida número doce, había tres mujeres y una niña. Por el acento, me imaginé que las mujeres eran dominicanas. Sin embargo, a veces dudaba, flaqueaba y lo pensaba dos veces: ¿eran en verdad dominicanas aquellas mujeres que no paraban de hablar? Se notaba, por la forma en que se les había neutralizado el acento, que, como yo, llevaban mucho tiempo viviendo fuera de la isla. Todavía más: la niña le hablaba a la madre en otro idioma que nunca logré descifrar, quizás griego o incluso rumano. Quizás se tratara, como en La dominicanidad viajera (2001), de una niña que, como Juanita, estuviera viviendo en Roma; nunca lo sabré.

Al rato, llegaron a la salida número doce varios paisanos suramericanos; por ejemplo, la pareja de trabajadores, parecía de la región andina. No se les hizo difícil a las mujeres ponerse a conversar, si bien las dominicanas hablaban más entre sí que con la señora suramericana, que más bien participaba con el oído y con la sonrisa. Algo en las dominicanas las hacía ostensiblemente autosuficientes; no solamente hablaban enérgicamente entre sí, sino que lo hacían de una manera muy suelta, en la que resultaba claro que no les importaba que otros —yo, por ejemplo, que estaba cerca— estuvieran escuchándolas. Muy acostumbradas a hablar entre sí en un espacio que, aunque público, les proporcionaba, seguro que por el idioma, una intimidad liberadora, creo que ni siquiera repararon en mí. Las dominicanas hablaban sin inhibirse, un poco como —ahora podía corroborarlo— hacían algunos españoles, o incluso muchos católicos, cuando llenaban el espacio público de una intimidad radiante. Las dominicanas, como yo, iban para Madrid, pero estoy seguro que, aunque europeizadas, no vivían en España.

Agente encubierto

Había pasado una hora y media; en la salida número doce se aglomeraba un contingente de hispanoparlantes, todos, a mi parecer, de las Américas, con destino a Madrid. Éramos, sin duda, muchos. Quizás entre el tumulto se mezclara algún español; eso era siempre una posibilidad fácil. Vi entre la gente aglomerada a un sujeto que, con ínfulas de clase, se las daba de latino encubierto. Como el que no quiere la cosa, se distanciaba del grupo, del que más bien huía con precaución; pero no nos quitaba el ojo de encima, indiferentemente al tanto de lo que pasaba en el gentío del que se había separado para que no lo confundieran con la diáspora. El miedo que siente la clase media frente a la diáspora latinoamericana, me pareció, perseguía a este personaje de muchas caras. Por la ropa, por la manera de andar y de mirar, y claro, por la decisión de alejarse y de mirarnos con el rabo del ojo, era evidente que este sujeto se protegía de la mirada oficial; era claro que, por eso mismo, le temía a la otredad de clase y, por qué no, hasta de raza.

Mientras observaba al encapuchado, me parecía que estaba leyendo, en El tramo ancla (1989), el ensayo de Edgardo Sanabria Santaliz, “Con los pies en el piso,” sobre la intersección de clase en la diáspora puertorriqueña; un drama, cabe subrayar, de la clase media que hemos vivido muchos en el Caribe, como el difícil Naipaul, precisamente al comienzo del libro sobre su regreso al Caribe, The Middle Passage (1962): “There was such a crowd of immigrant-type West Indians on the boat-train platform at Waterloo that I was glad I was travelling first class to the West Indies. It wasn't an expensive first class.”

El Caribe en Ámsterdam

La historia daba muchas vueltas, pensaba mientras hacía la fila para abordar, y, a mi alrededor, más dominicanos, muchas más —es importante que ahora lo subraye, aquí son mujeres la gran mayoría—, hablaban y se reían, gozando al parecer de lo lindo. A estas dominicanas, como a mí, no las había defenestrado la (e)migración; cualquiera diría que se encontraban, como yo, a salvo en la travesía, el periplo emblemático de toda caribeñidad. Aunque sabía que, desde los ochenta, se nucleaban los dominicanos en Madrid, no dejó de impresionarme que, por lo visto, todas fueran mujeres en este vuelo. ¿No llegan los tigres a Europa? Una diferencia rápida, como el que mira automáticamente para ambos lados al cruzar la calle, entre esta breve experiencia diaspórica europea y la de los aeropuertos en Estados Unidos, que conozco muchísimo mejor, sería tentativamente ésta: aquí la latinidad transeúnte parece contenida en una sociabilidad más domesticada.

Inevitablemente, me encontraba en Ámsterdam; sin embargo, por la caribeñidad que me rodeaba, ahora europeizada aquí y allá, y después por la suramericanidad que la complementaba, inscrita en una migración más establecida históricamente, parecería que estuviera, invirtiendo las historias, en Nueva York, donde el grueso de la historia pertenece al Caribe. Recordaba esto que había dicho una vez un puertorriqueño sobre Nueva York: si no fuera porque lo era también de Hispanoamérica, Nueva York podía ser la segunda ciudad de Puerto Rico. El mismo puertorriqueño, en otro libro, citaba de un graffiti que había visto en la misma ciudad, esta vez escrito por el odio del racismo : los dominicanos son el peor tipo de puertorriqueños . También la perversidad, me dije, podía ser genial.

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