Enrico Caruso, la voz que venció al tiempo

Enrico Caruso, la voz que venció al tiempo

Carlos Olalla*. LQSomos. Febrero 2017

La Historia ha dado grandes tenores, pero solo un Caruso. Nadie como él fue capaz de desnudar por completo su alma para cantar. Amante del amor y devorador de mil vidas, Enrico Caruso supo llegar al corazón de todos los que le escucharon. Todavía hoy podemos hacerlo porque él fue el primer cantante lírico que grabó con los rudimentarios gramófonos de la época. Escuchar su voz, esa voz salida de lo más profundo de un ser alegre a veces, desesperado otras, pero apasionado siempre, te llega allí donde tú sabes que nace todo. Pese a lo rudimentario de las grabaciones, hechas a partir de 1904, su voz nos llega, más allá del tiempo, para invitarnos a soñar y llevarnos allí donde no llegan las nieblas. La sensación que sientes al escuchar su voz es maravillosamente cálida, terriblemente familiar, es como si reconocieras esa voz y supieras que ha estado dentro de ti esperando a que despertaras. Nada como escuchar la voz de Caruso en ese paraíso de la creación que es la soledad para llevarte a ese no lugar en el que viven todos los sueños. Nada como dejar que la voz de Caruso lo inunde todo para dejarte llevar allí donde nacen los versos, todos los versos. Nada como la voz de Caruso para recordarnos que el tiempo no existe y que solo el amor permanece.

Su vida no fue fácil. Había nacido en Nápoles en el seno de una familia humilde. Fue la tozudez de su madre la que consiguió que pudiese ir al colegio. Su voz pronto destacó en el coro infantil y empezó a dar sus primeros recitales en iglesias, cafés y tabernas. Estando su madre enferma fue contratado para cantar en la iglesia de San Severino, una de las iglesias más importantes de Europa. Era su gran oportunidad y él no quiso ir a cantar porque quería estar junto a su madre, pero ella le pidió que lo hiciera. Murió mientras él cantaba en la iglesia.

Su fama fue creciendo y cada vez eran más los contratos que le ofrecían. En más de una ocasión, cual Cyrano de Bergerac, él cantaba para las amantes de los enamorados que le habían contratado. Siempre supo que su voz, su cálida voz, era capaz de derribar todos los muros para llegar a lo más hondo de quienes le escuchaban. Tras impresionar a Puccini en una audición en la Scala de Milán, su triunfo por los principales escenarios operísticos de Europa fue inmediato. Regresó a su Nápoles natal para cantar en el teatro San Carlo donde el estirado público napolitano le negó el reconocimiento que merecía. Él juró que jamás volvería a cantar en Nápoles. Embarcó para América y nunca más cantó en la ciudad que le vio nacer.

El éxito en Nueva York fue apoteósico. Nunca un cantante lírico había alcanzado el cariño y la popularidad que logró Caruso. Su fama pervive hasta nuestros días y los más grandes tenores de la Historia siempre han hablado de él como el maestro, como el mejor. Su vida amorosa fue muy intensa y también atormentada. Enamorado de la soprano Ada Giachetti, que estaba casada, vivió una apasionada historia de amor con ella a pesar de que nunca llegó a separarse de su marido. Aquella relación duró once años y de ella nacieron cuatro hijos de los que solo dos sobrevivieron a la infancia. También en aquella época mantuvo un apasionado romance con Rina, la hermana de Ada y de gran parecido físico con ella. Cuando, años después de haberse roto su relación con Ada, Caruso se enteró de que se había vuelto a casar sufrió una enorme depresión. Convencido de que su vida amorosa no remontaría el vuelo, se refugió en una incesante actividad en el Metropolitan de Nueva York, donde llegó a dar más de ochocientas representaciones.

La Primera guerra mundial le llevó a dar un sinfín de recitales benéficos para recaudar fondos y, cuando ya pensaba que nunca más volvería a enamorarse, encontró a la que fue el amor de su vida: la joven Dorothy Park Benjamin, con la que se casó en 1918. Tuvieron una hija. Aquella felicidad finalmente encontrada no duró mucho. Durante una representación tosió sangre, pero él siguió cantando. Nunca quiso interrumpir una representación. En una época en la que los antibióticos no se habían descubierto y tener una pleuresía podía ser mortal. Sometido a tratamiento en Nueva York, en cuanto se recuperó un poco partió hacia su Nápoles natal para continuar allí su convalecencia. Cuando parecía que podría superar la enfermedad, una súbita recaída provocó su muerte el dos de agosto de 1921. Tenía 48 años.

Su repertorio era muy extenso y variado: Aida, Tosca, Manon, Un ballo in maschera, La bohème, I pagliacci… Su última ópera fue la producción del Metropolitan de La Juive, en la que tenía el papel de Eléazar. Para preparar ese papel del anciano judío, Caruso convivió con la comunidad judía de Nueva York y aprendió sus ritos y para crear su personaje, realizó todas las representaciones con unos zapatos que le iban pequeños para provocar una forma de andar peculiar. Sin duda Caruso fue un adelantado a su época no solo en la forma de preparar sus personajes, similar a la empleada décadas después por los actores y actrices del Actor´s Studio, sino por haber sido el primero en reconocer el potencial de grabar su voz en los gramófonos de la época, lo que le permitió popularizar la ópera, sacarla de los teatros y vender millones de discos. Solo al escuchar esos discos puedo entender lo que mi abuela me decía cuando yo era pequeño: “yo tuve la fortuna de ver y escuchar a Caruso”

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