Ensayo a pie (2010): por la blanca arena

Ensayo a pie (2010): por la blanca arena

Francisco Cabanillas. LQS. Agosto 2020

La poesía, no la ‘crónica,’ es la consecuencia de (con) lo real.
Yván Silén
Por la blanca arena que lame el mar…
Félix Luna

I

Pase sabatino y silenista: “¡Todo es humo, Señor, todo es humo!” Mañana lenta y húmeda.

EL ACTOR SANTO (1989), de Arnaldo Roche Rabell, piensa, desde el tercer ojo en la frente, en la literatura de Bukowski antes de salir a recorrer las calles y arenas de Condado (San Juan, Puerto Rico): ¡un disparate!

Con una cultura literaria a cuestas que no puede, aunque quisiera, llevar al hombro —solo el peso de las crónicas playeras de Isla Verde de Edgardo Rodríguez Juliá encarece la tinta—, baja del apartamento en el tercer piso a la Avenida Condado, la cual, a estas horas de la mañana —seis y media— está relativamente vacía.

De la noche anterior (viernes) quedan en la Avenida Condado los fragmentos de Dionisio: basura en las esquinas de Hector Lavoe donde se congrega “mi gente” a consumir la noche. Por el suelo abundan las bolsitas Ziplock vacías.

Desde lo alto, Tánatos —que según Chris Hedges, en WAR IS A FORCE THAT GIVES US MEANING (2002), se ha quedado con el Eros usamericanano— espía la colonia usamericana (Puerto Rico).

En la arena frente al Marriott, hotel antiambientalista contra el que, en 2005, pelearon en Isla Verde muchos, incluido Tito Kayak, El ACTOR SANTO se dispone a comenzar —los orígenes son elásticos y múltiples— la escritura a pie, a la intemperie, de la caminata mañanera (un ensayo en contrapunto con la crónica y la poesía).

Garganta seca; voluntad firme. Cenizas. Piel abandonada de la serpiente que supera su edad.

Frente a sí, El ACTOR SANTO tiene un tramo, aunque gustoso, relativamente largo: de la playa del Marriott al Parque del Indio, pasando por Punta Piedrita. Zona de luz y de brisas. A veces, de tinieblas. Cinco calles más al este (Calle Cervantes, Calle Candina, Calle Manuel Rodríguez Serra, Calle Washington y Calle Naim), le espera una arena salvaje, gruesa e irregular, sobre la que cuesta trabajo pensar y caminar a la misma vez.

Emprende la caminata costera con el sol de frente. Consciente de que la resistencia —lo sabía Lezama Lima— enardece el flujo de la prosa, EL ACTOR SANTO divide el periplo costero en seis dimensiones literarias: a) la del turista; b) la del explorador; c) la del burgués; c) la del soñador; d) la del alpinista; e) la del solitario.

II

a) En la dimensión del turista, que cubre de la playa del Marriott a la Calle Cervantes, acontece la mirada autorreflexiva del sujeto diaspórico. Un turista local que, como EL ACTOR SANTO, regresa de la metrópoli a la isla a recorrer un tramo corto en el que por más que se le caliente la piel bajo el sol, no suda todavía. Pura potencialidad.

Sin embargo, a pesar de lo corto, el tramo del Marriott a la Calle Cervantes se siente largo. No solo porque cuando camina tarde en la mañana la orilla se llena de cuerpos tirados en la arena, bultos que hay que esquivar con atención; sino porque es el trayecto más oficial, vigilado como está por la mirada tramposa del Marriott.

Por eso, desde la dimensión del turista, queda marcada la memoria de aquella mañana lluviosa y gris, en la cual, bajo el paraguas, caminó por la playa cuando estaba vacía (cita inevitable de una mala novela negra).

b) En la dimensión del explorador, aparece, al pasar la Calle Cervantes, la brega con el acantilado, que es de rigor subir y cruzar para poner pie en la Calle Candina, la cual lleva de inmediato al Paseo Don Juan, pasarela que constituye la caminata del burgués.

En realidad, el cruce del acantilado no es sino una lomita, compuesta de piedra, tierra y flor, que invita a la imaginación del explorador, más que a su realidad: estar cruzando, pero no como un aventurero gringo de la segunda mitad del siglo XIX, algún precipicio andino.

Tramo agreste, inofensivo pero resbaloso, marcado por el caminito anónimo de tierra que el paso de la gente ha creado. Huella de una humanidad que no se sienta a esperar el endoso de la autoridad. Cruce para nada peligroso; gesta falsamente heroica. Por eso, la mentira más grande del trechito del explorador acontece al final, al poner el pie en la Calle Candina: alegría del caminante que, subsumido en la filosofía moderna, se cree salvado por la civilización occidental —“¡civilízate o te mato!” (R. Grosfoguel)— .

En este caso, la civilización del Paseo Don Juan, una callecita, a pesar del nombre, más puritana que erótica.

c) Dimensión del burgués; el cruce por el Paseo Don Juan, un malecón minimalista, con una acera triste, pero limpia, y un murito inopinado pintado de gris, se hace sobre el cemento y por encima del nivel del mar, como si hiciera falta, en medio de la opulencia y de la prosapia literaria (Don Juan), la firmeza del hormigón.

Impersonalidad; carencia de intersubjetividad. Vacío. Pasadizo sin ningún peligro de vida o muerte: “Cuando una muerte muere / enloquecen los péndulos” (José María Lima). Pero con una garantía nefasta: una manera segura y práctica de avistar firmemente el Atlántico hegemónico (no el poético), escenario de la modernidad-colonialidad, sin ceder ni un ápice, como Paseo Don Juan que es, ante la presión de clase.

Frente a la única mansión (el condominio blanco, homónimo, se queda con la mirada del dinero), el silencio del Paseo Don Juan se confunde con la soledad del poder, como si a la casona no le importara nada de lo que sucede más allá de sus portones metálicos. Una propuesta a todas luces falsa, pues, a pesar de las púas que hay a lo largo del tope de la verja frontal, la casa deja entrever algo de su intimidad; por ejemplo, que detrás de la verja que traza la diferencia colonial de la entrada, hay una piscina en la que nadie, al parecer, se baña.

Pasarela idónea para los que, frente al azul oscuro de un mar racista, como ha sido el Atlántico colonial que moja la costa norte de Puerto Rico, necesitan sentirse victoriosos ante la modernidad explotadora y guerrera. Sin embargo, el Paseo de Don Juan —para la mayoría de los caminantes, una quimera—, como se camina rápido, dura poco.

d) Dimensión del soñador. Sin regodeos, El ACTOR SANTO termina de golpe en la Calle Manuel Rodríguez Serra, de vuelta al nivel de la arena —quizás también de la realidad—, para caminar otro tramito que lleva a la placita sin nombre y sin monumento al final la Calle Washington (¿otra mentira del Estado Libre Asociado?).

Plaza amena, con varios bancos de cemento —tributo a la ensoñación pedestre—, con grama y palmeras al centro, como un oasis de sombra y paz frente al mar. Remanso donde acontece la dimensión del soñador. Zona muchas veces ocupada por una suerte de transeúntes y trashumantes que, como las olas, van y vienen en su antillanía palesiana.

Por eso, el que no se sienta a mirar el mar se acuesta a dormitar en los bancos de cemento o sobre la grama bajo la sombra de las palmas, frente a la brisa fresca de la playa, como en un poema lírico de Clara Lair: “¡Marullo del mar, cállate…”

Anónima, de mucho flujo público, abierta al tráfico de la posmodernidad golpeada de la isla; la placita es un buen lugar para leer algunas páginas de VIOLENCE (2008), sobre todo aquellas en que Zizek, eurocéntrico, siempre eurocéntrico, comenta la dialéctica del amor y el odio en el pensamiento del Che Guevara: “Hay que endurecerse sin perder jamás la ternura.”

Dialéctica que, por otro lado, marca el rumbo de otra historia de odio-y-amor, escrita desde la poesía: de LOS POEMAS DE FILÍ-MELÉ (1976) a CATULO O LA INFAMIA DE ROMA (2010).

Placita literaria y a su vez fantasmagórica, en la que se escucha, siguiendo la tradición de los géneros híbridos silenista y luisrafaelsanchista, una cita de Rubén Ríos Ávila que a Silén le revienta los oídos: “El yo quisiera ser cósmico [dice Ríos Ávila]. Al sujeto no le queda más remedio que ser cómico.”

¡Horror, espanto!, responde Silén desde la memoria literaria (ectoplásmica); la comicidad del sujeto no se da sola, dice y escupe tinta amarilla, pues está acompañada de la dimensión trágica del ser.

En el noreste gringo, Cornel West y Chris Hedges asienten desde la izquierda cristiana. Los tres, Silén, West y Hedges, dicen que olvidarse de lo trágico implica una reducción posmoderna. ¿Otra ISLA QUE SE REPITE (1989)?

e) A partir de ese contraste crítico-literario, la dimensión del soñador deviene en la del alpinista, la cual, a pesar del nombre, es la más breve de todas, pero no por eso la más insignificante. Pues al alpinista le toca bajar, desde el murito frente a la placita de la ensoñación literaria, al otro lado de la verja, donde está la prosa junto a los roquedales sobre los que estallan las olas del Atlántico; metáforas de un romanticismo libresco al estilo de José Gautier Benítez en su poema “El libro”: “Escribí… con tinta negra / elegías y epitafios.”

Descenso que, sin ser fatal, el alpinista tiene que ejecutar bien, ya que un pie mal puesto se transforma fácilmente en un rasguño ardoroso, en un cantazo en la uña del dedo gordo del pie o en una rodilla pelada.

e) Dimensión del solitario. Movida arriesgada, pero poco épica; más bien, poética. En ese cruce de la ensoñación a la prosa de los roquedales, el alpinista transforma El ACTOR SANTO en un sujeto temporalmente OTRO. Salto breve, de la cultura a la cultura, en virtud del cual, por lo efímero del cruce, el protagonismo del alpinista-soñador se infla en su otredad.

Contigüidad pegajosa; las relaciones inversas se potencian. En poco tiempo, al alpinista-soñador le pasa cualitativamente mucho. Tanto que el soñador de textos filosóficos y literarios que se sienta en la placita-oasis a mirar el Atlántico —“¡Oh mar, / forma mortal de la poesía,” dice Silén— deviene en un solitario feroz, como J. Cortázar, que nunca se quejaba de estar solo, o como J.C. Onetti, que murió encerrado en su cuarto.

Un solitario listo a “existencializar” su dimensión literaria, caminando el tramo más largo del periplo (de la Calle Washington al Parque del Indio) sobre una arena mucho más gruesa, casi movediza, y más sucia, mucho más sucia que la del Marriott. Y con un sol más voraz y picante, que le da en la cara, en las encías, en el pene, hasta que llega victorioso, empapado en sudor, al Parque del Indio, donde lo menos visible al entrar es el monumento al indio, el cual, desde ningún punto de entrada —ni por la playa ni por la Avenida Ashford— ocupa el centro del parque.

Dura como la ternura del Che, la dimensión del solitario tiene sus puntos débiles, como es la presencia, al principio inesperada, del indigente que vive en la playa. Un hombre que hace de la verja trasera de bloques de uno de los condominios de la Ashford, la única pared de su casa, hecha de mantas. Hogar que se mantiene bajo la sombra de las palmeras con las puertas abiertas, incluso cuando la soledad del hombre que la habita exija, mediante un paraguas abierto y una sábana, su cuota de intimidad.

Además de empatía, la caminata del solitario —¿no es así siempre?— le ofrece a El ACTOR SANTO, al transitar con atención, una buena dosis de sabiduría. El tipo de conocimiento que surge de un periplo atento a lo que la gente ha escrito (con el cuerpo) en la arena en ese pedazo de playa, anterior a la parte más linda y concurrida de Ocean Park, donde Lorenzo Homar pintó su Autorretrato (1987).

Un pedazo de arena, de la Calle Washington al Parque del Indio, lleno de algas secas y de basuras industriales, como las bolsitas Ziplock en las que se vende la marihuana y la cocaína al detal; al igual que las tapitas en colores de las agujas hipodérmicas para la heroína y los esteroides, abundantes en las arenas posteriores al fin de semana, sobre todo después de uno largo (de los cuales hay varios en este mes de julio).

Mientras más concentrado en la arena camina El ACTOR SANTO, trecho que en los días húmedos parece interminable, más lo sorprenden los encuentros fortuitos que le salen al paso. Como la aparición literaria —típica de la narrativa boricua de 1970— de una pareja que, al costado de unas escaleritas que dan a la arena, se besuquea y toquetea en una mañana estupendamente pública. Ella sentada encima de él, inundándolo, y él, loco por morir ahogado, flotándola como un barco.

O la vez que surge, bajo una carpa de lona, el campamento de surfing con una cámara de video montada en un trípode, conducido por unos jóvenes gringos para los niños bien de la zona (¿los que hablan inglés sin acento?).

Cuando EL ACTOR SANTO llega finalmente al Parque del Indio, el panorama sudoroso de la caminata húmeda, un rito entre “el mito y el turismo,” se aclara de golpe. La bienvenida arquitectónica del parque, diseñado por Andrés Mignucci, refresca por un lado el cuerpo que llega cansado de la arena, y por el otro, confunde la razón (desde la playa, se pregunta al entrar al parque: ¿dónde está el indio?).

Bienvenida estratégica, en la que, a pesar de la marginalidad indígena, la civilización no se impone agresivamente sobre la naturaleza, sino que, estimulando la porosidad fronteriza entre la arquitectura y la arena, deja que ésta invada los primeros escalones del parque.

Sudado como un tropo de la poesía afrocaribeña, El ACTOR SANTO se sienta bajo la sombra de los almendros al margen de la arquitectura, donde están los juegos para los niños, en medio de una brisa que cruza de la playa a la Avenida Ashford. En la memoria, abre la novela EL PEOR DE MIS AMIGOS (2007):

“A sus pies y alrededor de la mesita yacía un reguerete de bolsas vacías en el cual figuraban la clásica Satan de la 106 y unas cuantas Express de Loisaida. A medida que les raspaba el residuo mantequilloso que permanecía pegado en la envoltura de papel de cera, iba tirando las bolsas al piso. El invento sólo funcionaba si lograba guardar más de veinte bolsas. Treinticinco hacían una cura decente, pero por lo menos con veinte se le iban las ganas de bostezar y las ganas de cagarse encima.”

Para el Poeta de LA POESÍA PIENSA O LA ALEGORÍA DEL NIHILISMO (2010), un antifilósofo, un metacristiano que, desde una gramática propia, se caga místicamente en Dios, el mundo de Sergio, protagonista de EL PEOR DE MIS AMIGOS, está desconectado, desligado, despolitizado. Su gesta personal no radicaliza la colonia; en vez, la ignora, como si el problema político de la isla estuviera resuelto.

Urgencia que el antifilósofo jamás ignora ni posterga, pues en torno a ella gira el “serestar.” El hecho de que, hacia el final de la novela, Sergio, el heroinómano, se quite de la droga; y que para curarse se haya valido de la escritura de la novela que leemos, EL PEOR DE MIS AMIGOS, no conmueve al Antinihilista de LA POESÍA PIENSA O LA ALEGORÍA DEL NIHILISMO, porque el heroísmo de Sergio no acopla lo metanovelístico con lo político del ser que es como puertorriqueño colonizado.

* [Nota del autor: Primera parte: “Ensayo a pie (fragmento)” (2018), http://elpostantillano.net/pagina-0/316-resena/21639-francisco-cabanillas.html];
“Ensayo a pie (2010): rutas (ii) (2020), http://elpostantillano.net/pagina-0/critica-literaria/25057-francisco-cabanillas.html

Más artículos del autor
Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) enseña lengua castellana, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014). Miembro de LoQueSomos

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