Europa necesita una intifada

Europa necesita una intifada

Ya no es posible hablar de Recesión. Nos hallamos en mitad de una Gran Depresión que refleja la esencia del capitalismo: la explotación del ser humano como una mercancía desechable, la destrucción de la naturaleza por un uso irresponsable de los recursos, la liquidación de las diferencias culturales por medio de guerras neocoloniales, la disgregación de la sociedad a través de la desigualdad y el ejercicio abusivo del poder. Las crisis cíclicas del capitalismo siempre se han resuelto con guerras devastadoras que han permitido reiniciar el ciclo de producción, pero esta vez el horizonte está despejado. Nada augura un estallido bélico entre naciones con diferentes intereses geoestratégicos. Eso no significa que la violencia haya desaparecido. La escalada de suicidios en el Sur de Europa por culpa del desempleo, los desahucios y los recortes sociales es el reflejo de una inacabable lucha de clases, donde los trabajadores, huérfanos de líderes y de fuerzas políticas representativas, soportan todas las pérdidas, contemplando con impotencia cómo se suprimen sus derechos laborales y sociales.

En el caso de España, lo peor aún está por llegar. Durante tres décadas, los diferentes gobiernos de la democracia han destruido sistemáticamente nuestro tejido productivo, acatando los dogmas de un capitalismo globalizado que sólo se preocupaba de reducir costes e incrementar beneficios. Desde los ochenta, la industria y la agricultura sufrieron las consecuencias de unas políticas de ajuste orientadas a desmontar el Estado del bienestar y abolir el poder sindical, obligando a los trabajadores a aceptar salarios cada vez más bajos para soportar la presión de unos mercados desregulados. Las raquíticas retribuciones de los operarios de China, Corea, India, Bangladesh o Indonesia convirtieron a los asalariados españoles (y europeos) en un lastre para los balances empresariales. En nuestro país, se impuso la cultura “low cost”, mientras se cerraban cuencas mineras y astilleros. Todo se hizo más barato. Florecieron las tiendas de “todo a cien” y se cantaron alabanzas a la economía de mercado, que adquirió la condición de fetiche intocable. Sin embargo, la prosperidad no llegaba con el esplendor augurado por intelectuales rebosantes de premios y distinciones honoríficas. Pienso en Vargas Llosa, Savater, Octavio Paz y otros apologistas del capitalismo globalizado y sin trabas. Después de la breve euforia de la Exposición Universal de Sevilla, la crisis de 1993 forzó la devaluación de la peseta y situó el paro en el 25%. Gracias al euro y sus fondos de cohesión, la economía española superó el bache e inició bajo el mandato de Aznar un ficticio crecimiento basado en la expansión del crédito y el boom inmobiliario. La “modélica transición española” desmovilizó a una sociedad que en los años 70 había participado activamente en huelgas y manifestaciones contra la dictadura. Las nuevas generaciones se desprendieron del compromiso ideológico y concentraron todos sus anhelos en mejorar su capacidad de consumo. Los jóvenes accedieron a bienes que habían representado un lujo tardío para sus mayores. El parque automovilístico creció de forma imparable y los viajes al extranjero se hicieron cada vez más asequibles. Las hipotecas de alto riesgo convirtieron la vivienda en un sueño posible.

En 2007, el sueño empezó a agrietarse.

Cinco años después, con seis millones de parados y 500 desahucios diarios, España se encamina hacia la quiebra financiera e institucional. El periodista Ramón Muñoz nos los explica con claridad en su reciente obra España, destino Tercer Mundo: “Ni la UE, ni el FMI, ni el BCE, ni Alemania pueden engullir una deuda de 2’4 billones de euros para salvarnos. España como país está abocado a la suspensión de pagos, y a una quita sobre la astronómica deuda que ha colocado en los mercados internacionales en forma de letras, bonos y obligaciones y que es imposible devolver”. Tailandia, Rusia y Argentina vivieron una situación semejante y no tuvieron otra salida que devaluar brutalmente sus monedas. De momento, España no tiene esa posibilidad, pero su incapacidad de liquidar su deuda pública y privada, la empujará fuera del euro antes o después. El regreso a la peseta (o a una nueva moneda nacional, con otro nombre) acarreará el corralito y el corralón. El corralito limitará la retirada de efectivo de las entidades bancarias (en el caso de Argentina, se fijó un máximo de 250 dólares semanales) y el corralón establecerá un cambio obligatorio entre el euro y la peseta, con una devaluación que podría rebasar el 50%. Los ahorros perderán la mitad de su valor. Ramón Muñoz no contempla otra salida para los jóvenes que la emigración o la miseria: “Los trabajadores –los que lo tienen y los que lo buscan- van camino de convertirse en lumpen, sin conciencia de clase, con salarios de supervivencia, predestinados a jubilaciones con pensiones asistenciales”. España se sumará a la lista de países subdesarrollados, con grandes desigualdades. Viviremos como los latinoamericanos, los asiáticos y los norteafricanos. Ramón Muñoz advierte contra los que hablan de “brotes verdes” o de una superación de la crisis a medio plazo. “Los mercenarios del optimismo, como yo les llamo porque trabajan a sueldo de los que realmente mandan y han arruinado el país, les han estado contando, y aún hoy lo siguen haciendo con total impunidad, que de ésta también saldremos. Y claro que vamos a salir, pero empobrecidos hasta unos niveles que no se recuerdan desde los años 50, con varias generaciones perdidas, trabajo escaso y mal pagado, y unos jubilados que van a ver esfumarse sus cotizaciones y sólo podrán aspirar a pensiones mínimas de caridad”.

Ramón Muñoz vaticina que “vamos a sufrir ese empobrecimiento con resignación, porque, paradójicamente, ese período de bienestar nos ha vacunado contra la revolución, nos ha desarmado para oponer resistencia frente a los poderes establecidos”. En Grecia, perder el trabajo ya significa perder la asistencia sanitaria. En 2011, se firmó un acuerdo con la troika, según el cual la sanidad pública sólo atenderá a los parados durante un año desde la fecha de su cese. Después, tendrán que abonar las facturas. Si no pueden hacerlo, no recibirán tratamiento. Se calcula que ahora mismo hay 600.000 personas en esa situación, pero el número crecerá en los próximos meses. La política de austeridad es una trampa mortal que sólo sirve para agravar la crisis y acentuar el desamparo de los más débiles. Según Kostas Syrigos, jefe de oncología del Hospital General Sotiria en el centro de Atenas, “estar parado en Grecia significa en estos momentos la muerte”. Algunas farmacéuticas alemanas ya han interrumpido el suministro de medicinas a los hospitales públicos. Es el caso de Merk, que ha suspendido el envío de Erbitux, un medicamento para el cáncer intestinal. España vivirá una situación semejante en un futuro no muy lejano.

Hasta hace muy poco, se escarnecía cualquier llamamiento a la revolución, pero está claro que ya no hay otra alternativa, salvo la sumisión y la complicidad. Los políticos que invitan al diálogo y la moderación en estas circunstancias son cómplices de un genocidio que sólo acaba de comenzar. La deuda adquirida con entidades crediticias internacionales es tan ominosa e ilegítima como las condiciones de las hipotecas firmadas por millones de familias con los diferentes bancos. Cuando hace unos días, se suicidó en Barakaldo Amaia Egaña, ex concejal del PSE-EE de Eibar, cerca de diez mil personas se lanzaron a la calle para gritar “Hay que parar el terrorismo financiero”, “No es un suicidio, es un homicidio”. Amaia se arrojó desde el balcón de su casa cuando la comisión judicial se disponía a efectuar el desahucio. La rabia ciudadana se plasmó en pintadas sobre las fachadas de los bancos: “Asesinos”, “Hiltzaileak”. No se me ocurre otra palabra para calificar a los responsables de estos hechos. Levantar las manos y gritar “estas son nuestras armas”, no ha servido para nada. El pacifismo del 15-M será recordado como un gesto de ingenuidad política. España –un proyecto fallido abocado a romperse en distintas nacionalidades- no necesita mareas de indignados, sino una nueva generación de hombres y mujeres dispuestos a ejercer una resistencia activa, radical, revolucionaria. El gobierno de Rajoy ya se ha preparado para esta eventualidad, endureciendo el Código Penal. El moderado Ruiz-Gallardón, Ministro de Justicia, se ha revelado como un halcón disfrazado de paloma, con una retórica hueca y ferozmente oportunista. A pesar de su encono personal, Esperanza Aguirre se mueve en la misma línea, declarando que la huelga general del 14 de noviembre era ilegal, de acuerdo con la normativa vigente. Los presuntos demócratas alteran o interpretan las reglas del juego, conforme a sus turbios intereses. A estas alturas, ya sólo queda resignarse o luchar. Hay que acabar con el mito de un Estado invulnerable. Sólo se podrá hablar de esperanza cuando el sufrimiento golpee a los causantes de esta tragedia. No se puede pedir a un pueblo que acepte la penuria y la humillación, sin inmutarse. La brutalidad de la Unidad de Intervención Policial, que oculta sistemáticamente su identificación para apalear incluso a menores, y la persistencia de la tortura en España (7.000 denuncias en la última década) son la evidencia de que se han roto las vías de negociación pacífica.

Al final del Manifiesto Comunista (1848), Marx y Engels reconocen que sus objetivos de justicia, igualdad y solidaridad “sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente”. Aunque algunos afirmaron que el comunismo había muerto, sigue constituyendo la única alternativa real a la explotación capitalista. En una época donde se ha penalizado hasta la desobediencia civil no violenta, la clase trabajadora no puede conformarse con huelgas generales y manifestaciones incruentas. Los pueblos del Sur de Europa deberían imitar a los palestinos y rebelarse contra el poder político y financiero mediante una intifada que sacudiera los cimientos de un continente administrado por especuladores sin conciencia. Si no se produce una rebelión popular y surgen nuevas fuerzas políticas que canalicen la justificadísima ira, deberemos acostumbrarnos a convivir con situaciones como las que refirió el ya citado oncólogo griego Kostas Syrigos a Liz Alderman, corresponsal de The New York Times International Weekly: Hace un año, se diagnóstico a Elena un cáncer de mama. Al no tener trabajo, la sanidad pública interrumpió el tratamiento. Un año más tarde la atendió una red clandestina de médicos que se ocupan de enfermos sin seguro. En ese tiempo, el cáncer había crecido hasta alcanzar el tamaño de una naranja, traspasándole la piel y causándole una herida que la pobre mujer drenaba con una servilleta. “Cuando la vimos, todos nos quedamos sin habla y nos echamos a llorar”, admite Syrigos, consternado.

Espero que algún día las lágrimas corran por las mejillas de los defensores de la austeridad y la consolidación fiscal. Si he de ser sincero, prefiero una Europa en llamas a una Europa que abandona a su suerte a los más débiles.

*Into The Wild Union

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