ICV y la crisis. Una critica

ICV y la crisis. Una critica

Hace unos años, hice pública mi preocupación por como CCOO de Cataluña discutía en la escuela de verano de los rasgos y consecuencias de la crisis.

Decía que no éramos conscientes de lo que se nos venía encima y consideraba una temeridad partir de la visión que nos ofrecían unos cuantos economistas del sistema, algún keynesiano y un decreixementista.

Ahora, años después, me veo en la necesidad de hacer extensible la crítica a la forma como lo está haciendo ICV, que parece imitar a las Comisiones Obreras de entonces.

El error de partida es que, al parecer, todavía hay quien, de una manera u otra, mantiene una profunda fe en la permanencia del orden capitalista más o menos civilizado y está dispuesto a restar importancia a la magnitud de la crisis. Incluso se sueña con un capitalismo verde que renuncie al crecimiento económico, a la acumulación de capital, y puestos a soñar, que renuncie también a la explotación de los oprimidos.

La crisis no es un episodio pasajero como se nos quiso hacer creer en un primer momento y como parece que algunos todavía piensan. Se trata de una crisis prolongada que abre un periodo duro y convulso. Esto nos exige tomar conciencia de cuál es la situación y analizarla con detenimiento. Sólo a partir de aquí podremos adecuar la táctica y desarrollar un programa de lucha a la altura de las nuevas circunstancias.

Para los keynesianos, el origen de la crisis es político. Todo se resume en culpar a los neoliberales que se empeñaron en abolir el régimen de regulación que operaba en el período que va de la posguerra a la crisis de los setenta. Enfocan las cosas como si de una polémica académica se tratara. Cualquier análisis que vaya más allá, que ponga al descubierto que el colapso del sistema de posguerra no fue producto de la ideología, sino de profundas contradicciones dentro del propio sistema capitalista, es despreciado.

Es evidente que de una manera muy esquemática, se puede diferenciar entre dos regulaciones del capitalismo: la sólida, asociada al keynesianismo y la caótica, asociada al neoliberalismo, pero esta división, siendo más o menos adecuada para analizar algunos aspectos de lo ocurrido , no lo es para entender la envergadura de esta crisis.

Lo primero que deberíamos tener claro es que los grandes cambios que se produjeron en la economía capitalista global en las últimas tres décadas tenían como trasfondo la obsesión de los capitalistas para recuperar la tasa de beneficios e inaugurar un amplio periodo de crecimiento y internacionalización de la economía capitalista en el que estuvieran en mejores condiciones frente a los explotados.

La crisis actual, y sobre todo, el período de boom que la precedió, ponen al descubierto que el neoliberalismo ha sido extremadamente beneficioso para el capital monopolista y financiero. Por eso no tienen la más mínima intención de abandonarlo.

Pero el neoliberalismo no ha logrado resolver las contradicciones fundamentales que habían estallado en la década de 1960 y principios de 1970. Estas contradicciones fueron apaciguadas temporalmente y ahora han vuelto a emerger de una forma aún más explosiva que antes.

Todo esto me llevó, hace ya tiempo, a asimilar esta crisis, no a cualquier otra, sino a las que años atrás adquirieron mayor profundidad y terminaron en depresión. Es evidente que esta asimilación obliga a pensar en 1929. Resulta duro y arriesgado llegar a esta conclusión y cuando la vi explicitar por primera vez me supuso un enfrentamiento con uno de mis mejores maestros: Lluis de Sebastian. Puedo confesar ahora, que el enfrentamiento, a pesar de la bondad y la comprensión que siempre caracterizaron a Lluis, en aquel caso no fue precisamente pacífico.

Ahora bien, el impacto social de la crisis, siendo dramático, todavía no ha alcanzado la envergadura que tuvieron las grandes depresiones anteriores y seguramente era eso lo que Lluis, que era un hombre muy sabio, quería hacerme ver.

Esta particularidad en relación a 1929 de la crisis actual se debe a varias razones, pero especialmente a la existencia del Estado del bienestar, que a pesar de que el neoliberalismo quiere destrozarlo, ha ayudado a socorrer a mucha gente atenuante algunos de los aspectos más nocivos de la crisis.

En otras palabras, suerte hemos tenido de la faceta civilizada que el sistema aún conserva. Lo que pasa es que ahora se intenta acabar definitivamente con este Estado del bienestar, y si no somos capaces de evitarlo, el futuro que se avecina será de nuevo extremadamente terrible.

Hay una creencia generalizada que el Estado del bienestar es un regalo de las políticas keynesianas cuando de hecho no fue así: es, por un lado, fruto de la lucha de las clases trabajadores y es, al mismo tiempo, una concesión para neutralizar esta lucha.

Ya sabemos que los primeros pasos de regulación laboral y el embrión de un estado benefactor se dieron en Alemania durante la época de Bismarck. Esto se hizo para arrinconar al movimiento socialista. Posteriormente, en la misma Alemania (Prusia en concreto) se reconocieron constitucionalmente los derechos económicos y sociales. El reconocimiento, en este caso, pretendía evitar cualquier contagio bolchevique mientras aniquilar físicamente a los espartaquistas. Pero cuando la burguesía acabó imponiéndose claramente sobre la clase obrera y dilapidó sus organizaciones, el fascismo no tuvo ninguna consideración con las concesiones anteriores.

El Estado del bienestar desarrollado, tal como lo conocemos ahora, se forjó en la Alemania alineada con los capitalistas después de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba, en aquel caso, de ganarse a los trabajadores de una parte en contra de los de la otra parte. Ahora eso ha cambiado. La única manera de mantener el Estado del bienestar es a través de una lucha feroz.

Los keynesianos reclaman una regulación más estricta. La izquierda transformadora también está interesada en que esta regulación prospere y no debe dudar en apoyar a los keynesianos en este empeño. Pero lo que no podemos es creer, como afirman ellos, que una vez garantizamos la regulación, las cosas se pondrán de nuevo en el lugar que les corresponde y que todo volverá a funcionar bien.

La regulación puede servir para evitar las situaciones más abusivas de los capitalistas, pero no evitará todos sus abusos, tampoco evitará que los capitalistas más poderosos incumplan la regulación, y menos aún evitará las crisis.

El capitalismo, con regulación o sin ella, se encuentra en un callejón de difícil salida. Esto corta la hierba bajo los pies de la socialdemocracia, que ahora intenta esconder su incompetencia apostando por el mensaje de los keynesianos. Su proyecto ilusorio, consistente en combinar la aceptación del neoliberalismo con una mínima dosis social, ha quedado destrozado por la crisis. El mismo problema tienen los que estaban dispuestos a aceptar el neoliberalismo si incorporaba unas mínimas dosis de ecología y pintaba de verde el Estado del bienestar.

¿Cómo se seguirá comportando la crisis?

No podemos olvidar que en el corazón de la crisis se encuentra la sobre acumulación de capital ficticio. Esto significa que los gobiernos de todo el mundo, mientras entregan miles de millones a los bancos e instituciones financieras, intentarán reducir aún más los niveles de vida de la clase obrera, intentarán que sean los trabajadores quienes soporten la caída de los precios de los inmuebles, intentarán que los trabajadores no tengan más remedio que devolver las deudas que suscribió con las entidades financieras e intentarán que estos mismos trabajadores soporten los intereses que se abonan por la deuda pública.

Es evidente que la evolución de la crisis no se puede determinar simplemente por la relación abstracta de categorías económicas. Estas categorías son sólo la expresión de la conducta de las clases sociales. La lucha de clases, durante tanto tiempo oculta e ignorada, tomará formas más abiertas y los partidos de izquierda deberán mojar, quieran o no quieran.

Esto nos obliga a empezar a elaborar nuestra alternativa para estar a la altura de la situación en la que nos encontramos ahora y poder responder adecuadamente a los retos que previsiblemente se nos acercan.

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