La cultura de la paz y el derecho de resistencia

La cultura de la paz y el derecho de resistencia
Para Natalia Baras, que me ayuda a mantener intacta mi fe en la amistad.

Hace unas semanas, manifesté mi pesar por haber empleado palabras que podían interpretarse como una incitación a la violencia. Ahora desearía explicar mi postura con más claridad. El derecho de resistencia de los pueblos contra la tiranía no es la invención de un radical, sino uno de los pilares de la cultura democrática. De hecho, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) y el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), reconoce el derecho de rebelión contra el poder ilegítimo. En Walden (1854), el célebre ensayo de carácter utópico de Henry D. Thoreau, que concitó el entusiasmo de Tolstói y Gandhi por su exaltación de la desobediencia civil no violenta, podemos leer : “En cuanto a las pirámides de Egipto, no hay nada por lo que asombrarse tanto como del hecho de que pudiera haber tantos hombres degradados para gastar sus vidas en construir la tumba de un bobo ambicioso, que habría sido más sabio y viril ahogar en el Nilo, y arrojar luego su cuerpo a los perros”.

 
El derecho de rebelión
 
El jesuita Juan de Mariana (Talavera de la Reina, 1536 – Toledo, 1624) publicó en 1599 De rege et regis institutione, un tratado político que justificaba el tiranicidio y que fue solemnemente quemado en 1610 en Francia por su carácter subversivo. Mariana consideraba que cualquier ciudadano puede atentar legítimamente contra la vida de un tirano. Entre los ejemplos de tiranía que justificaban este acto cruento, pero moralmente necesario, mencionaba los impuestos abusivos, los monopolios, las devaluaciones de moneda, el aumento de precios y las leyes concebidas para impedir que los ciudadanos se quejen y expresen libremente. “El tirano –escribe Mariana- sustrae la propiedad de los particulares y la saquea. Todo lo atropella y lo tiene por suyo”. El filósofo inglés John Locke, padre del liberalismo moderno, justificó el derecho de rebelión en el Segundo Tratado sobre el gobierno civil (1860): “Siempre que los legisladores tratan de arrebatar y destruir la propiedad del pueblo, o intentan reducir al pueblo a la esclavitud bajo un poder arbitrario, están poniéndose a sí mismos en un estado de guerra contra el pueblo, el cual, por eso mismo, queda absuelto de prestar obediencia”. En esos casos, “el pueblo tendrá el derecho de retomar su libertad original y el de establecer un nuevo cuerpo legislativo”. Ante las posibles objeciones, Locke afirma que negar el derecho de rebelión es como pedir a “los hombres honestos que no se opongan a ladrones y piratas, porque esto puede dar ocasión a desorden y a derramamiento de sangre. […] Si un hombre inocente y honesto está obligado a no abrir la boca y a abandonar todo lo que tiene, simplemente para no romper la paz, y tiene que ceder ante quien pone violentamente las manos sobre él, yo pediría que se considerase qué clase de paz habría en este mundo: una paz que consistiría en la violencia y en la rapiña, y que habría de mantenerse para beneficio exclusivo de ladrones y opresores. ¿A quién le parecería una paz admirable entre el poderoso y el débil el espectáculo de ver a un cordero ofrecer sin resistencia su garganta para que ésta fuese destrozada por el fiero lobo?”.
 
La guerra contra los pobres
 
En un mundo donde ha triunfado la retórica neoliberal, que protege los intereses de las compañías transnacionales mientras impone terribles sacrificios a los trabajadores, sobran motivos para la rebelión, pero la violencia siempre es el último e indeseable recurso, pues ciertos objetivos son inalcanzables sin sacrificar por el camino principios morales básicos, como el respeto a la vida y a la disidencia. Según Noam Chomsky, vivimos en un mundo “donde el valor supremo es el beneficio de los inversores y todo lo demás debe subordinarse a él. La existencia humana tiene valor en la medida en que contribuye a este fin”. Y añade: “La implacable guerra de clases librada por los sectores empresariales contra los trabajadores se ha intensificado hasta alcanzar en la actualidad una escala global”. La revolución neoliberal que se inició en los ochenta con Margaret Thatcher y Ronald Reagan se ha transformado en una campaña contra los pobres, que no ha cesado de erosionar las condiciones de vida de la clase trabajadora, reviviendo situaciones que parecían inconcebibles en la Unión Europea: pobreza infantil, desempleo masivo, pérdida de derechos laborales, bajada de salarios, desahucios, dramáticos recortes en educación y sanidad e incluso restricción de las libertades fundamentales. Por supuesto, todas estas medidas siempre han contado con el apoyo del Ejército y las Fuerzas de Seguridad del Estado, que han monopolizado el uso de la violencia, alegando que su poder coactivo emana de la voluntad popular. Cualquier iniciativa que ponga en peligro los intereses de las oligarquías financieras, se considera terrorismo y se aborda con legislaciones de urgencia, que incluyen torturas más o menos encubiertas. Estados Unidos ha recurrido abiertamente al waterboarding, los internamientos indefinidos y las cárceles secretas. España ha sido denunciada numerosas veces por el uso sistemático de la tortura durante el período de aislamiento contemplado por la legislación antiterrorista. No hablo de casos aislados, sino de más de 10.000 denuncias en la última década, que el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas y el Consejo de Europa consideran creíbles. A pesar de los informes incriminatorios de Amnistía Internacional o Human Rights Watch, la Guardia Civil sigue empleando la bolsa, la privación de sueño, las vejaciones sexuales, la intimidación verbal y las amenazas de muerte. El prestigioso antropólogo forense Francisco Exteberria ha denunciado que en los ochenta todos los detenidos –incluidos los delincuentes comunes- eran brutalmente torturados. En la actualidad, Etxeberria afirma que se sigue la táctica de “resquebrajar psicológicamente al detenido”, agotando su resistencia física y mental.
 
Desde la escuela, se inculca la idea de la no violencia, pero apenas se menciona que –según los informes de UNICEF- mueren cada año millones de niños como consecuencia directa de la amortización de la deuda externa. Esos niños mueren porque el dinero que podría emplearse en sanidad se utiliza en pagar los préstamos concedidos por el FMI, el Banco Mundial, el BCE o la Reserva Federal de Estados Unidos. Esos niños mueren de enfermedades de fácil tratamiento y curación. Es el “callado genocidio” al que aludió Hiroshi Nakajima, director de la OMS entre enero y mayo de 1988: “Es una tragedia evitable porque el mundo desarrollado posee los recursos y la tecnología para acabar con estas enfermedades comunes en todo el mundo, pero no la voluntad de ayudar a los países en vías de desarrollo”. Chomsky señala que llamamos “países en vías de desarrollo” a los países colonizados y controlados por Occidente. Es evidente que desde una perspectiva global el derecho de rebelión es completamente legítimo en nuestros días, al menos si nos atenemos a los razonamientos de Juan de Mariana y John Locke. Sin embargo, la estrategia de la lucha armada ha dejado un rastro de dolor en ciertos países que aconseja optar por la vía de la negociación y el diálogo. Hay una izquierda infantil y vehemente que ensalza los tiros y las explosiones, a veces desde el escenario de un concierto de hip-hop. Creo que las canciones de Víctor Jara, Silvio Rodríguez o Quilapayún expresan un punto de vista más sensato y meditado, que se solidariza con el dolor del pobre y oprimido, sin renunciar al espíritu revolucionario y utópico. Mi rechazo de la violencia en las circunstancias actuales nace del horror y la irritación que me ha provocado descubrir cómo avanza una izquierda estridente y sin argumentos, donde ha anidado la nostalgia del estalinismo, el antisemitismo y una retórica belicista de cartón piedra. Conviene aprovechar las lecciones de la historia, aunque sólo sea por pragmatismo y sensatez. Ulrike Meinhof se planteó una respuesta militar contra un Estado alemán que ofrecía sus bases al Ejército norteamericano para bombardear a la población civil vietnamita con napalm. Su ensayo de guerrilla urbana no produjo ningún cambio significativo, desarmando –paradójicamente- a la izquierda extraparlamentaria. La República Federal no era Cuba, donde la violencia revolucionaria no era una opción más, sino el único camino posible para acabar con el régimen de Batista. Es absurdo repetir un error que se saldó con un enorme caudal de sufrimiento. 
 
El laberinto vasco

En una dictadura, “la lucha armada es imprescindible para avanzar”. José Miguel Beñaran Ordeñana, “Argala”, no se equivocaba en ese sentido y, menos aún, cuando después del golpe de Estado en Chile que acabó con la vía pacífica al socialismo de Salvador Allende, escribió: “La burguesía recurre a las armas cuando ve en peligro sus privilegios, lo que induce a pensar que si la clase obrera no se plantea el problema en términos semejantes, tendremos ocasión de presenciar muchas matanzas y pocas revoluciones”. El Batallón Vasco Español asesinó a Argala el 21 de diciembre de 1978. No pudo contemplar las atrocidades de la Junta Militar argentina ni los estragos de la infame dictadura de Pinochet. No llegó a conocer el genocidio del pueblo maya en la Guatemala de Ríos Montt ni el asesinato de Óscar Romero o Ignacio Ellacuría en El Salvador. En aquel tiempo, casi toda América Latina soportó horribles dictaduras militares, que impulsaron verdaderos genocidios. Hasta hace poco, Álvaro Uribe ocupaba la presidencia de Colombia, pese a su implicación en los crímenes de las fuerzas paramilitares, que –según Periodismo Humano- construyeron hornos crematorios en la selva para hacer desaparecer los restos de periodistas, líderes sindicales o activistas de los derechos humanos. Esa clase de violencia parece más tolerable que las acciones armadas de las guerrillas urbanas surgidas en los 70, siguiendo la estela del internacionalismo guevarista. Yo viví los “años de plomo” de los ochenta en Madrid. No me siento capaz de condenar sus atentados sin condenar la violencia del Estado español, cuyas Fuerzas de Seguridad conservaban las inercias de la dictadura franquista. No se puede condenar el atentado de Hipercor y no mostrar el mismo espanto moral hacia los asesinatos de Lasa y Zabala o Mikel Zabalza, torturados hasta la muerte en el cuartel de Intxaurrondo por la Guardia Civil. Creo que ETA cometió el primer error importante el 13 de septiembre de 1974 al colocar una bomba en la cafetería Rolando, situada a escasos metros de la antigua Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol de Madrid. Sin embargo, esa trágica equivocación no se habría producido, si los célebres sótanos de la DGS no hubieran constituido durante décadas el teatro principal de torturas y represión del franquismo, donde muchos activistas políticos conocieron la muerte y las formas más inhumanas de maltrato.
 
La violencia de ETA o el IRA nace de causas semejantes y merece idéntico juicio moral. Todo depende del relato que se suscriba e indiscutiblemente ambas organizaciones debieron renunciar a la violencia mucho antes. Para unos, se trata de simple fanatismo y pistolerismo, sin causa justificada. El respaldo social y electoral de independentismo vasco e irlandés cuestiona esa versión. Para otros, se trata, en cambio, de una lucha nacional por legítimos derechos históricos, agravada por la espiral represiva del Estado español o el británico. La escritora y activista Eva Forest (Barcelona, 1978-Fuenterrabia, 2007) se refería a Euskal Herria como “una herida” infligida por “Estados diferentes y ajenos, que nada entienden de soberanía y libertades”. Un pueblo nunca se resignará a vivir “dividido en dos por unas fronteras artificiales”. Yo siempre he considerado que la “cuestión social” es más importante que la “cuestión nacional”, pero entiendo que el derecho de autodeterminación se hace particularmente incuestionable cuando se desata una persecución oficial contra la lengua, las costumbres y el legado cultural. Desde luego, yo no considero que José Miguel Beñaran Ordeñana, “Argala”, o Robert Gerard Sands, más conocido como Bobby Sands, sean terroristas. De hecho, la muerte de Bobby Sands el 5 de mayo de 1981 conmovió al mundo. Sands falleció después de 66 días de huelga de hambre, pidiendo la condición de presos políticos para los activistas del IRA encarcelados en prisiones inglesas. Eso sí, no niego que cualquier actividad armada conduce a aberraciones morales. Cuando se empuñan las armas, los principios militares de obediencia y disciplina reemplazan a los valores cívicos. Deploro la muerte de María Dolores Gonzalez Cataraín, “Yoyes”, pero su retorno a Ordizia (Gipuzkoa) en septiembre de 1986 despierta mi perplejidad. Después de formar parte del Comité Ejecutivo de ETA-Militar en una época de máxima crispación por una dinámica de atentados y represión, no es posible regresar a la vida civil, pensando que una decisión de esa magnitud puede acontecer sin consecuencias. Su trágico final debería motivar un examen autocrítico en los que realizan una apología romántica de la lucha armada. Me parece tremendamente hipócrita exaltar la figura de "Yoyes" desde el punto de vista de las instituciones españolas. No se trata de “una feminista de una gran clarividencia política”, sino de una dirigente de una organización armada en un período de violencia exasperada, que intentó desligarse de un conflicto por cuestiones personales y no por una rectificación ideológica. Matarla en presencia de su hijo Akaitz, de tres años, me parece un acto de barbarie, pero no se puede esperar humanidad en un tiempo donde un bando luchaba por sobrevivir con escasos recursos y otro continuaba cometiendo crímenes con impunidad, gracias a su entramado institucional. ETA sobrepasó el centenar de víctimas en los años en que "Yoyes" ocupaba un lugar en el Comité Ejecutivo. Esas víctimas son continuamente homenajeadas, pero apenas se menciona que entre 1952 y 1978 los sucesivos gobiernos del Estado español acabaron con la vida de 150 ciudadanos vascos en manifestaciones, interrogatorios, controles de carretera, ejecuciones con sentencia judicial o atentados cometidos por grupos paramilitares con el apoyo de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Si extendemos la cuenta hasta 2010, el número de víctimas asciende hasta 474. Si contabilizamos las que comienzan con la sublevación militar de 1936, nos encontramos con un genocidio. El historiador donostiarra Iñaki Egaña investigó el alcance de la represión en Euskal Herria entre 1936 y 1940. Después de un riguroso trabajo de documentación, identificó a 6.018 personas fusiladas por el bando franquista, sin contar las 7.000 bajas causadas en el campo de batalla, las 55.000 detenciones y los 70.000 exiliados.
 
El genocidio franquista
 
Los crímenes de la dictadura del general Franco no afectaron únicamente a Euskal Herria. La historiadora Empar Salvador Villanova afirma en su estudio El genocidio franquista en Valencia: Las fosas silenciadas del cementerio (2008) que “los 156 mil casos documentados de desaparecidos [en la totalidad del Estado español] sólo son la punta del iceberg”. En una entrevista realizada el 22 de octubre de 2009 por Silvio Tejada en el Diario de la Pampa, Empar Salvador afirma que “el régimen de Franco nunca despareció. En España se dijo que había una democracia, pero con una estructura de Estado fascista. Todo aquello está muy vigente. El responsable de haber destruido casi toda la documentación [sobre el genocidio franquista] es ahora el presidente del grupo Sogecable- Prisa, el señor Rodolfo Martín Villa, quien participó con altos cargos políticos en el régimen genocida. La vicepresidenta del gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, es hija de uno que se llamaba Wenceslao Fernández de la Vega, que era la mano derecha de uno de los peores y más sanguinarios falangistas que ha habido en España, José Antonio Girón de Velasco. Luego ella fue jueza durante el franquismo. El fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, es nieto del coronel auditor Luciano Conde Pumpido. […] Ha habido más víctimas con el franquismo que en el régimen de los Jemeres Rojos de Camboya. Pero nunca se ha juzgado a nadie. Es más, los descendientes están ocupando en el país altos cargos en el Estado, las finanzas, la industria, la prensa, los bancos. El presidente del Parlamento español, José Bono, del Partido Socialista, dice públicamente que él es hijo de falangista y a mucha honra. Así que estamos metidos en un proceso judicial en el que lo que queremos es llegar a los tribunales internacionales, porque en España, mientras existan los elementos sociológicos y físicos franquistas que hay en este momento controlando la sociedad, no se hará justicia. Nos piden que miremos al futuro y olvidemos el pasado, pero, claro, el pasado son cientos de miles de víctimas, ahí están nuestras familias enteras tiradas en las fosas como perros; nadie puede olvidar eso”. Sólo en el cementerio general de Valencia hay seis inmensas fosas con 23.661 personas, que fueron arrojadas a su interior hasta el 31 de diciembre de 1945 durante ejecuciones que recuerdan las matanzas de los Einsatzgruppen nazis en la Europa del Este. Francisco Cossiga, ex presidente italiano, afirmó que son las fosas más grandes de la historia europea del siglo XX. Empar Salvador ha denunciado repetidas veces el nefando papel del ex juez Baltasar Garzón, que “ayudó a desmembrar la causa sobre las víctimas del franquismo”. Durante años, archivó todas las denuncias sobre la cuestión, invalidando miles de pruebas y encubriendo a los asesinos y sus cómplices. 157.000 casos se malograron por su culpa. Sólo retomó el tema por un desmedido afán de protagonismo, ocultando que desde la Audiencia Nacional justificó y amparó la tortura, algo que han denunciado en infinidad de ocasiones los abogados de los presos políticos vascos. Evidentemente, no calculó bien los riesgos de su maniobra, cuando inició la causa por los crímenes del franquismo. Al menos, consiguió un inmerecido papel como adalid de los derechos humanos.
 
 
La cultura de la paz
 
Creo que es posible fomentar una cultura de la paz, con la convicción necesaria para educar a las nuevas generaciones en la tolerancia y el respeto a la diferencia. No es una cuestión baladí. En mis años como profesor de filosofía de educación secundaria, comprobé que en los barrios de la periferia de Madrid habían florecido la xenofobia, el racismo y la homofobia entre los jóvenes de familias obreras. Sería absurdo negar un dato que puede contrastarse leyendo las noticias de prensa de los principales diarios nacionales en los últimos quince años. El nazismo ya es una subcultura con cierta implantación en los segmentos más vulnerables de una generación sin expectativas laborales y con un grave desconocimiento de su pasado por culpa de programaciones oficiales alérgicas a la verdad histórica. La alternativa no es una juventud radicalizada que invoca a Stalin y pide la destrucción del Estado de Israel, fantaseando con la creación de una guerrilla urbana. Hay que crear una mayoría social y política y olvidarse de consignas incendiarias. Nada cambiará sin una movilización ciudadana, con líderes responsables y activistas comprometidos. Si me piden ejemplos, se me ocurren los nombres de Diego Cañamero, Juan Manuel Sánchez Gordillo y Arnaldo Otegi, todos encausados o procesados por la justicia española en nombre de la libertad y la democracia. Si me piden que confiese una debilidad, citaré a Periko Solabarria, que también ha conocido la cárcel y la represión. Antiguo cura obrero, se hizo conocido por su compromiso sindical y su militancia antifranquista. Aunque ya ha superado los ochenta años, Periko continúa en la calle, solidarizándose con los desahuciados, los inmigrantes, los gays, las mujeres, los presos políticos o cualquier otra minoría hostigada por la incomprensión y el rechazo. Durante años, trabajó en los Altos Hornos de Vizcaya a tiempo completo. Su participación en tareas particularmente penosas, le acarreó una grave afección respiratoria, que no le ha restado un ápice de energía y entusiasmo. Aunque ha hecho carrera política en las filas de la izquierda abertzale, sólo reivindica su condición de “peón de la construcción” y nunca ha mostrado ningún interés por ocupar un cargo oficial. Creo que su ejemplo es sumamente inspirador y un excelente antídoto contra el pesimismo y la desesperanza
El derecho de rebelión no es incompatible con la cultura de la paz. El derecho de rebelión es el camino penoso e ingrato que algunos pueblos se ven obligados a tomar para huir de la pobreza y la violencia del Estado. A veces he hablado de un humanismo basado en la ética kantiana, según la cual el ser humano es un fin en sí mismo y nunca un medio. Esa clase de humanismo está presente en la “epifanía del rostro” del filósofo judío Emmanuel Levinas o el “principio de responsabilidad” de Hans Jonas. Ese tipo de humanismo aplaza el derecho de rebelión más allá de lo razonable, apostando por la paz incluso en las circunstancias más adversas. La paz siempre es lo más difícil. Martin Luther King aseguraba que “hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces; pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”. Quizás subestimó la dificultad de reemplazar el odio por la fraternidad, pero quizás nosotros hemos subestimado la alegría que nos proporcionaría la realización de esa utopía. Kant soñó con la paz perpetua. No me parece casual que Heine le definiera como el hijo de Robespierre, revelando una vez más que el derecho a vivir en paz a veces sólo se obtiene mediante una rebelión capaz de emancipar al ser humano de cualquier forma de opresión y  tiranía.
 
 

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