La decisión

La decisión

La plaza alternaba en sus árboles los tonos ocres y amarillos. Las barrancas se poblaban de oficinistas, tirados sobre el césped de cara al sol mortecino. Se anunciaba tiempo inestable para el mediodía. Un gigantesco hotel cinco estrellas ofendía la vista donde antes había estado el singular edificio Cavanagh. Lo había derrumbado hacía diez años . Sólo podía adivinarse la presencia del río tapado de edificios espejados. Corría el año 2061.

Joaquín avanzó lentamente ayudado por su bastón. Era de los nuevos modelos con sensores electrónicos. Su hijo mayor se lo había enviado de Japón. Se sentó en el primer banco vacío que encontró. Hoy debía tomar una decisión trascendente y para ello debía estar tranquilo, a solas con sus pensamientos.

Observó a las madres conversando mientras sus hijos jugaban en el arenero. Era de los pocos momentos que disponían para hablar directamente con otra persona y no a través de una pantalla. Los jóvenes estudiantes que no estaban haciéndose arrumacos, leían las pantallas de sus tabletas ópticas.

Pensó en sus hijos y sintió una punzada en el estómago. Estaban repartidos en distintos lugares del mundo y hacía años que sólo se comunicaban, cada tanto, a través de sus computadoras. Sus nietos eran niños extranjeros, que hablaban en otros idiomas que no comprendía y que lo saludaban en las fiestas. Los había visto crecer en el monitor de la PC y en las fotos que le enviaban por celular desde distintos países que visitaban. Pero ya eran para él más extraños que los hijos adolescentes de sus vecinos. Habían pasado toda una vida sin saber quiénes eran realmente.

Clara, su mujer, había insistido siempre en mantener silencio para no perturbarlos. Le había hecho prometer que nunca iba a crearles ni la más mínima duda sobre sus ancestros. En su momento habían inventado para sus hijos toda una historia de inmigrantes sobre sus abuelos, que habían terminado por creer ellos mismos.

Ahora que Clara había muerto volvía a dudar sobre sus decisiones pasadas. ¿Valía la pena decirles a sus hijos y nietos la verdad sobre su raíces? ¿qué sentido tenía?

Una y otra vez martilleaban en su cabeza esas preguntas mientras imágenes confusas del secuestro de sus padres aparecían en sus recuerdos. Ya no sabía si eran reales o las había visto en alguna película sobre los años de la dictadura del 76. Él había hecho oídos sordos al llamamiento de Abuelas, durante más de treinta años, para dar una gota de su sangre y así poder identificar los restos de sus padres y conocer su historia. Cuando la última de ellas murió, casi se sintió aliviado.

Adoptó sin cuestionamientos la identidad de sus apropiadores por comodidad. Eran ricos y le habían dado una buena vida. Estudios, casas, autos, viajes, mujeres, bebida, habían llenado durante años ese vacío que sentía todos los días al levantarse. Cada vez que tenía el impulso de acercarse al Banco Nacional de Datos Genéticos su mente pragmática había alejado la idea con un sinfín de argumentos aparentemente sólidos.

Se distrajo mirando a dos palomas apareándose. Había transcurrido demasiado tiempo. Decidió ir a tomar un café al bar de la esquina. Después pasaría a recoger la máscara veneciana que había encargado para su colección. Se levantó con cierta dificultad mientras una llovizna espesa comenzaba a caer sobre Buenos Aires.

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