La indignidad de Cristina Cifuentes

Nunca pensé que escribiría algo a favor de Felipe González, pero después de contemplar el indigno comportamiento de Cristina Cifuentes, querellándose contra un internauta por llamarla “puta” y consiguiendo una sentencia judicial favorable, he recordado las palabras del ex presidente cuando acudió a la Universidad Complutense a dar una conferencia y un grupo de estudiantes reventó su intervención con los peores insultos. “No se preocupen”, comentó a los periodistas. “Soportar estos insultos forma parte de mi trabajo”. Felipe González no recurrió a los tribunales, pero Cristina Cifuentes, Delegada del Gobierno del Madrid, se movilizó de inmediato, manifestando en las redes sociales que interpondría una denuncia. Dos años después, la Fiscalía pedía cuatro de prisión, una pena desorbitada y claramente abusiva. El tribunal ha estimado que son suficientes 300 euros de multa, 1.000 de indemnización y el pago de las costas judiciales. Eso sí, el internauta tendrá que publicar la sentencia en su perfil deTwitter y cerrar su cuenta. Me pregunto por qué no se aplicó el mismo criterio cuando Esperanza Aguirre, ex presidenta de la Comunidad de Madrid, llamó “hijoputa” a Alberto Ruiz-Gallardón. El espíritu vengativo de Cifuentes revela una pasmosa inmadurez y un talante profundamente antidemocrático. Saber que la sentencia sienta jurisprudencia solo corrobora la alianza entre jueces y políticos para criminalizar la indignación popular.

Me pregunto si yo debería recurrir a la justicia. Más de un centenar de personas me han enviado insultos y amenazas en las redes sociales. Algunos se identifican como legionarios o familiares de la Guardia Civil. No solo me insultan a mí. También insultan a mi madre, a mi mujer y a los hijos que no he tenido. Soy escritor y periodista y presumo que esta clase de incidentes son inevitables cuando adquieres cierto perfil público. Siempre he pensado que la delación es una infamia. Como alumno y como profesor, pues he ejercido la docencia quince años. Aunque estuviera en mi mano, jamás pediría cuatro años de prisión para un botarate que desahogara su bilis, insultándome en las redes sociales o en un blog. Si, además, ocupara un cargo político en un país con casi seis millones de parados, miles de familias desahuciadas y niños con malnutrición infantil, comprendería que me llamaran –con razón o sin ella- “hijo de puta”, “cerdo” o “gilipollas”. Sin embargo, Cristina Cifuentes considera que sería absurdo no utilizar su poder para vengar cualquier afrenta. No es necesario especular demasiado para advertir que experimenta la ebriedad del niño con un armario repleto de carísimos juguetes. En este caso, los juguetes se llaman Guardia Civil, Unidad de Intervención Policial o Poder Judicial. La combinación de sus resortes produce un monstruo capaz de acojonar al más temerario. Dado que nació un año más tarde que yo, imagino que siguió la serie japonesa Mazinger Z. Presumo que se dibujaba una sonrisa en su rostro, cuando escuchaba lo de “¡Puños fuera!”. Ahora que tiene a las Fuerzas de Seguridad a sus órdenes, esa remota vivencia infantil se ha convertido en una fantasía consumada. No me parece improbable que concilie el sueño, con una expresión radiante, feliz de aplastar como cucarachas a perro-flautas y rojo-separatistas.

Cifuentes hizo carrera en las filas de Alianza Popular y algunos la implican en el “tamayazo”, la turbia maniobra política que impidió al socialista Rafael Simancas ocupar la Presidencia de la Comunidad de Madrid. No sé a qué se dedicaba Cifuentes antes de medrar en las huestes de Fraga, un demócrata de toda la vida, que justificó la ejecución de Julián Grimaú, encubrió a los policías que asesinaron al estudiante de derecho Enrique Ruano y se manchó las manos de sangre –una vez más- con la masacre de Vitoria-Gasteiz y los crímenes de Montejurra. No sé si la actual Delegada del Gobierno era una de las miles de personas que acudían a la Plaza de Oriente para exaltar la dictadura franquista. Desde luego, su aspecto se corresponde con el de los pijos de toda la vida, que agitaban banderas de Falange y Fuerza Nueva en las manifestaciones, reivindicando los grandes logros de un régimen que exterminó a sus adversarios, cometiendo un horrible genocidio. Tal vez me equivoque, pero el estilo agresivo de Cifuentes no se corresponde con el de un político de convicciones democráticas. De hecho, en Estados Unidos puedes comprar papel higiénico con el rosto de sus presidentes y no intervienen los tribunales para escarmentar al gracioso de turno. Tampoco se considera admisible que un político intente arrollar a un agente de Movilidad, protagonice una huida de vodevil, ignorando las órdenes de la policía, y se refugie en su casa, justificándose más tarde con bochornosas mentiras. Eso solo es posible en España, cuya democracia se ha levantado sobre la impunidad de los crímenes del franquismo. España es el país de las fosas clandestinas y los monumentos fascistas, que humillan a diario a las víctimas de la dictadura. El gobierno de Mariano Rajoy ha promovido un discreto golpe de estado que ha liquidado las escasas libertades conquistadas por el pueblo trabajador mediante huelgas, protestas y manifestaciones.
Cristina Cifuentes no es una “puta”, pero su conducta sí es indigna. El significado genérico del adjetivo “puta” incluye la indignación y la rabia. Es un recurso literario legítimo, salvo cuando expresa desprecio hacia las mujeres que ejercen la prostitución. En ese caso, resulta inaceptable, pues desprende machismo y desdén por la mujer. Cifuentes no se merece ese insulto. No porque ocupe un cargo político, sino por su condición de mero ser humano. Eso sí, creo que muchos la recordarán como una síntesis de Martínez Anido, el conde de Mayalde y una Afrodita -la compañera sentimental de Mazinger Z- con una increíble mala leche. Aunque en la serie nunca se escuchó lo de “¡pechos fuera!”, Cristina Cifuentes podría mejorar el original, demostrando que una pija enfurecida puede ser más letal que un robot de última generación.

* Rafael Narbona

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