Las drogas en la literatura puertorriqueña

Las drogas en la literatura puertorriqueña

¡No puedo cantar, ni quiero,
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en la mar!

Antonio Machado

Free grass for the working class.

Pedro Pietri

Aunque la antropología de la droga es antiquísima, no es hasta el siglo XVIII cuando, según El texto drogado (1994), se empieza a escribir sobre la experiencia de doparse. Una escritura que inauguraron —¿podía ser de otra manera?— los ingleses, relevados en el siglo XIX por plumas francesas, muchas de las cuales, como la de Baudelaire, rechazaron la alianza clave entre droga y literatura: el acceso a lo más profundo de la creatividad. En el siglo XX, El texto drogado aborda la generación beat estadounidense, cuyos viajes con LSD (un poema de Ginsberg) cambiaron para siempre el imaginario del país calvinista.

En El paraíso de los escritores ebrios (2007), la relación droga y literatura se vuelca hacia las letras de España e Hispanoamérica, siglos XIX y XX. Un recorrido que arranca con la proclividad de los modernistas por el hachís (José Martí, Valle Inclán), pasa por el reclamo de autonomía que, según Octavio Paz, es propio de la modernidad; el cual libera a la droga (igual que a la poesía) de la religión y la filosofía; hasta dar, de vuelta al origen (el peyote), en la búsqueda de espiritualidad y ampliación de la conciencia individual (ruptura del “yo-burgués”), tipo Alejandro Jodorowsky con los alucinógenos.

Entre el cielo y el infierno; la relación droga y literatura puede recrear mundos divinos, en los que el flujo de sinestesias reafirma la unidad fundante de todo lo que existe, o puede recrear infiernos en los que, más allá de las imágenes de pesadilla, el terror a la muerte o el acoso de la paranoia, la desidia drogada impone al escritor una dejadez total (la nada).

Entre ambos, el cielo y el infierno, se mueve la literatura puertorriqueña que tematiza la experiencia drogada a partir de la segunda mitad del siglo XX, corpus literario que El paraíso de los escritores ebrios no contempla. Una experiencia que incluirá, como puente entre lo divino y lo terrorífico, la propuesta urbana del hedonista (el poeta) que se disfruta la nota (el efecto drogado) sin hacerle daño a nadie.

El cielo. En cuanto a la experiencia divina de la droga, la literatura de Yván Silén (1944) se impone sin parangón: “Con la droga viajaba materialmente por ‘Dios’”. No creo que haya otra definición como ésta en la literatura de la isla, incluyendo la de la diáspora. Una propuesta que funda la relación droga-Dios en una presencia mayor, el “Poeta”:

“Apocalípticamente mi poeta ha sido el libro dulce del Banquete de Revelación que he tenido que comer como miel y sufrir como hiel. Debido a él, decidí hacer y ser todo lo que los jóvenes hacían (1970). Probé la marihuana, la mescalina, el LSD (viajé hasta agotar y romper el ‘yo’-burgués), pero rechacé instintivamente la cocaína y la heroína. “Dios”, aunque algunos se escandalicen con esto, me guiaba en el valle de sombra de muerte de su Alma, y me mostraba ‘cosas’.”

Como pintor, Silén replantea la relación entre la droga y Dios. Esta vez, se autorretrata (en la pintura digital al inicio de este ensayo) en la imagen de un Cristo crucificado. Un Yván-Jesús con un moto/porro en la boca, clavado a una cruz amarilla, sobre un fondo fucsia que libidiniza la sangre (el delito erótico y político de matar a Dios). Un Cristo-Yván que interpela a los demás desde su firmeza cannábica: “Cabrones impíos.” Digamos entonces que, por un lado, si Antonio Machado prefirió al Jesús que “anduvo en la mar,” y no tanto al del madero, por el otro, Silén prefiere al Jesús fumeco, marihuanero, que por desafiar el sistema político romano —que es como le corresponde actuar a los Poetas— termina clavado en la cruz (razón por la cual Silén detesta al Cristo pacifista que, frente a la violencia, pone la otra mejilla): “El cristianismo ha mariconizado a la figura de Cristo.”

Pero no es sólo a Jesucristo a quien el Poeta, todo un Caballero Literario, invita a la intersubjetividad de fumarse un porro. También le hace el ofrecimiento al lector implícito de sus textos: “Nos reímos. El lector encendió un cigarrillo de marihuana y lo fumamos.”

De esta manera, el surgimiento del Poeta (Yván) queda indisolublemente entrelazado con la droga y con Dios (“Con la droga viajaba materialmente por ‘Dios’”):

“Porque en aquel entonces [años setenta], en esos viajes permanentes en que yo habitaba de la marihuana al café y del café a la marihuana (a la mescalina, al LSD), me encontraba en un sueño profundo de lo real; me hallaba en el sueño del inconsciente… Y, así, en el delirio de mí mismo, en lo exótico de mi ser poeta, en el serestar del abismo, en el ‘ahí’ que iba de la despersonalización a la poetización que me era propia, se comenzó a forjar La biografía [primera novela de Silén, de 1984].

El infierno. En el otro extremo de la experiencia divina, está la novela de Rafa Franco Steeves (1969), El peor de mis amigos (2007). Una narración en la que la droga, esta vez la heroína, conduce al infierno de dos maneras. Primero, como angustia del cuerpo que sufre (“el pavo frío”) la falta de “manteca”, “chocofango,” ausencia que produce estertores, sudores y contorsiones estremecedoras que hacen mierda al escritor drogado, incapaz de escribir en el ardor de esa intensidad corporal (las llamas del infierno); siempre en busca de una sola cosa (la heroína). Eso que el cuerpo necesita antes que el amor, la amistad, la comida, el sexo, la lectura, la escritura. Segundo, la heroína conduce al infierno de la desmemoria, un agujero negro que borra al sujeto racional (el escritor) en la dejadez rutinaria que experimenta una vez se ha pinchado el brazo:

No entiendes que es precisamente eso lo que quiere el tecato [drogadicto], la nada, la modorra de la monotonía, el efecto analgésico y la soñolencia sabida que producen la repetición y la rutina. El tecato se levanta, porque ni siquiera se despierta, y busca la forma de conseguir unos pesos para meterse la droga, la misma mierda de todos los días.

La heroína es el camino que conduce a la mierda cotidiana, una ruta que reduce la vida al infierno del escritor que no escribe (tampoco puede leer); que se la pasa recorriendo minuciosamente las ciudades en las que vive (San Juan, Denver, Nueva York) en busca de la cura, empujado siempre por la imperiosidad de un cuerpo que si no se pincha la vena cuando ésta lo pide, se caga encima: “Pero para Sergio, las brasas que sentía desgarrarle el esfínter en plena discusión pública equivalían a un privado y apocalíptico adiós a la cordura, una cancelación de su suscripción en el mundo, de su humanidad.”

Infierno de una adicción que borra todo lo demás; incluso, en ocasiones, la libido. La heroína encarna al diablo en persona (el peor de todos). Pesadilla de un escritor que por “pegarse tiros” en el brazo, casi lo pierde todo. Hasta que, tras la muerte del amigo y el rompimiento amoroso, lo salva la literatura: precisamente, la novela que leemos, la cual testimonia que el escritor drogadicto, el “tecato,” se ha quitado, se ha curado del vicio y ha recuperado su racionalidad y, por ello, su humanidad. El de la heroína es entonces, al final de El peor de mis amigos, un infierno vencido, aplacado, en el que gana la voluntad del escritor, que para vencer de una vez el infierno de la droga escribe una metanovela en la que reflexiona sobre la dialéctica de la drogadicción y la literatura:

“No importa cuántas novelas escriba, cuántos cuentos cuente, cuántas mentiras diga, la realidad siempre será la misma y el disparate [la drogadicción] estará siempre aquí, en el recuerdo [del tecato que fui]; un recordatorio de que mi peor enemigo fui siempre yo mismo”.

Megalópolis. Ni divina ni satánica, en la poesía de Victor Hernández Cruz (1949), sobre todo en su segundo poemario, Snaps (1969), la droga es parte del paisaje citadino —como lo es el idioma inglés— que rodea al poeta en la ciudad de Nueva York. Un poeta joven, hedonista, osado, lírico, libre de la culpa atávica ante el deleite del cuerpo, que pertenece a la primera generación de puertorriqueños —los nuyoricans— criada en la megalópolis de los años sesenta, al ritmo de la calle por un lado y al de la oralidad campesina puertorriqueña por el otro. Un poeta por eso mismo, como los de esa generación épica, proletario, que crece en un hogar con pocos libros —sólo recuerda el del espiritista francés, Allan Kardec, popular no sólo en Puerto Rico sino en Hispanoamércia—, pero con mucho arroz y habichuelas. Y también con una presencia inapelable de la radio; una cajita de baquelita que transmite toda la gama musical de una antillanía desplazada en el frío anglo de la Gran Manzana.

Como en la literatura de Silén, en la poesía de Hernández Cruz la droga, sobre todo la marihuana, está dotada de espiritualidad (aunque no por eso de cristianismo cannábico). Por eso, cuando el poeta veinteañero de Snaps es suspendido de la escuela durante tres días, se alegra; el castigo le ofrece la posibilidad de recrear en la soledad multitudinaria de su cuarto, un espacio de libertad sinestésica. Un pequeño paraíso terrenal, doméstico, en el que la música, la poesía y la marihuana religan al poeta con su espiritualidad pagana (taína-africana): “todo el tercer mundo / ve espíritus & / y les habla / son nuestros amigos”. Energía ésta que arrebata al poeta hedonista de la megalópolis, transportándolo, ingrávido, por la ciudad, transformado en un ser incorpóreo que, como un “celaje”, atraviesa con gracia nuyorican la materialidad de los edificios: “una mano que  atraviesa una pared / no es un chiste”. Espíritu felizmente musicalizado, poetizado y marihuanizado que, eso sí, a la hora de bailar, recupera de inmediato la materialidad del cuerpo: una carnalidad que se fuma la noche en el bailoteo de un bugalú candente.

Antes de tirarse a la calle temprano en la mañana, como si se tratara de un turista local que se goza el periplo de lo cotidiano como si fuera la primera vez, el poeta se fuma un porrito en el Lower East Side (Loisaida), zona de alta boricuidad nuyorican. Mientras fuma, escucha el LP de Ray Barreto, Head Sounds (1969), que incluye el poema que el poeta le escribió al conguero mayor, “Drum Poem.” Un poema en el que, por comunicarse con el cosmos cuando le pega al tambor, el poeta le llama “conguero del alma” a Barreto: “Espíritu libre / espíritu libre”.

Gozando de lo lindo desde bien temprano en la mañana, al terminar de escuchar a Barreto, el “aeropoeta” de Nueva York —uno que viaja de varias maneras— se tira airoso a la calle, alucinado por la luz de las palabras que oye cuando camina pensando en las descargas de Barreto (una poesía del tambor). Lleva en uno de los bolsillos traseros del pantalón, un poemario de William Carlos Williams. Camina hasta la estación del subway; baja las escaleras, compra el boleto y espera que llegue el tren, la “serpiente de hierro” que lo lleva al norte de Manhattan.

De una manera inconspicua, el “aeropoeta” viaja por dentro de sí (humo de los dioses) a la vez que lo hace (en la serpiente de hierro) a lo largo de la ciudad. Pagano, ¡mil veces pagano! Pero sobre todo, el poeta que viaja en su propia nota citadina, se divierte sin más (fuma en las aceras y escaleras). Desde lo simbólico, juega con una representación de Nueva York que invita a los puertorriqueños a reinventar la megalópolis, puertorriqueñizándola libidinosa, cultural, ética y estéticamente. ¡Política de la cultura! El poeta se desplaza en la serpiente de hierro, que lo lleva hasta Spanish Harlem, donde se baja a escuchar una rumba de esquina y a comer cuchifritos (en la bodega de Cal Tjader). Al rato, sube hasta El Bronx, donde Jerry González se pica con heroína para que se oiga mejor la trompeta, Ya yo me curé (1979).

Por la noche, el poeta regresa al hogar, la casa del ser (ecos de Silén, el filósofo), en Loisaida (una heteratarquía al estilo de Ramón Grosfoguel: estructuras de poder como enredos de etnia, raza, género, sexualidad, clase, epistemología, pedagogía, estética, etc.). En el trayecto, sin embargo, se encuentra con Miguel Piñero y Pedro Pietri (dos poetas de la droga nuyorican). Fuman y se meten polvo blanco. Beben; deliran juntos. Y sin darse cuenta, inciden en el ojo de la tormenta (un cuadro de Arnaldo Roche) con Yván Silén, un poeta drogocristiano que, como siempre, iba en dirección opuesta a la del autor de Snaps, un hedonista pagano (para nada crístico).

El poeta de Snaps, un tipo cool, llega finalmente a Loisaida (casa del sofrito maternal). Prende de inmediato la mecha cuando llega a su cuarto; el olor a mafú—¿guano decimonónico de Perú?— se queda con el cuarto. Aromaterapia antes de tiempo (1969). El poeta se sienta a escuchar el silencio. Se mira al espejo. Piensa en ponerle el nombre de Albizu a un futuro hijo suyo. Se sienta frente a la máquina de escribir. Se da un par de caladas más. Mientras teclea, transforma el viaje del día en poesía para la literatura nuyorican: Snaps.

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