Las ilusiones de la salida por la izquierda de la UE,

Las ilusiones de la salida por la izquierda de la UE,

Marc Botenga*. LQS. Agosto 2018

La integración europea es una herramienta al servicio del capital europeo, pero precisamente los Gobiernos de estos Estados nacionales son quienes construyeron la Unión, a petición de las grandes empresas. Desde la Comunidad del Carbón y del Acero hasta los mecanismos de gobernanza económica del Tratado de Lisboa, los gobiernos nacionales, socialdemócratas y de derechas han sido, a instancias del capital, la fuerza motriz

Después del colapso del gobierno de Siriza y del Brexit, se intensifican las discusiones sobre la estrategia de la izquierda para la Unión Europea, ¿la amamos o la dejamos?

En 2015, el fracaso del Gobierno griego a la hora de negociar el fin de la austeridad impulsó los debates estratégicos en el seno de la izquierda europea. Estos debates tratan esencialmente sobre la alternativa. ¿Debería democratizarse la UE? ¿O deberíamos crear un “Leftit” (“una salida por la izquierda”): un gobierno de izquierdas que abandone la zona euro o la UE? Más allá de los aspectos positivos, ambos enfoques olvidan completamente los temas centrales del gobierno y el poder. Limitan el horizonte estratégico de la izquierda a una mejor gestión del capitalismo. ¿Hay alguna otra estrategia?

¿Salir para avanzar?

La cara actual de la integración europea es tan fea como los grises edificios de sus instituciones. Bruselas, la capital de la Unión Europea, es un símbolo. Uno de cada tres habitantes corre el riesgo de caer en la pobreza. Uno de cada cuatro niños crece en una familia donde nadie tiene trabajo. Incluso dejando de lado el desastre griego, Bruselas no es una excepción. En diez años, el número de trabajadores pobres en Alemania se ha duplicado. En Italia, más de ocho millones de personas viven en condiciones precarias. En Francia, nueve millones de personas, incluidos tres millones de niños, son pobres. Portugal perdió medio millón de trabajadores entre 2011 y 2014. Mientras tanto, los ultra ricos y las grandes empresas esconden montañas de oro y plata en paraísos fiscales.

Frente a esto, la clase dirigente europea no ha hecho más que reforzar el autoritarismo de la austeridad. Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo entre 2013 y 2018, se atreve a darse a sí mismo enhorabuena: “¿Conocéis la expresión “no estropees una buena crisis”?; Pues bien, no hemos perdido la oportunidad de esta crisis”.

Al mismo tiempo, los dogmas del “todos contra todos”, que emanan de los tratados europeos, han fomentado el surgimiento de una derecha xenófoba. La crisis social y ecológica es enorme. Pero los Merkel y Macron de este mundo quieren continuar como si nada hubiera pasado.

“Seamos claros: la Unión Europea no se acaba de convertir en un lugar irrespirable para los progresistas. De hecho, siempre lo ha sido.”[i]escribe Ferdi De Ville, después de la claudicación a mediados de junio de 2015 del gobierno griego de Alexis Tsipras frente a sus acreedores de la Troika. Por lo tanto, no es sorprendente que la idea de la salida de la UE resulte atractiva para la izquierda radical. Cédric Durand resume bien el sentimiento de los partidarios de la salida por la izquierda: “[…] la elección política que debemos hacer es la siguiente: o bien aceptar, como en Grecia, una derrota en nombre de la ilusión de cambiar Europa o bien prepararnos para iniciar el cambio en el país más avanzado. Para demostrar que existen alternativas efectivas, es necesaria o una salida de la moneda o su disolución. La justicia social, la transición ecológica y la democracia real son alcanzables. Pero sólo fuera de la prisión del euro”.[ii]Durand no es el único que propone alternativas concretas. Joseph Stiglitz escribió un libro sobre el tema.[iii]Wolfgang Streeck aboga por un Bretton Woods europeo.[iv]Frédéric Lordon propone disolver el euro para crear una moneda común sin Alemania.[v]Costas Lapavitsas ha elaborado un plan para el impago de la deuda, combinado con una salida gradual del euro.[vi]

Digamos de entrada que, para la izquierda radical, aceptar este marco supone una trampa importante. Centrarse en los numerosos defectos del euro y de la Unión Europea puede enmascarar el contexto económico y político sistémico. Sin embargo, el que crea las profundas crisis económicas, ecológicas, democráticas y culturales actuales es el capitalismo, y no el euro o la Unión Europea. Abordar estas crisis requeriría una sociedad completamente diferente, libre de los dogmas de la competencia y de la supeditación absoluta al mercado. Evidentemente, vale la pena preguntarse: ¿la campaña a favor de la salida de la Unión Europea o del euro facilitará u obstaculizará la lucha por esta nueva sociedad?

Salir: la fuerza de una idea

Cinco consideraciones son claves en el poder seductor de la salida por la izquierda:
1. Las políticas de izquierdas son incompatibles con los tratados europeos.
2. Los estados nacionales, guiados por gobiernos de izquierda, pueden representar un baluarte contra el neoliberalismo.
3. Las correlaciones de fuerza son más favorables en algunos Estados miembros. A escala nacional, podemos demostrar que existen alternativas.
4. La Unión Europea enfrenta a los pueblos entre sí. Apostemos por un verdadero internacionalismo.
5. Es poco probable que se produzca un movimiento paneuropeo en un futuro próximo.

Empecemos por el primer punto. La incompatibilidad es real, de eso no hay duda. La aplicación de una agenda de izquierdas creará inevitablemente un conflicto con el marco europeo, lo que implicará el riesgo de un chantaje al estilo griego o el fin de la adhesión del país a la UE. Normalmente, los defensores de la estrategia de salida plantean una táctica de tres pasos. En primer lugar, un partido de izquierda radical gana las elecciones al gobierno. A menos que sus socios europeos acepten el cambio de políticas (“Plan A”), el país abandona la zona euro (“Plan B”). Después de enfrentar los inevitables trastornos causados por dicha salida, el gobierno de izquierdas lleva a cabo políticas esencialmente keynesianas, pidiendo el apoyo popular. Para Costas Lapavitsas, estas políticas fortalecerán al mundo del trabajo frente al Capital y aportarán una perspectiva socialista para el continente.[vii]

Este escenario se basa en la ilusión generalizada del cambio a través de las urnas que conduzca al rechazo de los tratados europeos. Sin embargo, a pesar de todas sus deficiencias, estos tratados tienen poco poder en sí mismos. De la misma manera que la Constitución estadounidense no es un obstáculo para la existencia de un estado socialista en Vermont, los tratados europeos tampoco son los que bloquean las políticas de izquierdas. Sólo expresan y, hasta cierto punto, fortalecen las correlaciones de fuerza existentes entre el capital y el trabajo. Si existieran otras correlaciones de fuerza, estos textos serían ignorados o alterados. El balance de los gobiernos de izquierda europeos desde 1945 refuerza la tesis de que la confrontación con el capital nacional y europeo requiere la conquista del poder a través de la movilización y la organización de un contrapoder considerable, no sólo la conquista del gobierno.[viii]

Muchos partidarios de la salida reconocen la necesidad de este contrapoder. Pero descuidan un aspecto importante: la construcción de dicho contrapoder no puede esperar al surgimiento de un gobierno radical de izquierdas. Los llamamientos postelectorales a la movilización popular llegan demasiado tarde. No integran en la estrategia del partido, desde el inicio, los límites de la mera acción electoral o parlamentaria, refuerza la ilusión de que el cambio sólo puede ocurrir a través de las urnas y niega la centralidad necesaria a la organización previa de un movimiento popular. A pesar de las críticas a Syriza, los partidarios de la estrategia de salida se aferran a una de las principales elecciones tácticas que tomó el partido griego: el pragmatismo para llegar al gobierno, incluso a expensas del fortalecimiento del partido y de la organización de un contrapoder popular.

Aunque es perfectamente lógico anticipar la posibilidad de una salida al prepararse para gobernar, las medidas de gestión económica para dicha salida probablemente llegarán demasiado tarde. La fuga de capitales, por ejemplo, comenzará tan pronto como exista la probabilidad de una victoria electoral, mientras que el gobierno de izquierdas podrá – lógicamente – obstaculizarla lo antes posible sólo tras su elección.[ix]La nacionalización es un instrumento esencial, pero no siempre una panacea, especialmente cuando algunas fábricas sólo son eslabones de una cadena de producción.

¿Baluartes de la justicia social?

La cuestión de la correlación de fuerzas nos lleva al segundo argumento a favor de la salida. Los Estados nacionales vendrían a ser baluartes contra las grandes empresas europeas, contra el capital europeo o internacional. Efectivamente, las luchas para salvaguardar los derechos sociales se llevan a cabo principalmente, aunque no siempre, a nivel nacional. Sin embargo, esto no explica mucho sobre el Estado nacional. Los Estados nacionales y sus clases dominantes no han sido generosos precisamente en materia de derechos sociales. Más bien todo lo contrario: hicieron lo que pudieron para frenarlos. Estos derechos fueron adquiridos a través de la lucha de clases. Sólo eran concesiones inevitables. Una vez que las correlaciones de fuerza cambiaron, las políticas también lo hicieron. El estado británico no fue un baluarte contra el frenesí de liberalización de Margaret Thatcher.

La integración europea es una herramienta al servicio del capital europeo, pero precisamente los Gobiernos de estos Estados nacionales son quienes construyeron la Unión, a petición de las grandes empresas. Desde la Comunidad del Carbón y del Acero hasta los mecanismos de gobernanza económica del Tratado de Lisboa, los gobiernos nacionales, socialdemócratas y de derechas han sido, a instancias del capital, la fuerza motriz de la integración europea. Incluso hoy en día, las decisiones se adoptan en última instancia en el Consejo, el órgano intergubernamental de la Unión. Lejos de ser bastiones de protección contra el capital, los Estados-nación europeos refuerzan y protegen constantemente los intereses de las grandes empresas.

El argumento en favor de la salida se une al mito del “retorno al poder” a nivel nacional. Este eslogan plantea una cuestión importante. ¿Exactamente en qué momento el pueblo tuvo poder en, digamos, los países de Europa Occidental? ¿A qué época en concreto deberíamos volver? Las campañas de salida, por lo tanto, terminan promoviendo la abstracción de un Estado-nación sin clases. Desde un punto de vista cuantitativo, el capital puede tener una correlación de fuerzas más favorable a nivel europeo que en algunos Estados nacionales. Sin embargo, en términos del carácter fundamental de la clase, no existe diferencia cualitativa alguna entre el Estado europeo supranacional emergente y los distintos Estados miembros. Mientras el capital internacional y las empresas transnacionales establezcan la agenda política, una Bélgica, Alemania o Italia independientes no serán verdaderamente sociales o democráticas.

La salida liderada por un gobierno de izquierdas ¿Podría convertir al país en un paraíso social? Sin romper con el capitalismo, el país “independiente de nuevo” y su gobierno de izquierdas seguirían compitiendo con un enorme bloque económico capitalista justo al lado. Es probable que esta competencia “exija” sacrificios y más austeridad aún si quiere dar una oportunidad a las empresas nacionales. En otras palabras, la salida por sí sola no puede escapar al capitalismo global o a la competencia feroz.

Bajo el capitalismo, Varoufakis y Galbraith tienen razón al decir que “los países pequeños de Europa serán tan vulnerables a los movimientos especulativos de sus monedas, a los caprichos de los inversores internacionales y a los caprichos de sus oligarquías locales como antes”.[x]Paul De Grauwe, economista de la London School of Economics, expresó elocuentemente esta paradoja: “Cuando el Reino Unido abandona la UE para ganar más soberanía (‘para recuperar el control’), esta ganancia sólo se produce en un sentido formal. En realidad, su soberanía real está disminuyendo. Lo mismo ocurre en Cataluña.»[xi]Aunque no se comparta la apasionada defensa de De Grauwe de una mayor transferencia de soberanía, la paradoja merece consideración.

La izquierda deberá tomar el poder, no sólo el gobierno, también en el estado nacional. Un gobierno de izquierdas no podrá contar con los altos funcionarios. No hace falta volver las tesis del “estado profundo”, las redes Gladio o la logia P2 italiana para ilustrar esta tesis. El gobierno de Siriza en Grecia no podía confiar plenamente en sus funcionarios, que solían revelar documentos a los negociadores alemanes. Varios socios europeos maniobraron activamente en favor de un cambio de gobierno en Grecia. ¿Qué habría hecho la policía militar griega en caso de disturbios?[xii]Un general británico advirtió recientemente y abiertamente al líder laborista británico Jeremy Corbyn que el intento de retirarse de la OTAN o de eliminar la disuasión nuclear podría desencadenar dimisiones masivas en el ejército y “la perspectiva muy real de un acontecimiento que de hecho sería un motín”.

No es un campo de batalla del que se pueda huir

El tercer argumento tiene una base material clara. La correlación de fuerzas entre Trabajo y Capital es, sin duda, más favorable en algunos países europeos que a escala continental. Como, por cierto, también lo es en algunas regiones “más a la izquierda” en países de “derechas”. Por lo tanto, según este argumento, la forma más sencilla de romper con los tratados, o de obtener una victoria del Trabajo sobre el Capital sería inculcar la lucha en estos Estados miembros. Elegir el campo de batalla, así como las batallas, podría ser una buena estrategia.

Sin embargo, pensar que se pueden ignorar las correlaciones de fuerza a nivel europeo es una ilusión. Las economías europeas están cada vez más fuertemente integradas. En términos de valor, aproximadamente dos tercios de los bienes y servicios exportados desde cualquier Estado miembro acaban yendo a otros Estados miembros. En 2010, alrededor del 70% de las inversiones extranjeras directas que entraban en los Estados miembros de la UE procedían de otros países europeos.[xiii]Pero, sobre todo, hay integración a nivel de producción y ventas. A corto plazo, la salida tendría consecuencias dramáticas. Claus Offe y Yannis Varoufakis admiten que el euro fue un error, pero consideran que los costes de retroceder son prohibitivos. Para Joseph Stiglitz: “Los miembros del gobierno en el momento tomar la decisión de dejar la moneda saben que habrá caos y una alta posibilidad de que sean expulsados del poder”. Heinrich Flassbeck y Costas Lapavitsas, que defienden la salida, optan por una formulación más eufemística: “Nunca se insistirá lo suficiente en que el camino de la salida confrontando requiere una legitimidad política y un apoyo popular activos.»[xiv]

Ni la rápida devaluación de la nueva moneda ni el control de capitales evitarán la escasez. Cualesquiera que sean los beneficios que pueda traer la cancelación unilateral de la deuda, no serán de mucha ayuda en los primeros meses de la salida.

A menudo se suele tratar al país que considera dejar la UE como una isla que puede tomar cualquier decisión económica. Imaginemos que un país abandona la Unión o la zona euro bajo el liderazgo de un gobierno de izquierdas. Formalmente, ya no estará bajo la presión de la gobernanza económica europea. Sin embargo, los otros Estados miembro, a petición de sus grandes empresas, tendrán instrumentos de sobra para ejercer presión sobre el país rebelde. Los opositores del Estado saliente estarán radiantes de alegría al poder explotar el impacto económico inmediato de la salida. En 2015, la Unión redujo el dinero a Grecia para obligarla a obedecer las órdenes europeas. Imaginemos que las apuestas suben. Imaginemos que todo el modelo social y económico está en juego. Ninguno de los gobiernos capitalistas que rodean al nuevo estado verdaderamente social y democrático toleraría que emergiera con éxito una alternativa a su lado. Bloquear el acceso a la liquidez sería sólo la primera sanción inmediata, una sanción difícilmente contrarrestable, aunque quizás parcialmente con una moneda propia instantánea. ¿Y luego qué? Bélgica importa actualmente alrededor del 80% de sus necesidades energéticas. Si se toma el control de la producción, sin duda se provocará la reacción de las gigantes multinacionales energéticas y de sus estados. En Grecia y España, probablemente ni siquiera el control de la producción industrial sea suficiente, al menos a corto plazo, dada la situación actual de dichas industrias. Decir que, en esas circunstancias, el gobierno necesita el apoyo activo de su pueblo, es una subestimación.

La presión política y económica internacional tendría una influencia muy negativa en las correlaciones de fuerza dentro del país saliente. Como mínimo, debería haber un amplio movimiento europeo de solidaridad con dicho país. Por lo tanto, no basta con prepararse a fondo para la participación en el poder (y no sólo en el gobierno) dentro de un país. Al mismo tiempo, hay que crear un movimiento europeo. El relativo grado de unidad del Capital hace inapropiado limitar la construcción de un contrapoder a un sólo estado-nación

La polarización de las contradicciones sociales

El cuarto argumento a favor de la estrategia de salida trata sobre la construcción de la solidaridad internacional. La Unión y la zona euro hacen todo lo posible para garantizar que los trabajadores compiten entre sí. Sus políticas y estructuras refuerzan la desigualdad y el resentimiento hacia, por ejemplo, los trabajadores polacos en el Reino Unido. Según sus partidarios, la salida de la zona euro o de la Unión, pondría fin a este proceso y permitiría la reaparición de una verdadera solidaridad. Estamos, como poco, ante una afirmación unilateral. Claramente, todos los mercados ponen a competir a los trabajadores.

Pero al mismo tiempo, la unificación de los mercados también une a los trabajadores. El mercado interior europeo y la zona euro no son una excepción. En 2006, el apoyo de los trabajadores alemanes de Volkswagen en Wolfsburg a sus colegas belgas en huelga contribuyó a evitar el cierre total de la planta de Volkswagen, ahora Audi, en Bruselas. Cuando Ford decide cerrar en 2014 una fábrica en Bélgica, algunos trabajadores de Valencia se trasladan al norte para ofrecer su solidaridad. Su discurso, ciertamente de vanguardia, se basa en gran medida en un interés de clase. Un sindicalista español se niega explícitamente a decir que han tenido suerte, ya que no se han perdido puestos de trabajo en España: “No, no hemos tenido suerte, estamos perdiendo muchos colegas.” El cierre previsto en 2016 de una planta de Caterpillar en Gosselies y los despidos previstos en Carrefour en 2018 crearon, a su vez, solidaridad entre trabajadores franceses y belgas. Quizás el mejor ejemplo venga de los estibadores. Desde 2002, las movilizaciones paneuropeas de trabajadores portuarios han pospuesto los planes de la Comisión Europea de liberalizar sus condiciones de trabajo y el acceso a su profesión. Se han adoptado dos directivas europeas, y se vació una tercera de su contenido inicial. Lejos de aceptar la competencia entre puertos que la Comisión y las autoridades portuarias quieren exacerbar, los trabajadores se unieron en torno a sus intereses de clase. No se debería idealizar ninguna de estas experiencias, pero cualquier estrategia de izquierda debe apuntar a profundizar y ampliar estos ejemplos de solidaridad de clase transeuropea.

¿Facilitaría la solidaridad europea la lucha por la salida de la UE? Después de la salida, ¿podrían los Estados nacionales independientes construir un espacio de paz, cooperación democrática y solidaridad? Incluso dejando de lado el carácter de clase de estos nuevos estados “independientes”, este argumento es contrario a la intuición. Lo más probable es que la estrategia de salida conduzca a la creación de varios sistemas y mercados capitalistas nacionales. Es menos probable que estos mercados nacionales y sus Estados competidores creen solidaridad internacional que un mercado unificado. E incluso si un país saliente eligiera, en medio de grandes turbulencias, unas políticas sociales distintas, nada indica que esta elección pueda modificar decisivamente la correlación de fuerzas en toda Europa.

Ni siquiera lo creen quienes apoyan la estrategia de salida. Uno de sus argumentos es precisamente que es mejor luchar a escala nacional, ya que es poco probable que se produzca un movimiento a escala europea. Dadas las desastrosas consecuencias económicas, es poco probable que la salida convenza a la gente de seguir ese camino. El potencial colapso económico del Estado saliente, aunque sólo sea a corto plazo, podría reforzar el sentimiento entre los ciudadanos de otros Estados miembros de que no hay alternativa. Un poco como utiliza hoy la clase dirigente europea los problemas en Gran Bretaña para señalar qué craso error fue, según ellos, el Brexit. O cómo usa la derecha las dificultades económicas de Venezuela para atacar a la izquierda.

En la lucha por la salida, la coordinación europea queda relegada a un segundo plano, al igual que las demandas sociales a escala europea. La campaña a favor de la salida podría incluso empeorar las correlaciones de fuerza, al centrarse en los intereses nacionales más que en los sociales. La campaña por la independencia de Cataluña es un buen ejemplo de ello. Hace apenas unos años, la lucha contra la austeridad empujó a millones de españoles a las calles. Durante la campaña electoral catalana del 2015, hasta los conservadores tuvieron que hacer promesas sociales. Por otra parte, durante la crisis catalana, los llamamientos de la alcaldesa progresista de Barcelona o de las fuerzas de izquierda para hablar de austeridad o de corrupción fueron en gran medida inaudibles, ocultos tras las respectivas banderas del Estado español y de los separatistas catalanes. Tanto el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, como el líder catalán, Carles Puigdemont, se congratulan de ello. Este último aprovechó su exilio en Bélgica para dar conferencias a la N-VA sobre “cómo romper la hegemonía socialista”.[xv]El debate de Brexit también dio munición al establishment contra Jeremy Corbyn, creando una muy oportuna una distracción sobre su agenda social y económica.

Algunos llegan incluso a sugerir que los trabajadores alemanes se han rendido definitivamente ante las estrategias de los empresarios.[xvi]La ola de huelgas organizada por el sindicato alemán IG Metall en enero de 2018 demuestra que esta afirmación es falsa. La posición es peligrosa. En lugar de estimular la unidad y la solidaridad entre las clases trabajadoras europeas, estos argumentos alimentan el nacionalismo antialemán en los países periféricos. ¿Se acercarían los trabajadores griegos y alemanes si Grecia pidiera a Alemania que apoyara financieramente el Grexit? ¿Cómo podría mejorar la conciencia de clase o la unidad del movimiento obrero una campaña por la independencia valona de Bélgica? ¿Cuál ha sido el impacto de los movimientos independentistas escoceses o catalanes sobre la situación de los trabajadores en estos países? ¿En qué medida mejoraría la situación general de los trabajadores alemanes una campaña de IG Metall contra el Estado bávaro de derechas? Lo más probable que todas ellas fragmenten aún más los movimientos de trabajadores.

¿El invento del supuesto movimiento europeo?

La imposibilidad de que surja un amplio movimiento europeo completa los argumentos en favor de la salida de la UE. Admitir la posibilidad de dicho movimiento supondría un golpe mortal a todos los demás argumentos en favor de la salida. La fragmentación es innegable. De hecho, la división del movimiento laboral europeo frente a la relativa unidad del capital europeo es lo que ha contribuido a que la integración europea adopte su forma actual. Por lo tanto, la debilidad de este argumento no reside en sus conclusiones. Está más bien en su tendencia ver como inamovible el estado actual de cosas, aceptándolo con un fatalismo bastante sorprendente.

Para quienes cuestionan el potencial de movimientos como el de los estibadores europeos o en contra de los tratados de libre comercio, 2017 ha sido una sorpresa: esta fragmentación no es para nada inevitable. Una coalición multinacional de pilotos y empleados de la compañía aérea de bajo coste Ryanair encontró los medios para coordinar la acción en sus 87 bases en Europa. Amazon fue golpeado por huelgas simultáneas en Alemania e Italia. En 2017, Deliveroo conoció 39 huelgas en 20 ciudades de 7 países. La posible aprobación del glifosato de Monsanto ha movilizado a más de un millón de personas en todo el continente. La cumbre climática de Bonn atrajo a gente de toda Europa a la antigua capital de Alemania Occidental.

Es cierto que, habitualmente, estos movimientos sociales permanecen aislados en su resistencia, mientras que sus oponentes hablan con una sola voz, europea y neoliberal. Esto debe cambiar y cada vez hay más partidos, movimientos y sindicatos que exigen peticiones democráticas radicales a la Unión Europea para mejorar la situación de los trabajadores. Europa se ha convertido en un campo de batalla. Si se limita a la consigna de salida de la UE, la izquierda radical dejaría la lucha diaria por los asuntos europeos en manos de quienes quieren hacernos creer que la Unión puede reformarse en un Estado social, democrático, ecológico y amigable con las personas, en manos de quienes quieren mendigar migajas más grandes en lugar de apuntar a la panadería.

¿Reformar el aparato estatal?

Aunque no es deseable la campaña por la salida, ¿deberíamos luchar por la reforma del actual aparato europeo? La socialdemocracia quiere limitar nuestro horizonte a esta exigencia. A través de las reformas, la Unión Europea podría convertirse, según ellos, en una herramienta para el bien, generalizando los derechos sociales en todo el continente y ofreciendo un contrapeso global a la dominación norteamericana. ¿La génesis institucional de la Unión justifica esta visión?

La maquinaria actual de la Unión dista mucho de ser completa y está llena de contradicciones. Todo el proyecto podría romperse y colapsar. Sin embargo, el establishment ha dado grandes pasos en la formación de un aparato estatal central. El Parlamento Europeo, órgano federal elegido directamente, y el Consejo, su órgano intergubernamental, actúan como dos cámaras cuasi legislativas, aunque no tienen derecho de iniciativa legislativa. La Comisión Europea es un ejecutivo dopado de esteroides. El Banco Central Europeo ha retomado la política monetaria. Las normas de gobernanza económica y los mecanismos de sanción son impresionantes. Una fuerza conjunta de patrulla fronteriza está en marcha. Quizás pronto se forme un embrionario ejército europeo.

Tal vez incluso más que lo que significó la Unión Aduanera de los Estados de Alemania para la formación del Estado alemán, la creación del mercado interior está en el corazón de la formación del Estado europeo. El mercado único europeo se alinea con la evolución histórica de los mercados capitalistas. Cuando el sistema feudal de producción localizada llegó a su fin, los viejos aranceles se convirtieron en obstáculos para las nuevas clases capitalistas. El Manifiesto del Partido Comunista lo resumía acertadamente: “La burguesía suprime cada vez más el fraccionamiento de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia obligada de ello ha sido la centralización política. Las provincias independientes, ligadas entre sí casi únicamente por lazos federales, con intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras diferentes han sido consolidadas en una sola nación, bajo un solo Gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase y una sola línea aduanera.”

Los estados-nación emergentes o desarrollados centralizaron las políticas públicas y la política, estableciendo sus propios requisitos aduaneros, utilizando una combinación inteligente de libre comercio y proteccionismo para proteger sus propios mercados y defender sus negocios. Posteriormente, los monopolios llegaron a dominar ramas enteras de la industria y, pronto, ser el campeón nacional no era suficiente. Las fusiones y adquisiciones han creado grandes empresas transnacionales que hoy se oponen a la fragmentación de los pequeños mercados nacionales europeos, creando un terreno fértil para el mercado único europeo. Obviamente, había otros factores implicados. Por ejemplo, tras el fracaso de su intento de controlar el Ruhr después de la Segunda Guerra Mundial, la industria francesa esperaba mantener bajo control a la industria siderúrgica alemana, más competitiva. Estados Unidos y el capital estadounidense también jugaron su papel.[xvii]

Aunque los intereses industriales nacionales se han mantenido, y siguen siendo muy importantes, la necesidad de una mayor cooperación europea se ha convertido gradualmente en algo indiscutible para la élite económica europea. La crisis de 1973 reafirmó la urgencia de la integración europea mediante la creación de mercados más amplios, tanto geográficamente en las distintas ramas. La construcción de un mercado interior va más allá de la supresión de los obstáculos nacionales a la libre circulación de capitales y servicios. También somete cada vez más sectores a la privatización y la liberalización. El empleo en los sectores del carbón, los textiles, el acero, el vidrio y la construcción naval se ha sacrificado en el altar de los accionistas.

Una herramienta creada por el capital europeo

Nunca se insistirá lo suficiente en el papel que tuvo el capital europeo en la concepción concreta de la integración europea. Aunque hoy predomine el capital alemán, la construcción europea no para nada un simple proyecto alemán para conquistar Europa.[xviii]A finales de los años setenta, cuando la integración europea parecía empantanarse, los directores generales de 17 gigantes europeos, entre ellos Siemens, Thyssen, Philips, Fiat o Volvo, se reunieron para relanzar la integración europea. Juntos crearon la Mesa Redonda Europea de Industriales (ERT).[xix]

A posteriori, es más que evidente el impacto de su proyecto de 1985 “Europa 1990: una agenda para la acción”, que condujo a la fundación del Tratado de Maastricht en 1992. A la primera reunión del ERT asistieron François-Xavier Ortoli y Étienne Davignon, representantes de la Comisión Europea. Unos años más tarde, Ortoli y Davignon presidieron la Asociación para la Unión Monetaria Europea, fundada por la ERT. También se incorporaron a la ERT como directores de Total y Société Générale de Belgique. Años más tarde, Jacques Santer, entonces presidente de la Comisión Europea, elogió la iniciativa de lobby de la ERT: “Esta noche me siento como en casa, con amigos. Cuando me convertí en presidente de la Comisión en 1995, la ERT era casi el único órgano que nos apoyaba en nuestra firme creencia de que la moneda única se convertiría en una realidad. Es como jugar en casa.”[xx]

Para los miembros de ERT, el mercado único no era suficiente. “Japón tiene una moneda. Los Estados Unidos tienen una moneda única. Cómo puede vivir la Comunidad con doce”, reza el informe de 1991 de la ERT, Reshaping Europe. La moneda común facilitaría la convergencia de precios, tipos de interés, presupuestos y salarios en los distintos países europeos. Los ejecutivos europeos querían una herramienta poderosa para dar forma al mundo. “Ningún país europeo por sí solo puede influir decisivamente en la forma del mundo”, subraya el informe. El capital europeo sabía que, sin un mercado más amplio, una moneda única y, en última instancia, un aparato estatal europeo, no podría hacer frente a la competencia mundial. Esta conciencia demostró ser un arma poderosa contra las tendencias centrífugas.

Que el aparato estatal europeo en construcción no es neutral es más evidente aún que en los Estados nacionales. Los tratados europeos son casi la única constitución del mundo que define la política económica al detalle. Son textos muy ideológicos. Los objetivos de déficit público complican cualquier esfuerzo keynesiano. Las instituciones básicas, como la Comisión Europea y el Parlamento, son porosas para todo tipo de grupos de presión empresariales, a todos los niveles de toma de decisiones, pero impermeables al control popular. Sólo la Comisión no elegida puede proponer leyes.

Desde el Tratado de Lisboa de 2008, los sistemas de votación en el Consejo han reforzado el dominio de los Estados miembros más grandes sobre los más pequeños. Se ignoran los resultados de los referéndums contra la austeridad, contra el Tratado Constitucional o contra un acuerdo de asociación. “El Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, declaró que: “No puede haber una opción democrática contra los tratados europeos.” Las memorias del ex Ministro de Hacienda griego Yanis Varoufakis, Conversaciones entre adultos, abren los ojos de todos aquellos que piensan que puede haber margen de maniobra en el Consejo de Ministros, la cámara intergubernamental y la principal fuente del poder legislativo europeo. Su frase “Podía haber cantado el himno nacional sueco” ilustra la atención que sus colegas europeos prestaban a los deseos del pueblo. Paul Magnette (“PS”), entonces ministro-presidente valón, describió la Unión como un mecanismo para aislar las opiniones minoritarias. Bajo presión, su resistencia al tratado de libre comercio con Canadá, el CETA, resultó efímera.

No es de extrañar que la Unión intervenga generalmente en nombre del capital europeo y, sobre todo, de sus facciones dominantes. Mientras Grecia era bombardeada con tratados de austeridad, Alemania salió impune de sus desestabilizadores excedentes presupuestarios. Cuando el gobierno irlandés fue sometido a una fuerte presión popular para abolir el precio del agua, la Comisión Europea acabó olvidando las excepciones legales a su propia directiva para apoyar al gobierno contra el movimiento.

La zona euro y el Estado supranacional en construcción son, sobre todo, un proyecto político. Sus arquitectos, que van más allá del capital alemán, lucharán por él. No excluyen la realización de algunas reformas, incluida cierta flexibilidad, para salvar al euro, al menos a corto plazo. La futura Gran Coalición alemana no parece querer excluir mecanismos de apoyo financiero muy limitados a cambio de reformas estructurales. La creación de un ministro europeo de Hacienda y Finanzas ya no es sólo una elucubración teórica.

Esto se acompaña de una mayor militarización de los controles fronterizos comunes y de la integración de las fuerzas y empresas militares europeas. Thomas Friedman lo explicaba a su manera: “La mano oculta del mercado nunca funcionará sin un puño oculto. McDonald’s no puede prosperar sin McDonnell Douglas, el diseñador del F-15 “. El lanzamiento de un Fondo Europeo de Defensa con un Programa Europeo de Desarrollo Industrial de la Defensa apoyará con subvenciones el refuerzo del complejo militar-industrial europeo. En noviembre de 2017, más de 20 Estados pusieron en marcha una cooperación estructurada permanente en materia de defensa. Dada su relativa fuerza militar frente a Alemania, Francia espera que esa integración refuerce su peso dentro de la Unión. Alemania, por su parte, espera tomar la iniciativa en el proyecto a través del concepto de la Nación Marco. Los Países Bajos, la República Checa y Rumanía ya han puesto parte de sus fuerzas armadas bajo el mando alemán.

La necesidad de una ruptura europea

En cierto modo, los partidarios de la salida y los reformistas de la UE comparten puntos fuertes y débiles opuestos. En contra de las ilusiones reformistas, los partidarios de la salida insisten con razón en la necesaria ruptura con los tratados de la UE. Al oponerse a las ilusiones sobre el retorno a los Estados nacionales, los reformistas de la UE tienen razón al presentar la perspectiva europea. Sin embargo, ambos tienen importantes deficiencias. Por un lado, los dos se centran en el gobierno más que en el poder, y minimizan la importancia del contrapoder y de la acción extraparlamentaria. Por otra parte, la mayoría de las veces, los dos carecen de ambición y sólo ofrecen la perspectiva de una mejor gestión del capitalismo.

Seamos claros: sin ruptura, no podremos hacer frente a las numerosas crisis que están perturbando nuestra vida cotidiana. La creación del aparato estatal europeo no deja lugar a dudas. El capital europeo está construyendo un aparato estatal para conseguir una mayor tajada del botín del mundo. Los actuales tratados e instituciones europeas garantizan el control de las grandes empresas en la toma de decisiones a todos los niveles, preparan un sistema intervencionista de “defensa” y ahogan cualquier desafío al sistema en una infinidad de comités y comisiones, reuniones e instituciones. La crisis climática se deja en manos del mercado. Syriza se vio obligada a aplicar casi lo contrario de lo que defendía en su programa. La fantasía socialdemócrata de transformar la UE en una herramienta para el mundo del trabajo oscurece la naturaleza de clase de las instituciones en lugar de concienciar sobre la necesidad de un contrapoder. Una Europa verdaderamente diferente requerirá fundaciones e instituciones muy diferentes.

La estrategia socialista es cultivar y hacer crecer el sentimiento de que la ruptura es necesaria, porque las necesidades básicas del pueblo entran en conflicto con la sociedad capitalista, y fortalecer de manera continuada las posturas y la fuerza organizada de las clases trabajadoras. Sin la construcción de un contrapoder, es imposible imaginar una Europa esencialmente distinta. Esta estrategia se centra en aspectos de la estrategia Gramsciana de contrapoder, que Nikos Poulantzas decidió minimizar o eliminar.[xxi]Como afirma Kevin Ovenden: ante el Estado, hay que encontrar “el sentido de una política verdaderamente radical que no evite al Estado y todas sus contradicciones, sino que ofrezca una “contra-política”, un camino entre el movimiento apolítico y el parlamentarismo reformista”. En otras palabras, encontrar el camino de regreso a la lucha de clases mandada al olvido por “la izquierda elitista”.

Lo ideal sería una narrativa sencilla pero poderosa, que expresara el deseo de una Europa radicalmente diferente. La “revolución política” de Bernie Sanders, la llamada al socialismo 2.0 o la campaña italiana Potere al popoloexpresan en pocas palabras la necesidad de algo distinto. En comparación, los llamamientos en favor de la democratización de la Unión Europea saben a poca cosa. Pero esto no será suficiente. La construcción de un contrapoder requerirá la participación activa en una miríada de movimientos obreros y luchas sociales. Esta participación también es esencial para dejar claro que se necesita una Europa totalmente diferente. Se necesitan demandas concretas y campañas de concienciación sobre el funcionamiento y la naturaleza de clase del sistema actual. Una campaña a favor de un impuesto sobre el patrimonio real, por ejemplo, puede poner en el tapete las contradicciones de clase. ¿Por qué paga menos impuestos una multinacional que sus limpiadoras? ¿O por qué recortar las pensiones públicas cuando los ricos apenas pagan impuestos? Son cuestiones sencillas que, sin embargo, difieren profundamente de las propuestas reformistas que se niegan a centrarse en la concentración de la riqueza.

Las victorias de los movimientos sociales demuestran que la movilización y la lucha valen la pena. En este contexto, el trabajo parlamentario también adquiere un significado completamente diferente. Es importante que la voz de los movimientos sociales se escuche en las puertas del parlamento, pero esto no es suficiente. “Muchos sueños han llegado a tu puerta. Pero allí se quedan y mueren”, cantaba Nat King Cole. El trabajo de los parlamentarios de la izquierda radical sirve para fortalecer este contrapoder. Los parlamentarios llevan las luchas de los trabajadores a la arena parlamentaria y luego regresan a los ciudadanos para informarlos y fortalecer el contrapoder. Aún sin fortalecer el parlamentarismo omnipresente, la izquierda radical puede trazar un camino creíble hacia el cambio real.

Al mismo tiempo, una ruptura requiere indispensablemente al menos una perspectiva europea. Un contrapoder en un solo país será aplastado. Frente a las multinacionales europeas, la lucha de clases exige hoy una dimensión europea. ¿Podrían los pilotos de Ryanair haber exigido su derecho a la representación sindical sin la amenaza de una huelga europea? ¿Existiría la fábrica de Audi Forest sin la solidaridad de los trabajadores alemanes? ¿Cuál sería la situación de los estibadores sin su movimiento europeo? Lo que es cierto en la lucha de clases es aún más cierto en la construcción de una sociedad totalmente diferente. Un socialismo 2.0 belga en medio de un continente europeo hostil sería insostenible. Además, aunque ese Estado resista a las presiones externas, no podrá resolver las cuestiones fundamentales, que van desde el cambio climático hasta la acogida de refugiados.

Esta estrategia europea hace imprescindible reforzar e intensificar la interacción y la coordinación entre los partidos de la izquierda auténtica a nivel europeo o subeuropeo. Sin embargo, esto no significa abandonar las luchas nacionales. Las iniciativas que están desconectadas de las realidades locales nunca reemplazarán al trabajo de campo. Por el contrario, cambiar la correlación de fuerzas dentro de cada país será esencial para crear las locomotoras para el cambio en todo el continente. Así se puede construir una Europa fundamentalmente diferente, libre del fundamentalismo del mercado y del autoritarismo de las grandes empresas.

Notas:
*.- Artículo original en www.lavamedia.be   Traducción realizada por la Asociación Jaime Lago.
1.- Ferdi De Ville, « En nu, sociaaldemocraten in Europa ? », 22 juillet 2015, www.poliargus.be/en-nu-sociaaldemocraten-in-europa/.1. Ferdi De Ville, « En nu, sociaaldemocraten in Europa ? », 22 juillet 2015
2.-Cédric Durand, «La Unión Europa no es un campo de batalla», Madrid, 20 février 2016. Traduction en français sur le site Alencontre
3.- J. Stiglitz, The Euro : How a Common Currency Threatens the Future of Europe, W.W. Norton & Company, New York, 2016.
4- M. Davidson, « Wolfgang Streeck : The euro, a political error », 29 juillet 2015
5.- F. Lordon, Pour une monnaie commune sans l’Allemagne ( ou avec, mais pas à la francfortoise ), Les blogs du « Diplo », 25 mai 2013
6.- C. Lapavitsas et al., Crisis in the Eurozone, Verso, Londres, 2012, p. 223.
7.- C. Lapavitsas, « For a Class-Based Strategy of the Left in Europe », Catalyst : A Journal of Theory and Strategy, 3.
8. F. Wilde, « Winning Power, Not Just Government », Jacobin Magazine, 18 avril2017, https //www.jacobinmag.com/2017/04/left-parties-government-elections-socialist-p….
9.- Voir les exemples récents de C. Lapavitsas et T. Mariolis, « Eurozone failure, German policies, and a new path for Greece », mars 2017, -… ou de C. Durand et S. Villemot, « Balance Sheets after the EMU : an Assessment of the Redenomination Risk », 10 octobre 2016
10.- Y. Varoufakis et J. K. Galbraith, « Why Europe Needs a New Deal, Not Breakup », The Nation, 23 octobre 2017
11.- T. Auvray & C. Durand, « Un capitalisme européen ? Retour sur le débat Mandel-Poulantzas », dans J.-N. Ducange & R. Keucheyan, La Fin de l’État démocratique, Presses universitaires de France, Paris, 2016, p. 142-161 ( 159 ).
12.- ]H. Flassbeck & C. Lapavitsas, Against the Troika, Verso, Londres, 2015.
13.- ]G. Paelinck, « Puigdemont komt spreken bij N-VA Leuven “ over hoe socialistische hegemonie te doorbreken ” », VRT News, 5 janvier 2018
14.- Comparer dans ce sens F. Lordon, La malfaçon : Monnaie européenne et souveraineté démocratique, Les liens qui libèrent, Paris, 2014.
15.- T. Auvray & C. Durand, op. cit., p. 142-161.
16.- Même s’il est clair que le capital allemand essaie de mener la danse et y réussit largement.
17.- B. Van Apeldoorn, « The European Round Table of Industrialists : Still a Unique Player ? » dans J.
18.- Greenwood, The Effectiveness of EU Business Associations, Palgrave, Basingstoke, 2002, p. 194-206.
19.- B. Balanyá, A. Doherty, O. Hoedeman, A. Ma’anit & E. Wesselius, Europe Inc. Regional and Global
20.- Restructuring and the Rise of Corporate Power, Pluto Press, Londres, 2000, p. 49.
21.-N. Poulantzas, L’État, le pouvoir, le socialisme, PUF, 1978

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