Los miserables

Los miserables

Félix León Martínez*. LQS. Febrero 2021

En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la palabra miserable tiene cinco acepciones, de las cuales la tercera –extremadamente pobre– y la quinta –desdichado, abatido o infeliz– aplican sin duda a la mayor parte de los trabajadores y las familias colombianas, por lo menos en función de la medición de sus ingresos y el sufrimiento diario consecuente para satisfacer sus necesidades y poder desarrollar las capacidades y potencialidades de sus miembros.

Sobre las otras acepciones, la primera –ruin y canalla– y la segunda –extremadamente tacaño-, cualquier observador externo concluiría que no le resultaría extraño que fueran aplicadas, incluso con resentimiento, a la clase dirigente de nuestro país, después de conocer y comparar el salario de los congresistas y su incremento, con el salario mínimo decretado para los trabajadores rasos al finalizar el año 2020.

La cuarta acepción del diccionario de la RAE para la palabra miserable, –dicho de una cosa: insignificante o sin importancia– parece describir justamente la relación entre los dos grupos mencionados, es decir, que la gran brecha salarial en nuestro país sea considerada una condición “natural” o un tema de menor relevancia, que no requiere una acción decidida y afirmativa del Estado, desde la cómoda perspectiva del establecimiento.

La Revista Dinero publicó, el último día de diciembre, la relación entre el salario de un congresista y el salario mínimo, en 13 países del mundo. Un primer grupo, con la menor brecha salarial, lo conforman Reino Unido y Francia, países en los que el sueldo de un parlamentario no supera los cinco salarios mínimos. A este grupo se podrían añadir los países escandinavos e incluso Japón, sociedades altamente equitativas. Cerca de los primeros, se clasifican países como Australia y Canadá, en los cuales sus congresistas superan por poco los siete salarios mínimos.

En un segundo grupo de países, con diferencias salariales intermedias, se encuentran países como Argentina, donde el estipendio de los legisladores supera por poco los diez salarios mínimos, o Estados Unidos, donde los congresistas ganan casi catorce salarios mínimos, e incluso Uruguay, país en que los parlamentarios devengan un poco más de 18 salarios mínimos, según la Revista Dinero.

Finalmente, debemos mencionar el grupo con mayores brechas salariales del mundo, para vergüenza internacional. En él se encuentran países como Guatemala, donde los diputados ganan más de 30 salarios mínimos, Perú, país vecino, en el cual los parlamentarios devengan más de 36 salarios mínimos; Chile, donde los legisladores devengan casi 38 salarios mínimos y, finalmente, Colombia y México, en los que el salario de los honorables congresistas supera los 40 salarios mínimos.

La revista Dinero también comparó los aumentos salariales de los últimos 30 años en nuestro país, entre los trabajadores que ganan el mínimo y los congresistas, y halló que mientras el aumento para los primeros ha sido de 17,5 veces, el de los segundos fue de 48 veces.

Como señala María Isabel Martínez, en su libro Salarios en Colombia y sus determinantes históricos 1950-2000 (2017), a partir de los años ochenta las políticas neoliberales y de flexibilización laboral han generado un descenso del nivel de los salarios y un aumento de su desigualdad. “Las diferencias salariales también se incrementaron sensiblemente a partir de 1987. En Colombia, en 1959 un magistrado ganaba 50 salarios mínimos; en 1988, 10,8 salarios mínimos; y en el 2000, 49 salarios mínimos. En el 2010 un magistrado en Francia recibía una remuneración equivalente a 2,25 salarios mínimos. Desde luego, no se trata de que en Francia no valoren el trabajo de un magistrado. Más bien se trata de que la sociedad francesa no tolera grandes desigualdades en los salarios de su sector público”.

Como puede verse, la aplicación de las tesis económicas neoliberales ha sido más exitosa en Colombia que en el resto de los países. En lograr dicho éxito, y sus evidentes resultados en mantener la enorme desigualdad social, tiene mérito indiscutible la tecnocracia económica, aunque también, por supuesto, los poderes económicos y políticos. Se podrá decir que la situación previa a las reformas era igualmente lamentable, pero resulta también una pésima evaluación señalar que, en treinta años, la vergonzosa inequidad del ingreso se mantuvo sin cambios significativos. Después de tres décadas de aplicación de estas políticas económicas, Colombia ostenta uno de los índices de Gini más altos del mundo. Según Indexmundi (con cifras del Banco Mundial) nuestro país ocupa el puesto 11 en desigualdad de ingreso en el mundo y el tercer lugar en América, después de Haití y Honduras. Sin embargo, es el primero entre los países de mediano desarrollo.

Por otra parte, el índice de Gini de propiedad de la tierra alcanza 0,89. Según Naciones Unidas (2018), el 82% de la tierra productiva de Colombia está en manos del 10% de los propietarios, mientras que los campesinos solo acceden al 4,8% de la tierra. Estas cifras convierten a Colombia en uno de los países más inequitativos en la distribución de la tierra en América Latina, la región más desigual del mundo en este ámbito.

Ahora bien, aunque una sociedad considere como “normales” grandes desigualdades y enormes niveles de exclusión social, tal estado de inequidad acabará siendo cuestionado en función del espacio y el tiempo. Si la sociedad fija unos valores diferentes de los alcanzados y reconocidos hace ya muchas décadas por otras naciones, y unos derechos inferiores a sus ciudadanos, éstos resultarán siempre cuestionados. La mentalidad de nuestros dirigentes, en relación con el avance social logrado por muchos otros países, parece ubicarse aún en el siglo XIX.

No puede ser considerado “normal” o “normativo” y por tanto “no modificable” en una sociedad, lo que ya no es aceptable para otras. Los valores éticos y morales se modifican con el tiempo y con los cambios de las sociedades en un mundo global. Por ello, el racismo, la esclavitud, el sometimiento de la mujer, etc., que fueron aceptables en un tiempo no lo son ya. Igual sucede con la desnutrición de los niños, la inasistencia sanitaria, las barreras para el acceso a la educación, el abandono de la población campesina, el racismo y el clasismo, en suma, las grandes desigualdades sociales y las relaciones laborales, que soportan en gran parte estas desigualdades.

El problema de la miseria y la desigualdad debe analizarse desde la óptica de la esperanza o la desesperanza con las que un pueblo vislumbra su futuro, es decir, si considera posible o imposible, en algún plazo, alcanzar los derechos sociales que garantizan el verdadero disfrute de los derechos de ciudadanía correspondientes al siglo XXI. Por supuesto, la esperanza o desesperanza dependerá en nuestro país de la abolición o persistencia de las oprobiosas diferencias en el ingreso de las familias, diferencias que, según el Dane, están explicadas en un 75% por la desigualdad en los salarios y demás ingresos laborales.

La Corte Constitucional señaló, en la sentencia T-760 de 2008, que el Estado no podía fijar en una ley un Plan de salud diferente para ciudadanos con capacidad de pago y ciudadanos sin capacidad de pago (Ley 1122 de 2007), y por tanto estaba obligado a igualar, en un plazo determinado, el derecho a la salud, puesto que, en términos de los acuerdos internacionales, no se permite a los países frenar el avance de los derechos sociales, en busca de mayor igualdad y, menos aún, retroceder en este propósito. Precisamente en esto consiste la definición de los derechos sociales, como derechos progresivos. Los Estados no tienen la obligación de garantizarlos de inmediato a las poblaciones privadas de la mayoría de los beneficios sociales, pero si están obligados a formular planes concretos dirigidos a alcanzar la igualdad de derechos en un tiempo determinado.

En los años 80, los decretos gubernamentales, que fijaban los incrementos salariales de los empleados públicos en nuestro país, incorporaban una gradualidad en busca del propósito de mayor equidad. Aumentaban en mayor proporción los salarios bajos y en menor proporción los altos, lo que permitía que año tras año se redujera en alguna medida la brecha salarial. El sector privado, sin estar obligado, adoptaba en buena parte la misma gradualidad. Esta política fue lanzada a la basura por las reformas neoliberales, que ampliaron enormemente dicha brecha.

Los ciudadanos no pretenden que el Estado les solucione de inmediato todas sus carencias, pero si requieren, para soportar la dura realidad de la existencia, tener esperanza en un futuro mejor, especialmente para sus hijos. Lo sucedido con el aumento del salario mínimo y el salario de los congresistas, sólo produce desesperanza y resentimiento. Para recuperar la confianza en las instituciones, el país requiere con urgencia la formulación de un plan para disminuir en adelante las enormes brechas en el ingreso de las familias y en los salarios de los ciudadanos. No importa si en el plan se fijan metas para 20, 30, 40, o 50 años, sino que garantice la disminución progresiva de las desigualdades. El plan debe construirse mediante un amplio acuerdo social y constituir la propuesta fundamental de las organizaciones sociales, de la gran movilización nacional.

Deberían realizarse en Colombia más ejercicios de futuro para que se cumpla el principio de la “justicia como imparcialidad” de Rawls, en la construcción de los acuerdos sociales; incluso no será necesario garantizar un velo de ignorancia que impida los participantes mirar únicamente los acuerdos para una sociedad más igualitaria desde la defensa de sus propios intereses, relacionados con la posición social y las ventajas que ostentan. Este velo de ignorancia y presunta participación desinteresada (posición original) nunca existirán en la práctica, pero es suficiente que los poderes constituidos sepan que las trasformaciones que se deben acordar y fijar, en cada década, para alcanzar una sociedad más igualitaria, no afectarán sus intereses a corto plazo, para que dejen de lado el comportamiento ruin y defensivo que acostumbran en estos temas, y se tornen algo más magnánimos en la construcción de acuerdos para lograr un futuro más esperanzador para todos los colombianos.

Aquellos representantes de los partidos políticos, la clase dirigente, los gremios, los poderes económicos y, en general, la parte del establecimiento que persista en considerar normal y aceptable tan oprobiosa inequidad social, y no se vinculen a un acuerdo social amplio para reducir a mediano y largo plazo las brechas en el ingreso y en los salarios, de seguro verán disminuidas sus posibilidades de mantener el liderazgo de la nación. ¿Quiénes serán, entonces, los miserables?

* Investigador Grupo de Protección Social, Centro de Investigaciones para el Desarrollo (CID) de la Universidad Nacional de Colombia. Presidente de la Fundación para la Investigación y el Desarrollo de la Salud y la Seguridad Social (FEDESALUD)

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