Manhattan, navidad de 2012: La biografía (1984) de Yván Silén

Manhattan, navidad de 2012: La biografía (1984) de Yván Silén
Ciudad infame: te han dicho / monstruo de acero / infierno gris / babel del siglo veinte / jardín de torres infinitas / enjambre universal / paraíso del crimen / templo del lucro / selva de cemento / sótano de la inmundicia humana…
Jaime Giordano
Corremos hacia la calle 59 que se une con Broadway. Cruzamos frente a Central Park donde los cafés anuncian el lujo de su clase burguesa. De sus porteros vestidos de verde. Porteros de gala. De los coches extraños con sus caballos de guata.
Yván Silén, La biografía (1984)
Cojeando hacia la puerta tropecé con el cuaderno de La biografía. Lo retomé, como si fuera un alivio, y abrí la primera página para recordar todo lo que había sucedido, para saber todo lo que había soñado la fiebre.
Yván Silén, La muerte de mamá (2004)
¡NUEVA YORK (PUERTO RICO), AUNQUE SEAS IRREAL, TE NOSTALGIO!
Yván Silén
Nueva York. Como en la navidad del año pasado (2011), en esta celebro y cerebro las fiestas paganas en el espacio de la novela que releo, La biografía (1984), de Yván Silén: New York City.
En cinco días, leo interrumpidamente, pero con gusto sostenido, la primera novela de Silén (que hasta 2009 ha escrito cuatro). Una novela que, porque tematiza el vértigo narrativo —la realidad de perderse en la lectura, sin saber a veces, esquizoidemente, cuál de los narradores narra—, resulta idónea para leerla desde la multiplicidad que se traba en Nueva York. Megalópolis donde es también fácil perderse en la lectura de realidades simultáneas, todas girando alrededor de un denominador común.
¿Tiene La biografía, una “novela abierta,” como Nueva York, un denominador sobre el giran sus narradores?: “La novela es un mundo que debe quedar abierto en su propia cerraridad [sic]… debe quedar abierta en el tiempo que se cierra en ella” (La biografía).
Vértigo literario: leo La biografía y me mareo, pero no me pierdo del todo. Ato los cabos que puedo acoplar. Miro por la ventana. Salgo del apartamento. Desde la esquina de la Avenida Amsterdam, camino por la Calle 108, donde esta navidad he sentido el aroma del arroz con gandules; doblo a la derecha en Broadway. Subo. El llamado ecuménico de Brother (Cornel) West, me convoca a caminar en dirección al Union Theological Seminar. Pero no dejo de pensar en el epílogo de La biografía, donde se teoriza sobre el narrador: “el narrador es un narrador en estado poético que se cuela al personaje que narra como él desdoblado, como-él-locura: el narrador y el personaje que narra están frente a frente.”
Según camino hacia el Union Theological Seminary, la realidad de la novela se cuela en la de Nueva York: “¿Si Dios estuviera en la realidad de la misma manera que está el narrador en la figura del personaje narrador?” (La biografía). A medida que me acerco a donde voy, las universidades y los seminarios se concentran en una línea recta. La densidad logocéntrica se siente espesa: Barnard College,  Columbia University, Union Theological Seminary, The Jewish Theological Seminary. Vuelvo a la novela. Si Dios estuviera en la realidad de la misma manera que está el narrador de La biografía en la figura del personaje narrador, la relación divina sería esquizoide. Por eso, al narrador de la novela lo “ven” los personajes, hablan con él, algo que no se supone que haga un personaje literario tradicional.
Llego a la Calle 120, casi donde termina Columbia University, en una de cuyas esquinas está el Union Theological Seminar, donde enseña Brother West, el intelectual público afroamericano que más ha fiscalizado los deslices políticos e ideológicos del presidente Obama, a quien considera un pelele de la plutocracia. La propuesta teológica de La biografía le parecería interesante a Brother West, pues él considera la literatura, sobre todo las que maneja con soltura, la europea y la norteamericana, parte esencial del saber que, como profesor, imparte con vocación cristiano-política en sus clases. Me pregunto: ¿conocerá Brother West “El evangelio según San Marcos” (1970), de Borges?
Entro al Union Theological Seminar, donde Brother West enseña literatura, sobre todo la de Anton Chejov, uno de sus autores favoritos, cuyo cuento, “El violín de Rothschild”  (1894), le parece intersubjetivamente ejemplar. La mirada del guardia de seguridad que me encuentro de frente, resulta clara: más allá de la entrada a la que he llegado, el paso está prohibido. Ante el impase, vuelvo a la novela. La teología que Silén plantea supone esta radicalidad: igual que el personaje literario tradicional es incapaz de voltearse para ver al narrador, el hombre tampoco puede voltearse para ver a Dios: “¡el creador como el Dios que nunca será visto!” (La biografía).
Para cerciorarme, pregunto al guardia de seguridad si es aquí donde enseña Brother West, y me dice que sí, que aquí enseña y también vive. Surge entonces una importante diferencia: la teología de Silén privilegia la literatura de una manera metaliteraria que, quizás por el hedonismo estético, no le interese tanto a Brother West. Por eso, La biografía lleva “la experiencia de Borges (‘Las ruinas circulares’) hacia un delirio del narrador con su experiencia de narrar… un narrador que narran [el plural no es una errata], como vértigo de la novela.”
Ante el delirio vertiginoso de Silén, Brother West se aferra a su teología: praxis basada en una política vertiginosa del amor a los de abajo. Y ello porque el de Brother West no es el cristianismo imperialista de Constantino, sino el profético. El que lo apuesta todo a la posibilidad de un destello de luz. Un cristianismo parecido al de Silén, político, radical, de izquierda, pero menos literario, y sobre todo, menos equizo: “¡ Y Dios y la realidad en un plano esquizoide!” (La biografía). Un cristianismo menos oscuro, menos violento que el del narrador de La biografía, que sabe que toda irrupción es violenta, incluida la del coito, y sobre todo, la de Dios: “¿Es necesario que el lector enloquezca? ¡Inevitablemente!”
Como tributo, intencionado o no, a Juan Rulfo, los personajes muertos de La biografía insisten en la muerte, una dimensión fundacional de la estética silenista, en la que insiste a su vez y a su manera la teología política de Brother West, toda vez que critica con fuerza el presentismo, el hedonismo y el consumismo de la sociedad usamericana, entregada como está a la fruición rapaz y mendaz de una corporatocracia al garete. La justicia, dice constantemente Brother West, no es sino la cara pública del amor. De ahí que la inminencia e inmanencia de la muerte demanden una ética cristiana: ¿qué tipo de persona va a ser uno con los demás en la vida efímera que tiene enfrente?
Abro La biografía; busco la página que no encuentro, en la que el narrador habla de un profesor de Columbia University. Paso las páginas. Me detengo en la 157: “¡los filósofos jamás alcanzarán al poeta; porque en mitad del conocer el hombre es oscuro!” Si los personajes de La biografía pueden “ver” al narrador, entonces, cuando el narrador se voltea para ver al autor, sólo puede ver la imaginación. Por eso, el epílogo teórico de La biografía no lo escribe estrictamente Silén, sino Carlos Resto S., un heterónimo.
Miro alrededor. El Union Theological Seminar parece vacío. Sin quitarme la vista de encima, el guardia mira una película en la computadora. Tentando las posibilidades de los números pequeños, paso una página de la novela: la improbabilidad de que por alguna de aquellas puertas y pasillos saliera Brother West, con su afro, sorprendería al personaje narrador de la novela, también con el mismo pelo: “Ella se me acerca y me revuelca el afro” (La biografía).También trágico. También guerrero frente a la realidad del fracaso, de la entropía, indisoluble de la narración.
La muerte como fracaso de la vida (La biografía como fracaso de la novela: “¡Si la vida muere qué importa que muera la novela!”) es una tragedia que marca también la praxis de Brother West, por lo que la política del amor que profesa el profesor, empieza en lo catastrófico, en la falibilidad inherente de lo humano. El “humando” cuya etimología Brother West reitera en sus charlas: porque humanos son los que “entierran” a sus muertos. Cierro La biografía; salgo a la Broadway. Camino hacia el sur.
El encuentro con Brother West ha sido silenista, demasiado silenista: “El lector sospecha su fantasmidad en la novela que pierde, se extravía en la novela extraviada, porque se sospecha también ‘personaje muerto’ en la biografía de un narrador ‘divino’ que irrumpe oculto en su destino” (La biografía).
Paso el restaurante cubano y después el francés. Mientras más me alejo de la densidad logocéntrica, más rápido me desplazo por la Broadway. Me detengo a tomar un café. Saco La biografía. Leo. Me pierdo otra vez en la lectura: “El lector sentirá continuamente que pierde y reencuentra la novela hasta que la tome y la pierda definitivamente.” Me detengo en la página 193: “El inconsciente es político.” Termino el café. Salgo otra vez a la Broadway. Bajo hasta la calle 106. Doblo a la izquierda. Llego al Central Park. Lo cruzo leyendo. Bajo por la 5ta Avenida.
Desde La biografía, la lectura de Nueva York se intensifica: “Lo escandaloso de la realidá es que parece una alucinación.” Al llegar al Museo del Barrio, se cierran las puertas. “Odio de Dios,” diría el narrador. Pero el intento no ha sido en vano. El fracaso ha servido para ver, en un cartel a la entrada del museo, el retrato de una pintura, ya clásica del arte puertorriqueño, Hay que soñar en azul (1989), de Arnaldo Roche-Rabell, junto a otro cartel con los plátanos decimonónicos de Francisco Oller.
Del Museo del Barrio al Metropolitan Museum, La biografía incide (y hasta insiste) en la realidad del arte: “Tocar el trazo, como diría el pintor, es saber que estoy pensando diferente.” El narrador teoriza sobre la política de la representación: “Todo lo que ha sucedido en la escritura es una trampa.” Subo las escaleras del museo. Indago sobre las exhibiciones que me interesan: Matisse y Bernini. La biografía persiste en su ferocidad programática; desde la forma-contenido, se propone romper la novela para hacer estallar la unicidad del sentido, y quebrantar la “dictadura” del narrador. Y ello porque, de plano, lo que le interesa destrozar a la novela es la “hegemonía simbólica del Estado.”
Entro al museo. Voy directo al segundo piso. Me paro frente a Heart of the Andes (1859), de Frederick Church (un titán del paisajismo decimonónico estadounidense); miro el cuadro con los ojos del narrador que narra la vida del personaje narrador, Julio. Dejo que la literatura de Silén revele las costuras del trazo decimonónico del paisaje andino: justo donde el volcán Chimborazo, en Ecuador, se une al Destino Manifiesto, al transcendentalismo emersoniano y a la mirada imperial, como plantea Deborah Poole.
Del siglo XIX, vuelvo al XX. Llego sin saberlo al cuadro de Ives Tanguy que parece un Dalí. Como el que se acerca por un lado a los colores de Matisse y por el otro, al concepto de la obra en proceso que plantea el curador, entro y salgo a la exhibición de Matisse desde la dualidad esquizoide del narrador silenista, atraído por la incompletud del trazo y repelido por la domesticidad de la temática. ¿Dónde está la enfermedad, la muerte?, diría aturdido el narrador. Sin abrir la boca, sin escribir una sola palabra, frente a los cuadros de Matisse, el narrador se reafirma: “Lo que sucede es que la palabra no desea ser leída” (La biografía). Me voy del museo sin ver las esculturas de Bernini.
ProntoLa biografía, una novela salpicada de libros, “Cierro el libro de Lezama. Recojo los dibujos sobre Pessoa,” exige biblioteca: “La cocina llena de libros. La escalera llena de libros. El mar lleno de libros.” Del Metropolitan camino a la New York Public Libray de la 5ta Avenida y la Calle 42; paralelamente, de La biografía transito a “Amara,” uno de los relatos de Tanni Lee y los cuentos de la nada (2012), tercer libro de cuentos de Silén, el cual gira alrededor de la biblioteca nuevayorquina con los leones en la entrada de la 5ta Avenida. Justo donde me encuentro con “Amara” en las manos.
Desde el cuento, entro a la biblioteca en busca de la mancha de semen que dejó el personaje en la sala de lectura, donde se masturba disfrazado; pero antes de subir al tercer piso, veo la exhibición de Charles Dickens, “The Key to Character,” que le rinde homenaje al arte de la caracterización de los personajes, emblemático del escritor inglés. Aprendo que el universo literario de Dickens cuenta con más de tres mil personajes. Después, subo al tercer piso. Busco en vano en la sala de lectura la cara de alguien que se parezca a Amara (un personaje que Dickens nunca vio). Tampoco encuentro la mancha de semen. Salgo de la biblioteca; paso furioso entre los leones.
Subo por la 5ta Avenida hasta la calle 53. Llego al MOMA, donde el año anterior la exhibición de Diego Rivera se abarrotó de gente. Como en diciembre pasado, la fila para entrar al museo me catapulta; pero esta vez, porque hay menos gente, termino en la sala contigua al museo, la de los cines del MOMA, donde me espera sin saberlo el catálogo del ciclo en proceso: Pier Paolo Pasolini, dic. 13, 2012 – ene. 5, 2013. Otra vez, dejo que el narrador de La biografía “vea” lo que hay en el catálogo. Gana enseguida, la película que más se acerca a otra de las novelas de Silén, La novela de Jesús (2009): Il Vangelo Secondo Matteo(1967), la cual se presenta el 31 de diciembre (cuando no estaré en Nueva York). Vuelo a la 5ta Avenida. Tomo el subterráneo.
La literatura de Silén me acerca al Zuccotti Park, espacio donde reina el ensayo, tanto en el sentido del intento de Occupy Wall Street en septiembre de 2011, como en el del género literario, Los ciudadanos de la morgue (1997), prosa esta desde la que Silén desvela la “demokracia” usamericana durante el neoliberalismo triunfante de los noventa. La misma “kakocracia” que, a partir de la guerra de Irak, en 2003, el periodista Chris Hedges está abocado a desenmascarar, para mostrar a calzón quitado en lo que se ha transformado la democracia gringa para los gringos: en un “autoritarismo inverso,” dado a la violencia implacable de la corporatocracia.
Otra enfermedad, como la que relata el narrador de La biografía desde el principio de la novela: “Lo que recuerdo es que el enfermo se había vestido de blanco.” Pus, una leche que socaba, como Tánatos, la democracia democrática por la que abogan Silén y Hedges. Violencia que rompe en dos (o en tres) al narrador: “’No los entiendo, dios mío’ –dice el narrador.”  Pero, ¿quién dice “dice el narrador”?
Desde Los ciudadanos de la morgue, recorro el Zuccotti Park. A diferencia del año pasado, ahora no queda nada de los dos meses intensos que vivió el parque a partir del alzamiento del 17 de septiembre de 2011. Anoto la evolución del Zuccotti en la última página de Los ciudadanos de la morgue: de la rebelión inicial en septiembre, a la perversión del pasado diciembre (con aquellos oportunistas que exprimían el último centavo de la rebelión), y de esa rápida perversión en diciembre de 2011, a la desaparición total en diciembre de 2012. Borrón y cuenta nueva. La administración de Obama actuó rápido. Fue eficaz. Lo dejó todo limpio.
El apoyo de Hedges al movimiento de Occupy Wall Street será siempre el más recordado de todos. Pues, entre los intelectuales que pusieron la cara al lado de la rebelión más peligrosa que ha confrontado el neoconservadurismo neoliberal usamericano (Naomi Klein, Cornel West, Zizek, Chomsky, Michael Moore, entre otros), Hedges fue el único que lagrimeó ante la emoción de la rebelión popular y espontánea.
Desde esa pasión, el cristianismo izquierdoso de Hedges se engancha con el ateocristianismo radical de Silén. En ambos casos, la turbulencia de la pasión humana desempeña un papel fundamental en la filosofía política. Desde la izquierda cristiana, Hedges cuestiona la ingenuidad y el peligro de dejarse arrastrar por la utopía; pues considera que ninguna filosofía política está dotada para erradicar la naturaleza humana, y su proclividad hacia el mal. Eso que Hedges llama el pecado. Desde la izquierda ateocristianamente radical, Silén plantea que el ser vive metafísicamente fascinado por lo siniestro. Imantación que el narrador de La biografía conoce de cerca. Por eso, en vez de perseguir la libertad utópica, Silén acuña un concepto que incluye la proclividad humana hacia la fealdad perversa: la libertá.
Desde Zuccotti Park, la política de Los ciudadanos de la morgue acoge la de Hedges en War Is a Force That Gives Us Meaning (2003): una crítica a la guerra como política ontológica de los Estados Unidos,
Del Zuccotti subo al Lower East Side. Por la noche, el martes, en Mona’s, a la altura de la calle 14, la realidad de la descarga jazzística que irrumpe en el bar, me empuja hacia La biografía: “La dirección que me dio Berta era correcta: ‘a la altura de la Calle 14 entre la segunda avenida y primera” (La biografía). Inversión; vértigo. Ahora es la calle la que se fuga hacia la literatura (la novela): “Alguien toca un jazz en un piano viejo, desafinado y sucio” (La biografía).
De hecho, el piano de Mona’s es viejo y parece sucio, pero no está desafinado. Aún así, la descripción de La biografía parece profética. Sí, alguien toca un jazz en un piano viejo. Once calles más abajo, en la 3, la realidad del Nuyorican Poets Café queda (casi) fuera de La biografía. Una ausencia densa, parecida a la de un agujero negro, cuya presencia se detecta por el efecto que produce su vacío: “Y en el ‘Café de los poetas’ nadie se disfraza de muñeca. Nadie se viste de muerte” (La biografía).
Cierro el libro. Camino hacia el Nuyorican Poets Café por la Avenida B. Cuando llego, miro el mural de Pedro Pietri pintado en la entrada; me digo, Pietri fue el único poeta nuyorican que Silén antologó en Los paraguas amarillos. Los poetas latinos de Nueva York (1983). Ahora sí (la realidad corrige la novela): el “Café de los poetas” del que habló La biografía, pinta la muerte con la cara de Pietri (uno de los rostros de la inmortalidad). Al otro día, por la mañana, camino de la 108 entre Broadway y Amsterdam hasta la Calle 104, en East Harlem, esquina con Lexington Avenue, donde está el otro mural del Reverendo, el que dice “La calle de Pedro Pietri,” uno que pintó James de la Vega en el trágico año de 2004, como tributo al maestro fallecido.
En enero de 2005, la elegía de Silén, “Hay que joderse, Pedro Pietri,” salda cuentas con el poeta nuyorican: “¡No te rías, Pedro Pietri / con tu caja de dientes desarmada! / No te rías / Pedro Pietri / porque los gnomos están / arrastrando tu cabeza de maestro…”
Subo por la Lexington Avenue de la 104 a la 106, para caminar un poco por la Calle de Julia de Burgos. Regreso después al Central Park. Entro. Lo veo (al narrador). Camina hacia la pista de hielo. Lleva La biografía “debajo del sobaco.” Se detiene en un charco. Le da de comer a los sapos: “Y les ofrece chuletas.” Toma “a uno por el cogote” y le “abre la boca para meterle los pedazos de carne.” Llovizna. Entre la nieve y el agua, el parque se encharca. “El sapo boquea. Trata de respirar, pero es inútil. Ha muerto.” Lo deja caer. Lo patea. Saca el paraguas amarillo. Se cubre de la lluvia y de los demás. Mira para todos lados. Escupe. Se encuentra con mis ojos. Me hace señas para “que me acerque.” Me digo desde la resistencia que separa la realidad de la literatura: “Todavía no soy como Julio.”
Empieza a oscurecer. Se siente más el frío. El parque se llena de sombras inmensas que, como los árboles, se mueven con el viento. Acelero el paso. No me detengo hasta llegar a la Central Park West. Regreso por la 108 al apartamento. Subo al tercer piso. Entro. Me siento. “Sudo. Me desabotono la camisa y siento el cuerpo vacío.” Empiezo a leer La biografía por tercera vez: “El amor es el terror más brutal que se ha inventado.” Mañana iré hacia la Calle Bleecker, para perderme “en el gentío.”

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