Marcos Díez en la poesía con todos nosotros

Marcos Díez en la poesía con todos nosotros

Por Arturo del Villar. LQSomos.

Estas palabras convocadas por Díez en Belleza sin nosotros consiguen una buena reunión de poemas actuales, con algunas resonancias de otros momentos señalados en nuestra historia literaria por el auge de la poesía social

Durante unos años en la poesía española la referencia al “nosotros” significaba encuadrarse en la poesía social, ahora ya pasada de moda, aunque sus temas no dejen de tener actualidad. Prueba de ello es el último libro de Marcos Díez, Belleza sin nosotros, con el que obtuvo el premio Generación del 27 correspondiente a 2021 y ahora edita la benemérita Colección Visor. Comprobamos enseguida que está emparentado con algunos de los presupuestos dominantes en la variedad denunciada por los poetas sociales, para exponer públicamente una manera injusta de habitar en un país hundido en los momentos más dramáticos de su siempre triste historia.

Por de pronto, el autor rinde homenaje reiteradamente a uno de los más significados poetas sociales, José Hierro, en este año en que celebramos el centenario de su nacimiento, empezando por el hecho de colocar unos versos suyos como lema al frente de su libro.

El mismo titulo que le ha impuesto recuerda muy de cerca el que llevó el poemario inicial de Hierro, Tierra sin nosotros (1947), y la primera parte del volumen, “Nadie sabe de mí”, evoca otro de sus títulos más celebrados, Cuanto sé de mí (1957). Además en el poema “Tormenta” dos versos muy significativos, “Es este mi dolor, / florece aquí a su lado mi alegría” (página 71), nos hacen recordar otro de Hierro, “Llegué por el dolor a la alegría”, de su libro Alegría (1947), un título que entonces resultó provocativo, dada la angustia generalizada en la posguerra.

La mención de la belleza no guarda relación con un ideario esteticista, el que estuvo enfrentado a la poesía social en su tiempo. El poemario de Ángela Figuera Aymerich, otro nombre clave en la poesía social, Belleza cruel (1958) demuestra que el adjetivo es capaz de alterar el sentimiento habitual provocado por una palabra. Parece que la belleza evidencia perfección y armonía, pero unos poemas pueden mostrar su lado negativo. En todo caso, el autor enuncia desde el título un distanciamiento entre la belleza y sus lectores, esos “nosotros” que nos adentramos por estas páginas sabiendo que no vamos a encontrarla en ellas, porque es una palabra poseedora de connotaciones cargadas de elementos adversos. La belleza existe en el mundo real, pero queda fuera del intencionario de Marcos Díez, al contemplarla lejos de su bagaje intelectual.

El poemario no contiene un lamento por la ausencia de la belleza. Por el contrario, es una constatación de su inoperancia. No es necesaria la belleza, un ídolo anticuado en nuestra realidad cotidiana. La emplea como referente para advertir a los “nosotros” lectores de su inutilidad. El mundo gira sin preocuparse por la belleza, de modo que sus habitantes no la necesitamos. Eso mismo era lo proclamado por los poetas sociales en la posguerra, frente a la devoción mostrada por la otra tendencia predominante en la época, un neoclasicismo encarnado en la mitificación de Garcilaso como exponente de la perfección lírica. Para nada le servía la belleza formal de un poema al que carecía de libertad, de trabajo, de pan o de esperanza.

Crónica social crítica

En algunos poemas Díez utiliza recursos habituales entre los poetas denominados sociales en los años cuarenta de siglo XX, en la terrible posguerra española. El más extenso, “Formentor”, es una crónica periodística relatada en verso (páginas 53 a 56), para explicar que se halla alojado en un hotel lujoso porque lo han invitado a participar en unas conversaciones literarias, ya que de otra manera no podría estar allí. Esta confesión constituye una de las ideas recurrentes en la poesía social, el abismo sostenido entre la riqueza y la pobreza habitual en las sociedades humanas no socializadas. En la España de la posguerra se afirmaba incrementado, en aquellos años en que coexistían en España los potentados vencedores de la guerra y los pobres perdedores, como una imagen de las dos españas irreconciliables en una paz falsa, porque una de ellas esclavizaba a la otra.

Completa el cuadro añadiendo que tampoco hubieran podido reservar una habitación allí sus padres, un mecánico de automóviles y una limpiadora de hogar, sin posibilidad de malgastar sus salarios en lujos. La conclusión es un heptasílabo situacional: “No es este mi lugar”, una idea compartida por muchos allá en los tristes años de prevalencia de la poesía social durante la dictadura fascista: aquello asfixiante no era nuestro lugar, pero no podíamos aspirar a nada mejor en aquel momento de euforia belicosa para unos y de miedo comprimido para los más.

Otro asunto se expone en este interesante poema, compuesto desde una ambientación suntuosa opuesta a la realidad cotidiana experimentada por el poeta. Cuenta que le resulta admirable cuanto ve en el fastuoso hotel, hasta el punto de escribir que se trata de “algo que se parece al paraíso” (56). Imaginamos el paraíso como un lugar poseedor de todas las bondades y bellezas posibles de reunir en el mundo, vedado por eso mismo para la inmensa mayoría de la gente: una reserva antinatural de personajes económicamente poderosos. La aspiración a entrar en el paraíso perdido se halla muy extendida en la generalidad de las masas, como el logro de la perfección social, allí en donde sin duda habita la belleza para disfrute de unos pocos, no de “nosotros”. Los que están en la calle envidian a los que ven penetrar en el hotel, camino de la felicidad imaginada. Pero Díez anota una comprobación que socializa a la humanidad en sus respectivos estadios:

Una pareja pasa junto a mí.
Reconozco en sus rostros un gesto familiar.
Es justo el mismo tedio de las parejas tristes
que he visto tantas veces en hoteles baratos (56).

La opinión de Díez sobre el amor en las parejas consolidadas parece ser negativa. Asegura haber comprobado a menudo en sus caras la señal repetida del aburrido taedium vitae que pusieron de moda los patricios romanos al abandonar la tarea cotidiana de existir en manos de sus esclavos. Este desánimo lo mismo afecta a pobres que a ricos, sea cual sea el ambiente en el que se mueven. Es un mal colectivo, denunciado por el poeta para explicar la desgana de vivir frecuente en algunos colectivos sociales, sobre todo jóvenes, acostumbrados, según frase muy repetida, a pasar de todo.

El romanticismo es un residuo histórico que ni siquiera tiene cabida en la poesía relista, la que atiende a las inquietudes de los seres humanos vulgares carentes de historia propia. Y es cierto que cada vez se presentan más motivos para sentir una infinita desgana de vivir en una sociedad sin valores como la que hemos construido “nosotros”.

Poética de la inspiración

En lógica correspondencia con esta ideología, el verso de Díez no busca la belleza expresiva, sino la facilidad comunicativa. Un verso desnudo de adornos, carente de rima, aunque suele mantener el ritmo en siete, once o catorce sílabas y sus combinaciones, en un tono sencillo. Preocupado por explicar su trabajo como creador lírico, en este libro ha incluido ejemplos de metapoesía muy interesantes, con los que podemos adentrarnos en su poética. A juzgar por lo que explica en el poema titulado precisamente “Poema”, clara muestra de metapoesía, confía en la inspiración para componerlos, ese hálito inmaterial que algunos achacan a las protectoras musas, que además son caprichosas y actúan libremente.

En versos alejandrinos avanza una poética indefinible, ajena a la voluntad del poeta, que funciona de una manera misteriosa: “A la mente callada, cuando tú no lo esperas, / se aproxima el poema” (18). Ese “tú” con el que pretende comunicarse es él mismo, ocupado en la reflexión de comprender el impulso capaz de arrancar el poema en determinada circunstancia imprevista. Es inútil pretender investigar de dónde procede, porque nadie lo ha descubierto, ni siquiera Platón, buen amigo de las musas. Surge inesperadamente, con tanta fuerza que se impone sobre todas las consideraciones y es forzoso, de fuerza mayor, dejarlo pasar:

Conviene no asustarlo. Puedes fingir que duermes
mientras deja su luz sobre tus pensamientos.

Es un tenue rescoldo que no aclara la noche
pero ofrece consuelo frente a la oscuridad.

Aunque el autor no lo aclara, deducimos que su aparición espiritual, por no decir fantasmal, le inquieta por lo insólita, lo que le anima a recomendarse a sí mismo que no lo asuste, para evitar que desaparezca lo mismo que llegó. Es una luz para iluminar la oscuridad del vacío existente, que desde ese momento se colma de sentido y sentimiento. Lo que no hará es comentar su propio misterio, explicar por qué motivo irrumpe en la mente del poeta distraído o dormido, y lleva a cabo su tarea silenciosa y eficazmente, hasta completarse. De acuerdo con esta exposición, el poeta es una especie de médium receptor de mensajes ideales que firma con su nombre.

Es poeta precisamente porque le llegan esos fogonazos luminosos a sus pensamientos distraídos. No los busca él, sino que se le imponen cuando menos lo espera. No conseguirá deducir de ellos nada ilustrativo, pero se materializan en la escritura de un poema que le demuestra su condición de poeta. Es lo mismo que con parecidas palabras anunció Juan Ramón Jiménez, al renegar de su papel pasivo como médium y enfrentarse al poder acaparador de su voluntad, en el poema 63 de su libro Poesía (1923). Esta teoría es peligrosa, puesto que pretende anular totalmente la facultad creadora del poeta, limitado a ser un copista de dictados etéreos al margen de su consciencia. A las musas conviene espantarlas a plumazos, para que no interfieran el trabajo de escribir con pleno conocimiento del acto creador.

Maneras de escribir en verso

El mismo Díez objeta su conveniencia en otro poema programático, nuevo caso de metapoesía aplicada a su poética, titulado “Hay poemas que nunca sé escribir” (44 y 45). Recupera la imagen de la luz utilizada en la cita anterior como característica del instante de la inspiración, entonces como valoración positiva, pero aquí anuncia una creencia diferente. Confiesa que esos poemas que no sabe escribir son “Los que dicen las cosas luminosas”, un endecasílabo contradictorio en apariencia con la visión relatada antes del poema iluminando sus pensamientos.

En estos versos la voluntad del poeta se presenta con poderes superiores al capricho de la inspiración: “Solo puedo cantar / a lo que ya perdí, / a lo que espero”, declara, con la intención de imponer su criterio electivo a la hora de escribir. Ya no será la inspiración el motivo animador, sino su elección de los temas, y precisamente prefiere lo carente de realidad concreta, lo que ya pasó o lo que todavía no ha sido, esto es, lo que sostiene la facultad de crear en su pensamiento algo inexistente, por medio de las palabras elegidas por él sin atender a influencias ajenas.

Parece haber, por tanto, una contradicción en la confidencialidad que hace Díez a sus lectores: unas veces se fía de la fuerza de la inspiración no buscada, y en cambio otras se decantan por el trabajo minucioso para armar el texto. Así es, pero ello no implica ninguna contradicción, porque se trata de dos maneras complementarias de componer poemas. Sin llegar a suponer que en el poeta habitan dos almas, como opinaba Goethe, sí caben dos opciones para ejecutar el poema, según los casos lo requieran y al poeta le parezcan más convenientes a su criterio creador.

A juzgar por lo que leemos, Díez da más valor al trabajo compositor del texto que a la actividad de la inspiración. Su poética parte de la realidad observada, motivo suficiente para describirla con sus características, siguiendo unas normas propias de la escritura lírica. No hace falta decir que el poema debe atenerse a las reglas muy antiguas de la preceptiva clásica, adaptadas al presente, para conseguir la atención de los lectores.

A imagen de la hiedra

Aprovechando de nuevo las posibilidades de la metapoesía, Díez proclama su método de trabajo para elaborar un poema. Lo hace en dos de ellos, para mayor constancia de la exactitud de su confidencia. En ambos Díez compara su creación literaria con el crecimiento de la hiedra, primero en el titulado simplemente sí, “Hiedra”, que incluye esta confidencia:

Se comporta mi mente
como una enredadera.

Siempre se apoya en algo
y lo oculta a la vez (61).

Volvemos a pensar en la poesía social, ajustada a la realidad cotidiana para exponerla con una pátina literaria que le concede la consideración de obra de arte. Un acontecimiento cotidiano forzosamente será descrito con métodos dispares como una noticia periodística y como un poema. La actividad de Díez parte de la realidad para adulterarla líricamente, de tal modo que merezca integrarse en un libro de poemas. Pero en el origen se halla la realidad desnuda que todo el mundo contempla, motivo por el que se hace necesaria su transformación estética por medio de las palabras usadas conforme a determinadas condiciones especiales.

En el segundo poema, titulado “Huecos”, repite la imagen creadora, a partir en este caso por el deseo de rellenar los huecos dejados en la memoria a causa de las ausencias acrecentadas con el paso del tiempo. Será posible mediante las palabras comunes a todos, las usadas en el mercado, pero colocadas en un orden concreto que les infiera carácter literario:

Toda ausencia se queda, permanece.

Crezco a su alrededor
lo mismo que una hiedra
trepando en el vacío (67).

En realidad la hiedra no trepa en el vacío, porque sería una hiedra equilibrista, sino sobre una superficie real, y así también la poesía de Díez se sustenta sobre una realidad superada, que en este poema se concentra en lo perdido, cosas, sentimientos, aspiraciones incumplidas. Ya no existen, pero queda su recuerdo, y sobre él recrea el autor su canto al pasado presentificado. Mientras perduren sus recuerdos tendrán vigencia las cosas que los evocan. Es el gran valor de las palabras en cuanto representaciones de cosas materiales o inmateriales, palabras que pueden durar más que las cosas descritas, por lo que protagonizan un poema dedicado a ellas, con su nombre como título (49), y una exposición de su valor:

[…] palabras que se agarran
a lo que significan,
que son la voluntad
de quien las habla
o de quien las escribe, […]

Estas palabras convocadas por Díez en Belleza sin nosotros consiguen una buena reunión de poemas actuales, con algunas resonancias de otros momentos señalados en nuestra historia literaria por el auge de la poesía social. Sería absurdo incluir el libro en ese capítulo antiguo que resultó necesario en aquel momento, pero es indudable que continúa su espíritu crítico, en ocasiones censorio, renovándolo con sujeción a la actualidad. Toda manifestación poética es hija de su tiempo, de manera que se cultiva en esa sociedad, por lo que resultaría acertado calificarla de social, una palabra polivalente con muchos matices, aquí y ahora usada para contener un sentimento colectivo referente a la poesía.

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