Mencionar al gato

Mencionar al gato

Jesús Gómez Gutiérrez*. LQS. Abril 2018

Decía Zola que no hay belleza ni dignidad posibles si el autor finge que somos «algo más que un aumento del error y la confusión»; a él se lo dijo la realidad, que tiene de racional lo que ese gato muerto de toallita para el cutis, y obsérvese que he dicho ése, no un

Espero que el bufón esté contento

Esta sombra que se planta ante nosotros será lo más genuino que habré visto cuando termine la semana. Se pone de cuclillas, apoya la espalda en un coche y dice algo sin tanscripción fácil, nada embrollado, nada incoherente, no es eso; y no hay mucha distancia entre su espalda y las nuestras, apoyados también, aunque en una pared: sólo medio metro de acera, que convierte de algún modo en dos o tres de cortesía. Habla, enseña una dentadura que hace que la mía parezca blanca y se va como una alarma feliz, encantada de haber despertado al prójimo con lo que algunos llamarían «un momento de revelación» (refiriéndose frecuentemente a dos y dos son cuatro) y otros llamamos realidad, esto es, una forma de malditismo poético que, administrada en su expresión más pura («testigo limpio de ánimo inocente», en palabras Garcilaso) machaca las tonterías y deja el único mensaje verdadero, el del bufón de un dios.

Esa misma noche, el vacío del camino de vuelta y un runrún de relato en ciernes me llevan a intentar recordar los nombres de las muchas iglesias del centro. Las conozco todas con excepción del Convento de San Plácido, desde la capilla de Cachito de Cielo hasta San Antonio de los Alemanes; pero mi memoria no es de recordar nombres, lo cual jode bastante cuando te cruzas con fantasmas que conocen el tuyo y no les puedes dar la misma satisfacción. El de la entrada de Nuestra Señora de las Maravillas no se da por ofendido; faltaría más, dado que la primera vez que nos vimos me confundió con un estupa y la segunda, con un cura (por buenas razones; yo andaba de vacile con un alzacuellos). No nos habíamos visto desde el siglo XX y, cuando me pregunta en qué ando, me pongo literal: «en recordar los nombres de las iglesias», a lo cual replica con lo que habría sido la lista entera por orden alfabético si no lo hubiera detenido en la L de San Lorenzo. «Siempre me haces lo mismo», finjo una protesta; «porque tú me lo regalas», agradece él. Tras el apretón de manos, uno se larga al XXII o al XVII y otro, al XXI. El barrio está desierto.

Decía Zola que no hay belleza ni dignidad posibles si el autor finge que somos «algo más que un aumento del error y la confusión»; a él se lo dijo la realidad, que tiene de racional lo que ese gato muerto de toallita para el cutis, y obsérvese que he dicho ése, no un. El pobre bicho está junto a los cubos de basura, tan rebosantes que no admiten más inquilinos. Lo miro, me impongo una tarea («mencionar al gato») y afronto la última parte de la jornada, que describo así en mis notas: «En un cierre, los amantes del grafiti subvencionado han pintado la jeta de la alcaldesa con la excusa del arte; en un club, los Rage y los Clash suenan contra una manada de supuestos progresistas que apestan a dinero y visten como ultras de barrio bien; en la Glorieta de Bilbao, una señora de bolso dorado ejerce de estatua triste, sin apartar la vista de una alcantarilla; en Olavide, una chica canta el Eres tú de Mocedades a su teléfono móvil».

Espero que el bufón esté contento con la traducción de su mensaje.

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