Nelson Mandela y las miserias del pragmatismo

Nelson Mandela y las miserias del pragmatismo
¿Soy el único que ha experimentado indignación al contemplar a Barack Obama elogiando a Nelson Mandela en Soweto? ¿No es un acto de cinismo visitar la celda de Robben Island, donde el líder sudafricano pasó 18 años, cuando se ha incumplido la promesa de cerrar Guantánamo y, según el abogado Zachary Katznelson, se mantienen confinados a 16.000 presos políticos en cárceles secretas e ilegales en diferentes puntos del planeta? Mientras Obama firmaba en el libro de visitas y se declaraba “conmovido”, uno de sus drones bombardeaba Miramshah, en Waziristán Norte, lanzando cuatro misiles contra una vivienda presuntamente ocupada por fuerzas talibanes. El ataque mató a 18 personas. La enorme popularidad de Mandela ha ocultado aspectos fundamentales de su biografía. Durante mucho tiempo, fue un revolucionario (“un terrorista”, según Margaret Thatcher), que creó Lanza de la Nación, el brazo armado del Congreso Nacional Africano (ANC) después de la masacre de Sharpeville en 1960. Estados Unidos le mantuvo en su lista de terroristas hasta 2008 y Amnistía Internacional nunca le reconoció como “preso de conciencia”. Su muerte inminente desencadenará un aluvión de homenajes y reconocimientos. Con una Sudáfrica hundida en la pobreza, la desigualdad y la corrupción, muchos se preguntarán si el pragmatismo de Mandela no ha jugado a favor de una minoría privilegiada, condenando al resto a vivir en la desesperanza y la precariedad.
 
Desde que comenzó el año, Pakistán ha sufrido 14 ataques norteamericanos, que han costado la vida a un centenar de personas, lo cual representa una importante escalada militar, pues el año pasado hubo 55 víctimas y el anterior 63. Obama afirma que Mandela ha sido su “inspiración” e invita a las nuevas generaciones a seguir su ejemplo. Mario Vargas Llosa, que no escatimó insultos a Hugo Chávez poco después de su muerte (“cruce de superhombre y bufón”, “megalómano”), ha anticipado su obituario, proclamándole “el político más admirable de estos tiempos revueltos”, sin mencionar la amistad entre Madiba y Fidel Castro, bestia negra del escritor peruano. No está de más recordar que al ser excarcelado el 11 de febrero de 1990, Mandela se dirigió a la multitud que celebraba su liberación, afirmando que “aun existen razones para la lucha armada” e incitó a “poner fin al monopolio del poder blanco”. La santificación de Mandela ha borrado las huellas de la resistencia armada contra el apartheid, pero las hemerotecas aún nos permiten recrear la historia de ese período. El 21 de mayo de 1987 estallaron dos bombas en la fachada trasera del Tribunal de Justicia de Johannesburgo, acabando con la vida de tres policías y dejando malheridos a otros cuatro. Seis transeúntes resultaron heridos de diversa consideración. Los artefactos habían sido colocados en un coche azul y su explosión había sido programada para la hora del mediodía, cuando los funcionarios del Tribunal de Justicia solían abandonar el edificio para almorzar. El ANC reivindicó el atentado y no escogió la fecha al azar. Se cumplía el cuarto aniversario de una cruenta acción en Pretoria, cuando otro coche bomba mató a 19 personas e hirió a 239. Sólo en 1987, el ANC realizó 25 atentados con el mismo método. La violencia nunca es deseable, pero las torturas, masacres y desapariciones ordenadas por el gobierno racista de Pretoria habían cerrado las vías pacíficas de protesta y negociación. Sólo entre 1990 y 1993, se calcula que murieron 10.000 personas a consecuencia de la violencia política y la represión institucional. Se estima que entre 1960 y 1990, al menos 200.000 personas fueron torturadas. Algunas murieron durante los interrogatorios, como es el caso del carismático Steve Biko, asesinado por la policía el 12 de diciembre de 1977. Después de una brutal paliza en la famosa sala 619 de Port Elizabeth, escenario de las peores iniquidades, se le trasladó moribundo a Pretoria, situada a 1.500 kilómetros. Arrojado desnudo a la parte trasera de un Land Rover, falleció por el camino. Las autoridades políticas intentaron ocultar el crimen, alegando que había muerto por culpa una huelga de hambre.
 
La Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica realizó una investigación en 1995, recogiendo testimonios de víctimas y torturadores. En 1998, publicó su informe, reconociendo a 22.000 personas la condición de víctimas y asignándoles una indemnización individual de 5.000 dólares. Los autores de torturas y asesinatos obtuvieron la impunidad a cambio de pedir perdón. “Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón”, afirmó el arzobispo Desmond Tutu, invocando el concepto de Ubuntu, una regla ética sudafricana que establece la obligación de obrar con lealtad, rectitud y compasión. Algunos consideraron que se había obtenido una victoria moral, garantizando la paz social. Otros, estimaron que se había cometido una aberración ética y jurídica. Si se comparan los resultados con la Ley de Amnistía  española de 1977, no se puede negar que constituyó un logro, pues en el caso de los crímenes del franquismo jamás se escuchó una petición de perdón. De hecho, los policías y militares responsables de torturas y crímenes contra la humanidad siguieron en sus puestos, a veces convertidos en héroes de la Transición, como es el caso del general Gutiérrez Mellado, implicado en la feroz represión de la posguerra como capitán del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM). De hecho, supervisó los interrogatorios de algunas de las Trece Rosas, según el periodista Carlos Fonseca (Trece rosas rojas, 2004), donde se utilizaron brutales torturas copiadas de la Gestapo. Entre las detenidas se hallaba Antonia García, “Antoñita”, de dieciséis años: “Me quisieron poner corrientes eléctricas en los pezones, pero como no tenía apenas pecho me los pusieron en los oídos y me saltaron los tímpanos. Ya no supe más. Cuando volví en mí estaba en la cárcel. Estuve un mes trastornada”.
 
Se elogia a Mandela por evitar un baño de sangre, dirigiendo una transición pacífica que puso fin al apartheid. Sin embargo, el fin del apartheid no alteró el reparto de la riqueza ni mejoró las condiciones de vida de la población negra. Los datos son elocuentes. El 20% más rico –casi todos blancos- acapara el 60% de la riqueza. El 80% restante -casi todos negros, aunque ya han aparecido casos de blancos pobres, la mayoría pequeños granjeros o simples peones de origen holandés (afrikaanders), agrupados en miserables campamentos sin agua ni electricidad- controla únicamente el 5% de los recursos. Sólo el 3% de las tierras cultivables está en manos de agricultores negros. Los blancos conservan la propiedad del 87%. El salario medio anual de un trabajador negro apenas supera los 1.000 rands. Los trabajadores blancos ganan una media de 7.000. El 24% de los hogares carece de agua corriente, un 20% no dispone de electricidad y uno de cada cinco adultos está infectado de SIDA. La mitad de los jóvenes están en paro y la tasa de delincuencia es sobrecogedora: un asesinato cada 45 segundos y una violación cada 30. 18.000 personas mueren al año de forma violenta. Los intentos de homicidio o asesinato bordean los 20.000 casos. Sudáfrica es el país con mayores desigualdades del planeta. Las promesas de igualdad, paz y prosperidad de Mandela sólo afectaron a una pequeña minoría de la población negra, que se alió con la gran burguesía blanca en la defensa de sus intereses. A la vista de estos datos, no es sorprendente que Mandela se haya convertido en el ídolo mundial de las oligarquías financieras. Los grandes medios de comunicación alaban al líder sudafricano, mientras escarnecen al desaparecido Hugo Chávez, que –entre otras cosas- redujo la pobreza en Venezuela en un 44%, rebajó a la mitad la mortandad infantil, erradicó el analfabetismo, subvencionó alimentos, repartió 146.000 viviendas, impulsó la educación pública y la atención sanitaria universal, creó las pensiones no contributivas y amplió los derechos de los trabajadores, estableciendo el salario mínimo más alto de América Latina. Su política de reformas, nacionalizaciones  y respeto al medio ambiente despertó las iras de las multinacionales, que recurrieron a sus medios de comunicación y a sus intelectuales venales (Mario Vargas Llosa, Bernard Henri-Lévy) para demonizar a Chávez.
 
El 26 de julio de 1991, Nelson Mandela manifestó en un discurso su admiración hacia la Revolución Cubana: “El pueblo cubano ocupa un lugar especial en el corazón de los pueblos de África. Los internacionalistas cubanos hicieron una contribución a la independencia, la libertad y la justicia de África sin precedentes en la historia del continente. Desde sus inicios, la Revolución Cubana ha sido una fuente de inspiración para todos los pueblos amantes de la libertad. Admiramos los sacrificios del pueblo cubano por mantener su independencia y soberanía ante la pérfida campaña imperialista orquestada para destruir los impresionantes logros alcanzados por la Revolución Cubana. […] Yo me encontraba en prisión cuando me enteré de la ayuda masiva que las fuerzas internacionalistas cubanas le estaban prestando al pueblo de Angola. En una escala tal que nos era difícil creerlo, el pueblo cubano acudió a ayudar a los angoleños para derrotar a la poderosa coalición que les atacaba, con la financiación de la CIA y el apoyo del gobierno racista de Sudáfrica. Los africanos estamos acostumbrados a ser víctimas de otros países que quieren usurpar nuestra soberanía. En nuestra historia, no existe otro caso de una nación que haya acudido a luchar a nuestro favor, sin pedir nada a cambio. Sabemos que aquellos que lucharon y murieron en Angola sólo constituían una  pequeña fracción de los internacionalistas cubanos que se ofrecieron como voluntarios. Para el pueblo cubano, el internacionalismo no es simplemente una palabra, sino algo que hemos visto puesto en práctica en beneficio de grandes sectores de la humanidad”. Nelson Mandela finalizó su discurso gritando “¡Viva la Revolución Cubana!”, “¡Viva el compañero Fidel Castro!”. Imagino que Obama y Vargas Llosa, verdaderos campeones del cinismo y la manipulación, ignoran deliberadamente esta clase de discursos o la campaña de atentados del ACN para mantener un mito que sólo ha proporcionado beneficios a los ricos y poderosos. La opinión pública necesita “simplificaciones con un gran componente emocional” (Reinhold Niebuhr) para no rebelarse contra la “lucha de clases unilateral” que libran las oligarquías financieras y empresariales “contra los trabajadores, los desempleados, los pobres, las minorías, los muy jóvenes o los muy viejos e incluso contra las clases medias” (Doug Fraser, presidente de la United Auto Workers). Doug Fraser, que habla abiertamente de “guerra contra los trabajadores y los pobres”, aplica este razonamiento a Estados Unidos, pero es evidente que puede extenderse al resto del mundo. La figura de Nelson Mandela, adecuadamente maquillada para ocultar su pasado como “terrorista” y revolucionario, actúa como un estandarte de la no violencia en un mundo violento, donde Estados Unidos emplea sistemáticamente la guerra, la tortura y los asesinatos extrajudiciales. John Kiriakou, ex oficial de la CIA, afirma que “Estados Unidos es un estado policial y el presidente Obama permite deliberadamente la tortura”. Kiriakou asegura que Obama conoce el trato inhumano que reciben los prisioneros y encubre a los culpables, ordenando la destrucción de cualquier prueba y negándose a colaborar con la Corte Penal Internacional: “Después del 11-S, perdimos nuestros derechos civiles. Si hace diez años la CIA hubiera espiado a los ciudadanos estadounidenses y hubiera entrado en sus correos electrónicos, la sociedad habría protestado enérgicamente, pero ahora es una práctica normal y habitual”. La no violencia es una estrategia reservada para los ciudadanos. Suele ser inofensiva y raramente produce cambios sociales significativos. El poder político y financiero puede tolerar su empleo. El 15-M fue elogiado hasta que aparecieron “elementos radicales” que exigían cambios reales. A partir de entonces, comenzó la represión. Al Estado le corresponde el monopolio de la fuerza, según las reglas del juego democrático, y el poder judicial, lejos de su pretendida independencia, ampara la violencia institucional, con leyes especiales, que permiten la incomunicación, la tortura y, en algunos países, los asesinatos selectivos.
 
¿Qué le sucedió a Nelson Mandela? Se ha especulado mucho con los acuerdos secretos que pudo firmar poco antes de su liberación, pero no hay ningún dato objetivo sobre esta cuestión. Mandela sólo ocupó la Presidencia de Sudáfrica durante una legislatura. Después, se retiró de la vida política. Nada indica que se implicara en casos de corrupción o que obtuviera prebendas a cambio de renunciar a sus convicciones revolucionarias. Tal vez se limitó a ser pragmático y posibilista, pero la historia ha demostrado que sus concesiones han desembocado en un cuadro de terribles injusticias. La matanza de 34 mineros en Markina por disparos de la policía en agosto de 2012 evoca la masacre de Sharpeville, con 69 víctimas. Nelson Mandela tal vez evitó una guerra civil, pero no ha salvado a su país de la violencia y la desigualdad. Su triste peripecia recuerda a la transición española. En ambos casos, las elites dirigieron el proceso y el pueblo salió perdiendo. Saint-Just afirmó que “los que se pasan la vida haciendo revoluciones a medias no hacen más que cavarse una tumba”. Mandela no se cavó una tumba, sino que se hundió en un sillón, rodeado de futbolistas, modelos e ídolos del pop. Creo que Patrice Lumumba, Primer Ministro de la República Democrática de Congo entre junio y septiembre de 1960, es el único estadista africano que mantuvo sus compromisos revolucionarios hasta el final, intentando poner los yacimientos de oro, diamantes, cobre y estaño al servicio del pueblo y no de las multinacionales. Más tarde, se descubriría coltán y niobio, agudizando la tragedia de un país que ha perdido cinco millones de vidas en una guerra civil interminable y silenciada por los grandes medios de comunicación. Obama nunca aconsejará a los jóvenes que se inspiren en Lumumba, pues la CIA organizó el golpe de estado que entregó el poder al sanguinario y corrupto Mobutu, con la ayuda de Gran Bretaña, Bélgica y Naciones Unidas. Lumumba fue fusilado y descuartizado en presencia de agentes norteamericanos, belgas y británicos. Se cree que sus restos y los de sus colaboradores más cercanos, que corrieron el mismo destino, fueron disueltos con ácido. Para mí, Lumumba es mucho más grande que Mandela, pero ha caído en un inmerecido olvido. Poco antes de morir, Lumumba escribió una carta a su esposa e hijos: “Ninguna brutalidad, maltrato o tortura me ha doblegado porque prefiero morir con la cabeza en alto, con la fe inquebrantable y una profunda confianza en el futuro de mi país, a vivir sometido y pisoteando principios sagrados. Un día la historia nos juzgará, pero no será la historia según Bruselas, París, Washington o la ONU, sino la de los países emancipados del colonialismo y sus títeres”. Las nuevas generaciones deberían inspirarse en figuras como Lumumba o Salvador Allende y no en líderes posibilistas que esgrimieron la bandera del pragmatismo, ignorando que las utopías, con sus límites e imperfecciones, siempre son mejores que un exceso de realismo.
 
 
 

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