Nuestros muertos

Nuestros muertos

losotros123Juan Gabalaui*. LQSomos. Abril 2016

Después de los atentados en Bruselas pocos oídos occidentales aceptarán que los ataques terroristas en Europa son residuales. Unas gotas en un océano tormentoso. El pavor es tan intenso que no se aceptará ningún intento de dimensionar lo sucedido. Cuanto más cerca resuenen las bombas, más aumentará la sensación de inseguridad y el miedo. A pesar de que existen países que sufren a diario la barbarie, el sufrimiento y el dolor. A pesar de que muchos de sus habitantes tienen que enfrentarse cara a cara con la muerte al hacer una de esas tareas cotidianas, que cualquier belga, francés o español hacen sin miedo alguno, como ir al mercado o practicar un deporte en una cancha pública. A pesar de todo ello las muertes en Iraq, en Yemen o en Palestina no pueden competir con los tristes asesinatos producidos en cualquier ciudad europea. Es el mismo terror pero la mayor parte de los atentados en aquellos países pasan desapercibidos. No es solo por la lejanía sino porque los muertos de Bagdad o de Maiduguri no son nuestros muertos. Sí, claro que lo sentimos pero en sordina. No construimos altares, ni pintamos corazones en el suelo de nuestras plazas. No escribimos poesías espontáneas que hablen sobre la irracionalidad de estos actos ni frases emotivas o lemas para la historia. No recordamos cada uno de los nombres de los fallecidos ni evocamos su vida. Con suerte son solo contenido de telediario que se describe con rapidez y sobre lo que no merece la pena insistir. No, no son de los nuestros. La atención que les podemos prestar es claramente inferior a la que prestamos a los muertos de Bruselas, París o Madrid. Las dos son finitas pero estos tres atentados se fijan en la memoria como pegamento. No así los de Saná.

Nos emocionamos cuando nos cuentan la historia de vida de una de las fallecidas que bien podría ser la nuestra, de tan parecidos que somos. Fantaseamos con la idea de que nos puede pasar a cualquiera. Recreamos el miedo al acudir a lugares susceptibles de ser atacados. Caminamos temerosos entre las multitudes porque hace unos días atentaron en Bruselas y nos puede pasar a cualquiera. Ese cualquiera es de los nuestros y activa en cada una de las cabezas occidentales la necesidad de hacer algo para evitarlo. Obviamos los miles y miles de muertos que el terror causa en Siria, que no son suficientes siquiera para indignarse. En el fondo pensamos que son unos bárbaros y que, probablemente, se lo hayan buscado por esa cultura primitiva que tienen. Pero muy en el fondo, no vaya a ser que tiremos por los suelos la buena opinión que tenemos sobre nosotros mismos. No en vano hemos crecido en una tierra de libertades y valores democráticos. Este pensamiento es tan poderoso que también nos hace pasar por alto la responsabilidad de los países occidentales en el terror que se vive en Afganistán. Es un sesgo tan eficiente que a los terroristas nacidos en Europa les despojamos de su nacionalidad y señalamos a voz en grito que no son de los nuestros, que son un error, un bug inaceptable en un sistema de libertades. Ni siquiera valoramos las condiciones socioeconómicas en las que viven muchos ciudadanos europeos. Ni el racismo ni la intolerancia. Ni los discursos del odio que expresan, con lenguaje políticamente correcto, parte de esos dirigentes europeos que toman decisiones importantes como el control de fronteras o la gestión de los refugiados. No podemos hablar de estas cosas porque el terrorismo no tiene explicación de ningún tipo. Solo cabe en esta Europa civilizada la condena. Sin paliativos. Cualquier intento de entender qué está sucediendo es susceptible de una acusación por colaboración con el enemigo. La reflexión y el análisis no defienden los intereses de Europa. Los mismos que permitieron armar y fortalecer al Estado Islámico.

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