Ondarroa: un puente a favor de la justicia

Ondarroa: un puente a favor de la justicia
Jon Sobrino escribió que “la hipocresía no sólo niega la honradez con la (propia) realidad, sino que glorifica esa falta de honradez”. El espectáculo de 300 antidisturbios de la Ertzaintza asaltando el puente de Ondarroa con un obsceno despliegue de furgonetas, vehículos blindados e incluso lanchas para romper el muro popular que protegía a Urtza Alkorta, pone de manifiesto que el Estado español actúa con una escandalosa falta de honradez, pues mientras apela a la libertad, los derechos humanos y la democracia, aplica una política represiva orientada a boicotear el proceso de paz de Euskal Herria, humillando a un pueblo que reivindica sus derechos nacionales y un modelo social alternativo.
 
La hipocresía del gobierno español es un ultraje al sentido más elemental de la justicia, pues nace del propósito de ocultar la verdad y pervertir el significado de las palabras. Cuando el diario El Mundo describe la resistencia pacífica ejercida en el puente de Ondarroa como un acto contra la justicia, revela su profunda miseria moral e intelectual, pues la justicia no es lo que establece la ley positiva, sino lo que determina la ética y la ética -en este caso- exige acabar con una estrategia de represión y confrontación, donde se advierte la misma arrogancia e insensibilidad que en la guerra del 36, cuando se doblegó la voluntad del pueblo vasco con bombas, fusilamientos y un verdadero genocidio cultural. El puente de Ondarroa no es un acto contra la justicia, sino a favor de la justicia. Es un ejercicio de solidaridad, coraje y compromiso que ha fracasado en lo inmediato, pero que prolonga el espíritu utópico de Aske Gunea de Donostia. La rama de olivo que tendió la izquierda abertzale podría convertirse en el símbolo de un fracaso histórico y político. Ojalá no suceda. La violencia no debería volver, pero la paz no será posible y definitiva hasta que el diálogo y la negociación reemplacen a la dispersión penitenciaria, la injusta prolongación de las penas y el uso sistemático de la tortura. No se ha podido evitar la detención de Urtza Alkorta, condenada por la Audiencia Nacional, un tribunal que nunca se ha caracterizado por su independencia frente al poder ejecutivo y que jamás logrará desprenderse de la sombra del nefando Tribunal de Orden Público. De hecho, el reciente informe del Comité Europeo contra la Prevención de la Tortura ha señalado que el régimen de incomunicación contemplado por la legislación antiterrorista española propicia y ampara la tortura. Los jueces de la Audiencia Nacional desestiman siempre las denuncias de malos tratos y torturas alegados por las víctimas del régimen de incomunicación. Fernando Grande-Marlaska, presidente de la Sala de lo Penal, ni siquiera ha adoptado el protocolo de “salvaguardias específicas” (notificación a la familia, derecho a un médico de confianza, cámaras de grabaciones) que otros magistrados aplican para proteger los derechos de los detenidos. Este protocolo no nació para acabar con la tortura, sino para mejorar la imagen de la Audiencia Nacional. Ignorarlo constituye un claro desafío contra cualquier norma moral o deontológica. Saber que ayer mismo Santiago Pedraz, juez de instrucción de la Audiencia Nacional, ha ordenado la detención de cinco anarquistas catalanes y el registro de varios locales, incluidos el Ateneu Llibertari de Sabadell, sede de la CNT y escenario de asambleas de indignados e izquierdistas, sólo corrobora que el Estado español aún chapotea en la ciénaga del franquismo, respondiendo al descontento social con la criminalización de las protestas, particularmente cuando se cuestiona la alternancia bipartidista y se reclama una soberanía real, donde la ciudadanía pueda elegir libremente un modelo político y económico que no responda tan sólo a los intereses de las oligarquías financieras. La clase trabajadora –es decir, la mayoría social- experimenta una creciente indefensión y se pregunta si el parlamentarismo basado en la Constitución de 1978 es algo más que una mojiganga o una siniestra pantomima.
 
La detención de Urtza Alkorta en el puente de Ondarroa es una noticia triste y desesperanzadora, pero el muro popular que se levantó en la zona de la Alameda, con la implicación de al menos 500 personas, nos permite soñar con una nueva etapa de lucha y resistencia, donde el pueblo vasco, lejos de rendirse, defenderá sus derechos mediante la desobediencia civil radical. Aunque la resistencia fue pacífica, los agentes de la Ertzaintza han actuado con una brutalidad innecesaria y desproporcionada, propinando puñetazos, manotazos, tirones de pelo y patadas. Con el número de identificación oculto en la mayoría de los casos, han amenazado verbalmente a los ciudadanos y han intentando intimidar a Laura Mintegi, Maribi Ugarteburu y Unai Urruzuno, parlamentarios de EH Bildu, que se han desplazado a Ondarroa para ser testigos de los hechos y expresar su solidaridad. Además, han grabado todo en vídeo, copiando los métodos de Un mundo feliz, 1984 y Farenheit 451, donde el ojo del Estado somete a todos los ciudadanos a un escrutinio minucioso, con el propósito de coaccionar su libertad, ejercer represalias y pisotear su dignidad. Pese a todo, el muro popular ha durado cinco días. Se han escuchado constantemente gritos de “Urtza, herria zurekin” y se han recitado bertsoak de Miren Amuriza. Laura Mintegi ha pedido a la Ertzaintza que reflexione y se plantee si sólo es un brazo de la policía española, ejecutando las órdenes del gobierno de Madrid. Asimismo, ha recordado que “se ha acabado el tiempo de la violencia” y que los ciudadanos “en general, siglas aparte, quieren la paz”. Por eso deberían “terminar las detenciones”. Los políticos de los partidos mayoritarios y los grandes medios de comunicación han reaccionado con su intransigencia habitual, acusando a Mintegi y al resto de los parlamentarios de EH Bildu de promover una estrategia de violencia y confrontación.
 
Las leyes vigentes sobre enaltecimiento del terrorismo ejercen una coerción permanente sobre los que se atreven a reflexionar sobre el laberinto vasco. No soy partidario de la violencia, pero invoco el derecho de resistencia reconocido en el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Naciones Unidas afirma que sin un Estado de Derecho que protege y garantiza los derechos fundamentales de los ciudadanos, no cabe otra alternativa que recurrir “al supremo derecho de rebelión contra la tiranía y la opresión”. ETA cometió su primer atentado el 18 de julio de 1961, intentando provocar el descarrilamiento de un tren. El convoy transportaba a falangistas y simpatizantes de la dictadura que viajaban a Donostia para celebrar la rebelión militar. Se trataba de una nueva humillación al pueblo vasco, que reavivaba los agravios del pasado. La magnitud de la represión en Donostia permite hablar de auténtico genocidio. Cuando el 13 de septiembre de 1936 las tropas franquistas ocuparon la ciudad, el número de habitantes bordeaba los 80.000. Cerca de 50.000 huyeron, cruzando la frontera. Se estima que al menos se fusilaron a 385 personas, es decir, algo más de un 1%. 470 gudaris del Ejército vasco cayeron en el campo de batalla y 776 niños se exiliaron para no volver jamás. De los adultos exiliados, 21 perdieron la vida en Mauthausen y Dachau, gaseados por los nazis. Durante el mes y medio que duró el asedio franquista, se bombardeó la ciudad desde el mar y el cielo. No se establecieron distinciones entre objetivos militares y civiles. Al menos murieron 17 personas. 561 donostiarras permanecieron en campos de concentración franquistas hasta 1958, obligados a realizar trabajos forzados entre malos tratos, torturas, una alimentación insuficiente y una precaria atención sanitaria. En estas condiciones, es inevitable pensar en el artículo 35 de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1793: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo, y para cada porción del pueblo, el más sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes”. ETA nació inspirada por el ejemplo de Fidel Castro, que había conseguido acabar con la dictadura de Batista, siguiendo las teorías de Blanqui: un puñado de revolucionarios puede ser la espoleta de una insurrección popular. Algunos afirmarán que ETA debería haberse disuelto en 1975 o 1978, pero la modélica transición española sólo constituyó un cambio formal y no un cambio real. Nadie respondió por sus crímenes. Nadie pidió perdón y no se ofreció ninguna clase de reparación a las incontables víctimas del franquismo. La tortura y el terrorismo de Estado no desaparecieron. Incluso hoy, la Guardia Civil está bajo sospecha, pues el último informe del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura denuncia su falta de transparencia y su tendencia a maltratar a los detenidos con total impunidad. Lamento profundamente todas las muertes que se han producido durante el conflicto, pero es evidente que las más de mil fosas sin exhumar, con al menos 113.000 víctimas del franquismo, los asesinatos del GAL y el Batallón Vasco Español, la persistencia del régimen FIES, a pesar de su manifiesta ilegalidad según una sentencia del mismo Tribunal Supremo, y el período de incomunicación contemplado por la legislación antiterrorista, un verdadero agujero negro que permite la desaparición temporal (y la tortura) de una persona, componen un paisaje que no se corresponde con un Estado de Derecho. Hace unos días, se ha condenado por genocidio a José Efraín Ríos Montt, presidente de Guatemala entre 1982 y 1983 y responsable del exterminio de al menos 200.000 mayas, siguiendo las instrucciones de Estados Unidos para combatir a la guerrilla marxista. Es posible que la Corte de Constitucionalidad guatemalteca anule la sentencia, pero en España no ha sucedido nada semejante. Ningún juicio contra los generales sublevados. Ningún proceso judicial. Ni siquiera se ha constituido una Comisión de la Verdad y el Valle de los Caídos sigue en pie, ultrajando la memoria de las víctimas de un régimen que sólo en la posguerra asesinó a más de 300.000 personas.
 
Sé que me repito, pero no se me ocurre ninguna razón democrática para negar a un pueblo el derecho a elegir libremente su futuro. El derecho de autodeterminación podría abrir la puerta a una Europa diferente, una Europa de los Pueblos, que se liberara de un capitalismo disfrazado de “economía de mercado”, “globalización” o “racionalidad neoliberal”. El imperialismo no ha desaparecido. Las “injerencias humanitarias” en Irak, Afganistán, Libia o Siria son la versión contemporánea del colonialismo decimonónico. La crisis económica que empezó en 2008 con el impago de las hipotecas de alto riesgo se ha convertido en el caballo de Troya de una contrarrevolución, cuya finalidad última es liquidar el Estado del bienestar, un eufemismo para referirse a la humanización del capitalismo durante la posguerra europea para frenar el avance del socialismo y contener el malestar social. El laberinto vasco no se resolverá con la “dialéctica de los puños y las pistolas” del Estado español, sino con una negociación pacífica y democrática que incluya el reconocimiento de todas las víctimas y la excarcelación de los presos políticos. Después de visitar Gernika y escuchar relatos estremecedores –como el asesinato de dos gudaris heridos en una cuneta con un disparo en la cabeza propinado por un cura con sotana y pistolera-, no creo que la paz pueda surgir de espectáculos tan lamentables como la detención de Urtza Alkorta en el puente de Ondarroa, sino de un diálogo sincero y valiente. Desgraciadamente, no me parece probable con el actual sistema político, donde PP, PSOE, UPyD e incluso IU sólo discrepan en cuestiones anecdóticas. No se me ocurre otro camino que la desobediencia civil radical. Creo que habrá nuevos Aske Gunea y no descarto participar en alguna de estas movilizaciones, imitando a mi admirado Periko Solabarria, acostumbrado a pisar barro y no alfombras. Hay un mundo por el que luchar y yo no quiero observar los acontecimientos desde la orilla.
 
 

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