Plaza Mayor de Madrid

Plaza Mayor de Madrid

datauri-no-pasarán-loquesomosÁngel Escarpa Sanz. LQSomos. Febrero 2016

Por mucho que nos recuerden estas plazas españolas a aquellos recitales de Candeal y de Nuevo Mester de Juglaría, -en los años ochenta-; cuando tomábamos aquí de niños -hace setenta años- los tranvías que nos devolvían a los barrios del otro lado del Manzanares, de donde subíamos a la compra al Mercado de la Cebada, de la mano de madre; por muchos puestos de monedas y billetes de pretéritos tiempos en mañanas de domingo y por muchos años de barracas con piezas para el belén, mientras la megafonía nos recuerda que es Navidad una vez más; todo el sol y toda la luz del mundo, todas las nubes blancas como leves veleros navegando por el azul, todos esos japoneses fotografiando las torres de la Casa de la Panadería, todos esos mimos invitándonos a fotografiarnos con ellos, no nos hurtan la imagen de esta plaza en días que aquí mismo se celebraban justas, corridas de toros, representaciones teatrales; se quemaba a los herejes, tras haberlos paseado en público con su correspondiente capirote, para goce de un pueblo ignorante y hambriento de pan y diversiones.

España huele a ¡¡goool de Zarra!!, en Chamartín, a pólvora generosamente quemada por Hoyo de Manzanares, a ¡pon otras dos cervezas y una de gambas, majete!, a ¡ponle más engrudo a ese cartel, para que no lo arranquen los fachas!, a películas religiosas en Semana Santa, a perros ahorcados, en los campos del señorito, a cines con el suelo tapizado con cáscaras de pipas de girasol, a blancas espumas lamiendo las rubias arenas de estas costas, mientras los turistas toman sol, sangría y paella en la Malvarrosa y Salvador Puig Antich es ejecutado.

España aún exhala un cierto olor a siniestros policías y a jueces que ejercieron de amos de este país, a políticos que ejercen de sacerdotes en esta ceremonia de confusión, semiliquidado el franquismo; hay en el aire un cierto olor a gordas espigas elevándose al cielo azul de Castilla, como doradas oraciones anarquistas a la madre Naturaleza.

Huele a melocotones madurándose, ocultos entre las sábanas del armario ropero de nuestra lejana infancia, mientras leíamos los tebeos del El Guerrero del Antifaz y en la radio de cretona se puede escuchar la novela Jack de Baransí, de Daudet; huele a millo y agua para la pella de gofio, al “¡hoy nos matáis, pero mañana viviremos!”, bajo los pinos de la Galicia de Castelao y los de las cumbres de Fuencaliente.

Huele a ropa femenina, sábanas y prendas de hombre, blanqueando al sol, mientras el niño lee El caballo de hierro, o Beau geste, a Julio Verne, o los folletos antifranquistas llegados desde Francia clandestinamente de La verdad perdura. Huele a jóvenes que de día trabajan en un taller de metalurgia y de noche entrenan en un gimnasio para hacerse boxeadores adinerados, como Luis Folledo y Pedro Carrasco.

Aquí huele a derrota, a fracaso nacional, a frustración y a crack; a humillación, a sueños rotos, a estafa y corrupción. Huele a verdura hervida y la carne y el pescado ni catarlos; al “salte a la calle a estudiar, en lugar de estar gastándome luz aquí; que luego la factura la pago yo”, a “me cortaron el suministro eléctrico, por no pagar”, a “el frigorífico vacío y tú y tu padre sin trabajo. Ya solo me queda meterme a puta, yo también”.

Dejó de oler a prosperidad para precipitarnos en el ya familiar talego para los mendrugos y la abuela en casa para, “con el dinero que le cuesta la residencia, tratar de resistir aquí los cuatro”; “los Reyes son los padres, mi niño. Se acabaron en esta casa los tiempos de fábulas y otras supersticiones”.

Huele a silicona en las cerraduras de las puertas de los bancos, la noche previa a la huelga, a naranjas picadas rescatadas del contenedor del súper, a neumáticos incendiados cortando la carretera y tirachinas armados en la casa del despedido, a remedios caseros para un aborto barato, al “pide cuarto y mitad de despojos para el gato” y “pero si nosotros no tenemos gato, mamá”, seguido del “tú te callas”.

Huele a un billón de euros de deuda nacional, mientras se construyen aeropuertos sin otro fin que enriquecer a amiguetes y cofrades del partido del “extinto”. Huele a “¡me cago en dios: tengo hambre, tengo frío…necesito un “curro” ya! A gente aplaudiendo en los desfiles militares, mientras criaturas huyendo de la guerra se ahogan en nuestras playas o escapan de las armas de la policía.

Aquí huele a concertinas y a muros en las fronteras de Ceuta y Melilla, a tramposos tratados con Marruecos, mientras los saharauis ven pudrir sus sueños en la hamada argelina; a sindicatos y partidos claudicantes, mientras los que iban a ser desahuciados se arrojan desde los balcones. Huele sangre de animal derramada, mientras se aplaude desde el tendido.

Por mucho que baldeen estas calles y plazas este país huele a cabreo nacional, a cirio, a gente mal enterrada, a poetas maricones asesinados de un tiro en el culo por los chulos de Falange; a libros quemados en plazas tomadas por las gentes de Mola, Goded y Yagüe. Aquí huele a putas asesinadas y más tarde arrojadas a un basurero; huele a mal vino y a vomitona en noches de sábado y de marginación social.

Plazas mayores de España, con el imborrable estigma de aquellos lejanos días de Caín homenajeando a los salvajes moros que le ayudaron a ganar una guerra contra su propio pueblo, homenaje a la brutal Legión Cóndor, que bombardeó Gernika, hasta arrasarla. Plazas con el emocionado recuerdo del poeta amado desplegando en un balcón la no menos amada bandera tricolor, un 14 de abril de hace ochentaicinco años. Plazas donde se celebraron ferias de libros, paellas de los mal llamados “populares”, en un claro intento de comprar votos. Plazas con turistas tostándose al sol de España, mientras en una horrible celda se aplicaba “garrote vil” al que hostigaba a la Dictadura; plazas donde se lee en la prensa, sentados a la barra del bar, la “gloriosa” tarde de Manolete en Las Ventas, mientras la guerrilla antifranquista penetra por el Valle de Arán en un fallido intento de acabar con Franco.

Abandono esta hermosa plaza por el arco de la calle de Toledo, no lejos de donde se colgara en 1936-1937 aquella formidable pancarta: “El fascismo quiere conquistar Madrid. Madrid será la tumba del fascismo. ¡NO PASARÁN! “

Atrás quedan los más o menos sonrientes camareros de las terrazas, los pintores, con sus caballetes y sus lienzos, los caricaturistas; y las palomas que picotean entre migas de pan arrojadas por la gente y restos de vidrios de los sueños rotos de un pueblo entre hastiado y esperanzado.

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