Por qué doró Lorca la cabeza de Sánchez Mejías

Por qué doró Lorca la cabeza de Sánchez Mejías

Por Arturo del Villar*. LQSomos

Todos los poetas componentes del grupo del 27 aceptaron en sus principios el influjo de Juan Ramón, reconocido como maestro, pero cuando ellos consiguieron una voz personal, se esforzaron en rechazar cualquier atisbo de semejanza

Saber las motivaciones de un gran poeta para haber escrito como lo hizo tiene un indudable interés, aunque se trate de una anécdota. Puedo contar por qué Federico García Lorca doró la cabeza del torero Ignacio Sánchez Mejías en la impresionante elegía que le dedicó, porque me lo explicó el buen poeta moguereño Francisco Garfias. En las innumerables charlas que mantuvimos en Madrid, en Moguer o en los trayectos entre las dos localidades, nuestro inagotable tema principal de conversación siempre fue el mismo: Juan Ramón Jiménez, el poeta admirado al que los dos estudiábamos y editábamos.

En una de esas charlas me contó la anécdota que él había escuchado narrar a Gabriela Ortega, sobrina política de Sánchez Mejías, nacida en una familia de toreros, bailaores y cantaores, que supo insertar la poesía en el cante y el baile andaluces, además de ser actriz de teatro clásico durante muchos de sus ochenta años de vida. Por cierto que varios de ellos los pasó exiliada en Latinoamérica, porque un ministro de Educación Nazional de la dictadura, Manuel Lora Tamayo, le prohibió incluir en sus recitales a los poetas exiliados o muertos, como Rafael Alberti, García Lorca, Juan Ramón Jiménez o Miguel Hernández, y ella se negó a acatar la orden.

Uno de los poetas más admirados por ella fue precisamente Lorca, y existen discos grabados con su voz que lo demuestran. Le contó a Garfias lo que ella escuchó de labios de Isabel García Lorca, y Garfias me lo repitió a mí, y yo creí que merecía la pena que compartieran la anécdota más personas, por lo que propuse a Garfias que la escribiera y publicase, pero ya entonces había empezado a desinteresarse por las cuestiones mundanas. Así que la redacté yo, y la di a conocer en el Diario Málaga–Costa del Sol, el 1 de febrero de 1998, en donde no pudo tener mucha difusión. Por eso la transcribo ahora, con el mismo afán de que sea divulgada, porque ilustra sobre el arte de escribir de uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, asesinado en 1936 por los militares monárquicos sublevados, a causa del delito, según ellos, de ser republicano de izquierdas.

Muerte en la plaza

Es muy sabido que Ignacio Sánchez Mejías, el torero amigo y protector de los poetas integrantes del grupo del 27, fue empitonado en un muslo hasta el abdomen el 11 de agosto de 1934, en la plaza de toros de Manzanares. Lo hirió y por fin mató un toro de nombre Granadino, que estaba en su papel de animal bravo. A Lorca le apesadumbró la noticia. Algunos estudiosos han supuesto que sentía por el torero más que admiración, y ese amor frustrado le animó a componer el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, en cuatro cantos. En cualquier caso, estuvo muy inspirado, porque es uno de los grandes poemas elegíacos de la literatura castellana. Enseguida se hizo muy popular y fue recitado en teatros y barracones, porque es cierto que contiene todos los ingredientes precisos para ser asimilado por un pueblo que califica de “fiesta nacional” a las corridas de toros.

Antes de su publicación ya se había difundido en copias manuscritas, y el mismo Lorca lo leyó el 12 de marzo de 1935 en el Teatro Español, para celebrar la centésima representación de su tragedia Yerma, interpretada magistralmente, según las gacetillas del momento, por la gran actriz republicana Margarita Xirgu.

Ante el éxito que estaba logrando su “poema trágico”, según la definición del autor, el empresario, los actores y los amigos pretendieron rendirle un homenaje público, pero él se negó a aceptarlo, y en su lugar propuso leer el no menos trágico poema dedicado a “Ignacio el bien nacido”, que estaba bien muerto, todavía inédito, puesto que se imprimió en el mes de mayo, con ilustraciones de José Caballero, por las Ediciones del Árbol de la revista Cruz y Raya. Con ese motivo le dirigieron cartas de felicitación y adhesión varios escritores, como Ramón María del Valle–Inclán, Alejandro Casona, y Juan Ramón Jiménez, el otro protagonista de la anécdota motivadora de este escrito.

Por Isabelita García Lorca

En una de las lecturas hechas por Lorca estuvo presente Gabriela Ortega, que ese año cumplió veinte de su edad, y fue testigo de la anécdota que paso por fin a relatar. En el segundo canto había escrito Lorca una serie de piropos descriptivos del torero muerto en acto de servicio, porque eso debe de ser lo que tiene que hacer un torero en la plaza, ensalzado como un “capitán atado por la muerte” en la elegía:

Aire de Roma andaluza
le endulzaba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.

Cuatro octosílabos excelentes, dentro de un romance popular en línea con los gitanescos recién editados, que tantos imitadores continúan teniendo todavía. Sin embargo, no le agradaron a Isabel García Lorca, que comentó a su hermano: “Eso de la dulzura de la cabeza suena a Juan Ramón; la poesía dulce es juanramoniana. Si hasta Platero le parecía dulce.”
Isabelita, como la llamaban entonces, era muy entusiasta de la poesía de Juan Ramón, con quien se carteaba. En 1924 Zenobia y Juan Ramón estuvieron en Granada, y convivieron con la familia García Lorca. Hay constancia de que en esas jornadas demostró Isabelita su aprecio por los escritos del autoproclamado Andaluz Universal, en verso y en prosa, recitándole algunos de memoria. En correspondencia muy generosa, el poeta le dedicó su excepcional romance “Generalife”, escrito en esos días, con estas palabras: “A Isabel García Lorca, hadilla del Generalife”. Para muchos estudiosos de la poesía castellana contemporánea, de ese romance surgió todo el Romancero gitano de Lorca, escrito entre 1924 y 1927 y editado en 1928.

Un aire dulce

También es comprobable que, en efecto, la dulzura constituye uno de los tópicos habituales en los versos juanramonianos, durante una larga etapa de su escritura, anterior a su exilio americano de español libre para no soportar la dictadura fascista. Si repasamos la Segunda Antolojía poética (1922) encontramos reiteradas citas dulces, que a menudo son sinestesias sorprendentes y llamativas en aquellos años, como “y un ruiseñor, dulce y alto” (poema número 10); “dulcemente mirándonos” (11); “con ojos dulces” (12); “Desde la dulce mañana” (13); “me miró triste –¡qué dulce!—“ (14); “dulce valle, / dulces riberas de álamos” (15); “dulce / luz a las cosas” (16); “La luna, la dulce luna” (20): “Estrellas, estrellas dulces” (22); “que un pozo templado y dulce” (23); “llenos de dulce añoranza” (24); “entre la dulce añoranza” (28), “Hay un oro dulce y fresco” (30), y ya es hora de escribir el etcétera, porque los ejemplos se multiplican incesantemente.
Aunque no debemos dejar sin citar a Platero, el burrito que fue su amigo y compañero en las andanzas por Moguer y sus alrededores, que murió un mediodía con la barriguilla de algodón hinchada, sumiendo al poeta en la melancolía. Al final de la “elegía andaluza” que le dedicó figura el capítulo CXXXVI, titulado “A Platero en el cielo de Moguer”, que comienza de esta manera: “Dulce Platero trotón, burrillo mío”. Aquí el calificativo “dulce” debe entenderse conforme a la quinta acepción definida en el Diccionario de la lengua española, editado por la Real Academia Española: “Naturalmente afable, complaciente, dócil.” Así era efectivamente el asnillo, según el retrato que le hizo Juan Ramón en su libro elegíaco en prosa lírica.

Pido disculpas a su memoria, por haber citado a los numerarios de la Real Academia Española, esos hombres imbéciles dedicados a escribir diccionarios, como él mismo los calificó en el capítulo LV de Platero y yo; pero es conveniente fijar las palabras y su significado, y en alguien hay que basarse para hacerlo.

Todas las cosas le parecían dulces al moguereño: un pájaro, las miradas, la mañana, la naturaleza, la luz, la luna y las estrellas, el pozo, los sentimientos, el metal, cualquier elemento existente adquiría para él la condición de dulce, cualquier cosa del cielo y de la Tierra, incluidas las percepciones humanas, además de su amigo pequeño, peludo y suave. Desde esa ambientación, la cabeza del torero muerto estaba en condiciones de recibir el endulzamiento romano—andaluz, aunque no entendamos bien por qué motivo, ni falta que hace en un poema acertado.

Cambio de aire

Comprendió Lorca que su hermana tenía razón, y aceptó eliminar la dulzura para describir la cabeza del amigo muerto. En este caso, y volviendo a consultar el Diccionario, el endulzamiento debe de acogerse a la tercera acepción del verbo “endulzar”, que significa “Suavizar, hacer llevadero un trabajo, disgusto o incomodidad”. La interpretación se queda para quienes matan el fenómeno poético al pretender explicarlo. Para soslayar cualquier supuesta influencia juanramoniana, Lorca sustituyó “endulzaba” por “le doraba la cabeza”. Pero el cambio privó de energía lírica a ese verso, que ha perdido expresividad con la corrección. Le había llegado muy a tiempo la palabra “endulzaba”, que embellece el verso: “Aire de Roma andaluza / le endulzaba la cabeza” parece llevar un eco del primer verso al segundo: todas las consonantes de “andaluza” se repiten en la palabra siguiente, “endulzaba”, así como las vocales a y u: solamente la e y la b no coinciden.

Además, al ir esas dos palabras en dos versos, pero muy próximas, se establece un paralelismo sonoro, recurso conocido y utilizado en la poesía popular, a la que era muy aficionado Lorca, como es sabido. Este poema fue durante muchos años el preferido por los recitadores, y el mismo autor lo recitaba en público a menudo, debido a que lograba siempre la complicidad del auditorio. Yo se lo escuché todavía a un recitador andaluz profesional, en un teatro circo que recorría las ferias de ciudades y pueblos, de nombre Cirujeda, hace ya tiempo. Y el buen poeta sevillano José Luis Núñez me contó que se había ganado la vida durante una temporada, recitando la elegía en esos teatrillos.

Los dos versos, según la escritura original, conseguían un gran efecto fonético, al repercutir como un eco “endulzaba” de “andaluza”. En cambio, “Aire de Roma andaluza / le doraba la cabeza”, que dice la redacción definitiva, no alcanza igual resonancia. Es seguro que Lorca lo advertía, y no obstante prefirió sacrificar la mejor versión para eliminar una posible dependencia juanramoniana. Desde luego, lo mismo que había observado su hermana podía descubrirlo cualquier lector, incluidos los críticos empeñados en rastrear influencias en los escritos que juzgan, para demostrar su sagacidad.

Sin embargo, aunque la primera escritura fuese menos original, resulta más acertada que la segunda. Ahí estaba la “palabra a tiempo” constitutiva de la poesía, según la definición facilitada por el mismo Lorca. La modificación del verbo no incidió decisivamente sobre el discurso poético, sino sobre la originalidad del autor, y con ello perdió calidad expresiva.

Todos los poetas componentes del grupo del 27 aceptaron en sus principios el influjo de Juan Ramón, reconocido como maestro, pero cuando ellos consiguieron una voz personal, se esforzaron en rechazar cualquier atisbo de semejanza. La verdad es que a todos los artistas les ofende que algún crítico les señale una influencia de otro, porque devalúa el valor de su creación estética. En este caso referido Lorca eliminó la huella de su maestro, con una corrección de la que nada sabríamos si Gabriela Ortega no la hubiera relatado, para permitirnos entender cómo componía Lorca sus versos: con palabras halladas a tiempo, que en ocasiones variaba por conveniencia.

* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio
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