Querido Antonio Vega

Querido Antonio Vega

Nos separaban seis años, pero los dos crecimos en la España del franquismo, cuando ser niño significaba aprender de memoria los 27 puntos fundacionales del Movimiento Nacional y soportar la furia de una regla de madera, recordándonos que vivíamos en un país gobernado por el odio y la mentira.

Nos acostumbramos a escuchar en tristes aulas con pizarras polvorientas que España tenía vocación de imperio, pero todo parecía mezquino y pequeño. Los pequeños televisores en blanco y negro mutilaban las películas de Hollywood, escamoteándonos adulterios y actos de rebeldía. Los libros y los vinilos soportaban el escrutinio de hombres con alzacuellos y con el poder de condenarlos a la sombra y el silencio. Nos sentíamos humillados y amordazados, pero un día escuchamos unas notas que no se parecían a las melodías habituales de la radio. La memoria nos dice que tal vez eran los Beatles, pero la memoria casi nunca es fiel al pasado y prefiere complacer a las ilusiones del presente. Esas notas nos hablaban de noches interminables, que se ondulaban como llamas y crepitaban como estrellas. Sólo teníamos nueve o diez años, pero decidimos que nos gustaría arder en ese estrépito de infinitos efímeros, bailando entre excesos y tabúes, felices de sentir bajo nuestra piel un río de plata cortejado por amapolas destripadas.

A los catorce años, yo corría por la Gran Vía, con el corazón encogido por los botes de humo y las pelotas de goma. Con algo menos de cincuenta kilos, sentía que mi cuerpo era un pájaro a punto de ser pisoteado por los caballos, con sus jinetes de alma hueca. Aún recuerdo los sollozos en el funeral de los abogados de Atocha, con una multitud doliente alzando el puño y derramando lágrimas de impotencia. Aún recuerdo a Arturo Ruiz, asesinado por el disparo de un ultraderechista, con sólo diecinueve años. Los antidisturbios escupieron sobre su sangre y rompieron la cruz improvisada con dos palos por unos vecinos. Aún recuerdo a Mari Luz Nájera, abatida por la policía con un disparo a bocajarro. Aún recuerdo esos siete días de enero que mostraron al mundo las entrañas negras del franquismo. ¿Dónde estabas tú entonces? Los dos crecimos en hogares de una burguesía ilustrada, que contemplaba desde lejos los barrios de las afueras, con sus parques de árboles raquíticos y sus descampados llenos de chabolas. La democracia acabó con la épica y nos arrojó al centro de Madrid, con sus bares en penumbra, donde se traficaba con sueños y se amaba entre desconocidos, transformando el placer en un animal herido. Las crestas moradas y los lutos festivos cambiaron la noche, invitándonos a explorar las paredes de la madrugada, cuando el asfalto chilla con grito de lobo. No sabíamos lo que nos esperaba en ese Madrid de los ochenta, donde las esquinas eran hogueras con viento del paraíso. Era tentador jugar con una calavera, pintarla de amarillo y mirar por sus cuencas vacías. Ahora preguntamos por los amigos perdidos, lamentando no haberles acompañado en su caída. Nos separan seis años y una décima de segundo. Luchamos contra gigantes y perdimos. Sólo nos queda el silencio y una alameda de ensueños.

Los alfilerazos de la heroína reinventaron nuestros huesos. Las noches de abstinencia nos acercaron a una ficticia eternidad, donde cada minuto era un pájaro petrificado por una niña que nos prometió una caricia y se olvidó de nosotros. La heroína es una reina loca que aúlla en un torreón, suplicando que salvemos a sus hijos no nacidos. La heroína es un adolescente en un portal, ofreciéndose a los desconocidos, inmolando su ano y su garganta en un aquelarre iluminado por el fluorescente de una letrina. Los ochenta acabaron, pero la heroína se había convertido en último cliente de un bar, que se niega a marcharse, mientras en el fondo de su copa continúe bailando una briza de eternidad. Entre altos edificios de hormigón, la heroína era un sueño azul hostigado por cuervos negros, que picoteaban su espuma carmesí. Las farmacias nos vendían jeringuillas de insulina, con la misma solemnidad que un druida preparándose a hundir su cuchillo en una piedra sacrificial. Nos ocultábamos debajo del puente de la Plaza de España o detrás de un arbusto del Parque del Oeste, impacientes por sembrar en nuestras venas la música de la lluvia y el silencio de las espigas. Una aguja era el infinito en nuestro bolsillo, esperando la ocasión de regalarnos el nombre exacto de las cosas. Nuestro patio de recreo era la habitación de un hotel con las sábanas sucias y una bombilla desnuda, girando como un ahorcado, pero todo cambiaba cuando la heroína bajaba suavemente nuestros párpados y nos enseñaba un mar lejano lamiendo la orilla de un bosque de cerezos. Nuestro patio de recreo era la brisa que desordenaba suavemente el pelo, pero también el viento que afilaba nuestros ojos hasta arrebatarles la luz.

Se separaron nuestros caminos. La movida ya sólo era un tiempo que nadie amaba, salvo unos pocos que aún se embriagaban con los alimentos terrenales, sin esperar que un ángel les acompañara hasta la última estación. Nos alejó el vértigo y el terror de no saber si nuestras vidas sólo eran el sueño de otro, que se miraba en el espejo con miedo de ser dos. Nunca te dejaste engañar por la alegría de la movida. Nunca te enamoraste de los cementerios ni de las cruces de plata, que fantaseaban con zombis afligidos por una inmortalidad no deseada. Sabías que la infelicidad era mucho más real que cualquier juego. Sabías que la soledad es la certeza de vivir en una casa vacía, pese a que otros pasen a tu lado, abriendo y cerrando puertas. Sabías que el fracaso es un poema que se muere en los últimos versos, incapaz de hallar las palabras que justifican su canto. Estabas acostumbrado a perder, pero la pérdida de Marga oscureció definitivamente tu mirada. Ya no estás aquí, pero nos quedan tus palabras y tus silencios. Tus palabras son agua y viento. Son una cometa blanca y un sol anaranjado. Son el mediodía que se disfraza de atardecer para que la melancolía no se enrede con el suicidio. Tus palabras son el jardín donde otros respiran. Tus palabras soy yo contemplando los viejos vinilos donde escuché tu voz por primera vez. Sé que me esperas en un océano de sol, dibujando círculos sin fin. El mundo conoce nuestra fragilidad, pero los dos hemos conocido un amor descomunal, que nos ha revelado la impotencia de la muerte para separar a los que echaron raíces en otro corazón y bebieron su ternura.

 *Into The Wild Union

Más artículos del autor

LQSRemix

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Nos obligan a molestarte con las "galletitas informáticas". Si continuas utilizando este sitio aceptas el uso de cookies. más información

Los ajustes de cookies de esta web están configurados para "permitir cookies" y así ofrecerte la mejor experiencia de navegación posible. Si sigues utilizando esta web sin cambiar tus ajustes de cookies o haces clic en "Aceptar" estarás dando tu consentimiento a esto.

Cerrar