Rebotes paneristas II

Rebotes paneristas II
Francisco Cabanillas. LQSomos. Mayo 2014
La crueldad y la sangre
de Panero tienen un trasfondo: son una poética del mal
que bebe en lo más apartado, en
lo más prohibido de las bibliotecas para darse (una)
entidad en un mundo que se hace de
citas.
Joaquín Ruano.
Avanza con la actitud volátil que se espera de un poeta
que ha tratado por sistema a la vida como si se tratase de una prostituta barata…
(bloguero).

Rojo que te quiero blanco: la otra cocalización de Panero. El “auténtico sol negro [Panero] de la cosmología de la poesía no sólo española sino universal,” según Túa Blesa, nos mira de frente. Desde la cara que tenía en 1976, cuya mirada, “este absurdo que delatan mis ojos,” lo dice todo, “No usen mi torpe biografía para juzgarme,” filosofa: “Es tan bella la ruina, tan profunda sé todos sus colores…”

Al poeta de ojos que brillan todavía en la mirada del viejo que mira desde una ventana de Mondragón, “Fumo mucho. Demasiado. Fumo para frotar el tiempo,” le gusta el tempo de la derrota: “una sinfonía la música del acabamiento.” Con un cigarrillo en la poesía, “En el cenicero hay ideas y poemas y voces de amigos que no tengo,” Panero habla con voluntad literaturizante: “Me palpo el pecho de pronto, nervioso, y no siento un corazón.” La mirada se nubla en la claridad del verso que echa humo: “ya no tengo sangre en las venas, sino alcohol, tengo sangre en los ojos de borracho.”

Negro sobre negro; las pupilas del poeta se pierden en el ojo negro: “He fumado mi vida y del incendio sorpresivo quedan en mi memoria ridículas colillas.” Oscuridad de una mirada relativa:

Me celebro y me odio a mí mismo
palpo el muro en que habrá de grabarse mi ausencia
mientras el poema se escribe contra mí
contra mi nombre
como una maldición del tiempo
Escupo estos versos en la guarida de Dios
donde nada existe
sino el poema contra mí.

Para Panero, dice el bloguero, “fumar, vivir y escribir son más o menos la misma cosa.” Como con la Coca-Cola, cuyas botellas deja a mitad, el poeta devora más de cien cigarrillos al día, los cuales no se fuma hasta el cabo: “Yo soy sólo entre colillas, soy la ceniza del poema en que no creo, soy la ceniza del verso y del poema, soy el que vive sin tener ya sentido.” Humo del que mira con la cara llena de poesía, echando fuego por la nariz, como un poeta que mata con la mirada: “Yo me he cargado a medio mundo con los ojos… Con los ojos se mata con la posesión demoníaca. Algunos se meten en sí mismos y se suicidan.”

Humo del poeta que se fuma el mundo por los ojos, cuando contempla la pregunta que todo el mundo se hace en silencio: ¿intentaría suicidarse otra vez Sr. Panero? Humo de unos ojos que se fuman al poeta cuando le piden que conteste la pregunta en prosa, sin poesía, sin malditismo: “Yo no me suicido ni a tiros. La literatura y el dinero es lo único que me salva del suicidio.” La reacción visceral de Galeano vuelca el cenicero sobre los libros de Panero que más valora Juan Bonillo: Last River Together(1980) y Narciso en el acorde último de las flautas (1979). Los perros del alma —Prinlalá, el can imaginario del poeta— ladran en inglés y en francés. “Estoy en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos,” le dice Panero a Silvia Blanco, a quien también confiesa que le gustaría fumarse la palabra “estantigua,” una de sus favoritas: “procreación de fantasmas, o fantasma que se ofrece a la vista por la noche, causando espanto y pavor.”

Con la mirada llena de humo, Panero se reafirma en su “anarcoindividualismo”: “A mí lo que me gustaría es rodar un videoclip de Coca-Cola o de tabaco… Diría: ¡Coca-Cola, la bebida de los dioses!” Se ríe solo, con la mirada llena de cenizas y de verbos reflexivos. Pestañeando como una luciérnaga que combate la noche, “el tiempo, y no España, dirá quién soy yo,” fuma sin llevarse el humo a los pulmones. Apaga el cigarrillo contra otra de sus palabras favoritas, “acezar,” y, ante el terror de la muerte, deja caer esta piedra en la Feria del Libro de Madrid (2007): “El miedo [a la muerte] es la única garantía de mi vida.” Con otro cigarrillo en la boca recién encendido, se torna metaliterario: “Escribir en España no es llorar, es beber, es beber la rabia del que no se resigna a morir en las esquina…”

La poesía se llena de cigarrillos a medio fumar; en la mesa, rodeado de cajetillas rojas y blancas, hay un cartón de Winston rasgado por la mitad. Como una máquina de fumar, tras la cortina de humo que lo rodea, el poeta se desviste como un pulpo enfermo de tinta dual: “Por una parte, el poeta más amargado del siglo y, por otra, Winnie de Pooh” [Panero dixit].

Cuando el poeta habla, “Lorca fue asesinado por la república. Necesitaban un mártir,” rompe la cortina de humo que lo aurifica desde su autorreferencialidad emblemática: “El hombre que mató a Leopoldo María Panero, el hombre que cree ser Leopoldo María Panero, el hombre que nos ha engañado a todos durante años haciéndonos creer que es Leopoldo María Panero.”

Por esa grieta de humo azulado, envuelta en su propia manta, fluye la poesía de Panero como un torrente de pus: “las ratas afloran a la Cloaca Superior buscando el beso de los Dementes.”

Y ello porque no fumar, para el vate de ojos negros que brillan en la luminosidad de la nicotina —como noescribir—, es un “infierno de mala madre,” que pone nervioso al autor de más de una treintena de libros: “vomito el alma por las mañanas, después de pasar toda la noche jurando frente a una muñeca de goma que existe Dios.”

Nervioso, histérico, confundido, como cuando cruza por primera vez, en 2004, el charco de España a Chile ¡Tantas horas sin poder fumarse la Amazonía! Desorientado por la falta de nicotina, con la vejiga llena de Coca-Cola, el poeta alucina en la trayectoria del asiento al baño del avión. A los periódicos de Chile llega la crónica: “Durante la travesía aérea, en una de sus tantas idas y venidas al baño, Panero dijo haber sido seriamente reprendido por una azafata. ‘¿Y por qué, Leopoldo?,’ le preguntó Montané. ‘Porque he pateado a un niño.’ ‘¡¿Cómo?! ¡¿Has pateado a un niño?!’ ‘Es que he pensado que era un gato.’”

El bloguero lo sigue de cerca en la Feria del Libro de Santiago, por la que Panero se mueve, evocando a Artaud, como la levadura de los panes de César Vallejo, que se queman frente al horno: “Todo goce empieza en la autodestrucción. Pero lo que yo entiendo se corresponde con una cita de Artaud que dice yo me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos.” El bloguero le cuenta los cigarrillos, que se fuma como si fueran hojas sueltas de un libro que se sabe, en tanto lenguaje, metáfora. Versos que orina contra los muros como un animal que se cree poesía: “¡Si un perro ladrara! Si un perro ladrara devolviéndome algo del candor del estruendo…”

Humo. Cenizas. Como un neologismo, Panero paneriza con la lucidez del loco que atraviesa verdades. Desde su verba esquiza, cocacólica y tabáquica, la poesía se caga en todo, menos en la literatura: “No paro de escribir. La única esperanza que me queda es la literatura, que es lo que me salva la vida.” El poeta escupe contra un papel garabateado; escribe su nombre en un basurero de rosas, contra el que dispara este poema escatológico: “Yo soy un hombre muerto al que llaman Pertur. En la cena de los hombres quién sabe si mi nombre algo aún será: ceniza en la mesa o alimento para el vino.”

El bloguero lo mira desde la crónica, escritura que al final lo reverencia: Panero, cuenta, fuma “a razón de nueve o diez cajetillas al día.” Entre los libros que firma el poeta en la feria, siempre con un cigarrillo en la mano, uno, rebelde como el autor, lo escupe en el ojo. La poesía le muerde la mano cuando el poeta garabatea su nombre en la primera página de los libros. La crónica lo retrata: “el autor de Poemas del manicomiode Mondragón enciende un cigarrillo tras otro o, mejor dicho, uno sobre otro, pues las colillas que apaga son cigarrillos casi enteros que él quiebra en el cenicero cuando aún les quedan dos tercios que fumar.” Panero se babea encima de los libros, que rápido se llenan de cenizas. Las páginas se pegan.

Entre tanto cigarrillo que deja a mitad, “formándose en cosa de minutos una especie de blanca coliflor de cilindros destrozados o, en sus palabras [de Panero], una ‘luna rota en el cenicero, mi único ser, mi único espejo,’” el poeta se abre la camisa y muestra el hueco —como el de Hernán Cortés, según lo pintó José Clemente Orozco— donde antes tenía el corazón:

Mi alma, más vieja aún que mi cuerpo
sabe mejor que una ciencia
el lenguaje del rencor
el torpor de mi carne arrugada
dice mi única verdad

Según pasa el tiempo, el cartón de Winston que está encima de la mesa se va quedando sin municiones. Como una polea de echar humo—“Todos somos máquinas de sufrir”—, el poeta prende y apaga cigarrillos en ristras; hay definitivamente una manera panero de fumar como un loco: “Soy el negro, el oscuro: ardiendo está mi nombre.” Panero disfruta, porque sabe que el humo que le seca la boca desdentada es una marcaindeleble del panerismo, según lo resume Joaquín Ruano: “dar rienda suelta a todas las pulsiones, a todos los instintos libidinales, de placer y de muerte, hasta conseguir una sexualidad en la que la búsqueda de la belleza se mezcla con lo horrendo: la vida y el placer con el sufrimiento y el horror; una estética en la que Eros y Tánatos fornican en una orgía humana, demasiado humana.”

Panero disfruta: “quiero estar en la feria y firmar libros y mezclarme con la muchedumbre. Me gusta la muchedumbre, como a Alan Poe.” Entre bocanadas exangües de un humo que raras veces se traga, se fuma la poesía y deja que esta se lo fume a él, riéndose frente al espejo roto de los libros que firma con alegría, carcomida de sarna, Winnie de Pooh. Espejo literario, reflejo del alma agusanada que ha decidido fumarse la moral burguesa, según Ruano, de una manera nietzscheana:

Por la mañana, cuando el sol
sale a perseguir la manada
bailamos con el diablo, y sin dientes
Sonreímos: nada peor que mi sonrisa.

Cuando se ha fumado todas las sonrisas del público, ¿los freaks que asustaban a Bolaño?, el poeta cierra los libros como si apagara la luz del baño, y se va sin lavarse la manos y sin mirarse al espejo, orgulloso del montón de colillas que, como un animal nervioso, deja sobre la mesa: “me tratan [en el manicomio] como un perro.” Excremento de un vicioso feroz: “La vida es un inmenso cenicero, una violeta pálida  y destruida por el mundo, sílaba atroz en el cenicero repleto de palabras.” Ante un bibliófilo que le sale al paso —¿otro gato escondido en el avión?—, Panero se cura en salud, dándose golpes de pecho en el corazón vacío:

En las casas tranquilas
de los hombres
hay muchos más
lobos que aquí [en el manicomio].

Sonriéndose, el bibliófilo (Joaquín Ruano) asiente: “El esquizofrénico es el hereje, es el revolucionario, es el poeta maldito, es el ángel caído que se prepara para su victoria, para su apocalipsis. El esquizofrénico es el final de la sociedad y la aurora sangrienta, pero libre, de la obra siempre por venir.” Como un rayo que alumbra la noche con tinta blanca, montado en un tema de Calle 13, “John el esquizofrénico” (2008), el poeta increpa al bibliófilo con una violencia literaturizada: “Estoy harto de los malditos, harto de ser el loco, harto de ser Leopoldo María Panero. ¡Quiero ser un hombre común!”

La feria del libro se apaga. Como luciérnagas anaranjadas, las cabezas encendidas de los cigarrillos cartografían lo que le queda a la noche literaria, en la que Panero se mueve como un sol negro, envuelto en un humo alrededor del cual gravita, como un poema loco, este soneto esquizo de Yván Silén, titulado “La cabeza del poeta” (2000):

Quiero cortar las cabezas de las niñas
como si fueran mías: poeta
de mirlo petrificado en las aguas
del deseo. Puta coja, poeta de bruma

(sangre de cristal, sangre d’orgasmo).
Quiero escupir el ojo de la madre
como si rasgara el ojo del poeta:
crisalida de Dios que se anhela

mariposa. Lengua rota en los cristales de tu
lengua. Cortar quisiera la cabeza del falo
como se cortan los pezones de las novias.

Quisiera clavar la cabeza de Dios en una rosa
(sangre de cristal, sangre d’orgasmo), como
se clava la cabeza del poeta…

Oscuridad y silencio. Panero desaparece en la presencia de sus libros: “Solos tú y yo, e irremediablemente unidos por la muerte…” La poesía grita en silencio. Rompe la botella de Coca-Cola que queda junto a los libros autografiados, que no se vendieron. Se fuma las colillas que el poeta amontona en el cenicero de su vida. En vez de humo, escupe tinta, citas que se pudren en la biblioteca, desde donde Silén, el Antinihilista, le envía un último adiós al poeta, hermano del lirismo esquizo: “Te moriste, Leopoldo, maricón, y ahora me he quedado solo en la poesía.”

Una cita de Panero, ¿cómo no?, esta, del “Auto prólogo o definición del poeta” (2013), rebota entre las cenizas del vate, muerto a los 65 años:  “yo, que he buscado en la heroína la clave de la existencia, que he adorado los placeres del opio y de la sodomía, que he hecho de la magia negra una ciencia de vivir, puedo hablar de la muerte sin remordimientos: decir que ella es bella y que fue el maestro de Alemania: era joven y azul.”

Rebotes: “Spain is pain.” “Panero es un perro llamado dolor”; rebotes que no dejan de saltar, “No es tu sexo lo que en tu sexo busco, sino ensuciar tu alma,” ni de salpicar tinta, “yo que nací del excremento,” o mierda: “te amo y amo posar sobre tus manos delicadas mis heces.”

“Ojos de mapache –así describe al poeta Ernesto Baltar— (hondonada sombría de las

ojeras), boca abierta, descolgada, de babeante en tratamiento, cara de tortuga, andares de tortuga. Fuma compulsivamente y bebe coca-cola light. Panero, esa tortuga que fuma.”

Leer la primera de este ensayo: Rebotes paneristas, clic aquí

 

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