Servime un vermouth

La última vez que lo vi a Pillmajer fue una tarde que terminó con una marca de frialdad y resentimiento. No sé cómo caimos con mi ex en el departamento de Pill (en adelante lo llamaré Pill) y su novísima mujer, una brasileña (muy blanca) y muchísimo más joven que él y muy snob. Era en la Capital, – ahora le dicen CABA Ciudad Autónoma de Buenos Aires – pero no me pregunten por el barrio. Tal vez fuera Avellaneda, porque recuerdo que llegamos sin muchas complicaciones desde el sur. Creo que almorzamos algo muy frugal que preparó la brasileña; y luego Pill nos invitó a ir al Club Náutico San Isidro. Nosotros teníamos por aquel tiempo un Citroën Ami 8. Pill nos dijo que mejor fuéramos en su Ford Fairlane, por que todos iríamos más cómodos. No pude oponerme, Pill estaba en lo cierto, el Fairlane tiene casi las dimensiones del portaaviones USS Harry S. Truman.

Pill tenía un velero amarrado en uno de los docks del club.

Abordamos, y creo que Pill nos sirvió unos generosos vasos de whisky. En verdad no me acuerdo si nos sirvió algo, pero no sé porqué razón siempre me imaginé subir a un velero donde una mano solidaria en vez de la gentil ayuda para el abordaje, me ofrece un vaso cargado de ese licor con algunos hielos a la deriva. A lo mejor es por esa ritualidad hemingwayana que habíamos leído o imaginado que sucedía sobre “El Pilar”, amarrado en Cojimar.

Por esa época yo pasaba por mi temporada de Martini rojo. Me preparaba los tragos desde la mañana hasta bien entrada la tarde. La cena se acompañaba con Malbec, siempre. Nunca estaba borracho, aunque sí muy ocurrente, algunas veces en exceso, inventando historias originales, o quizás haya sido el Martini rojo que me convencía de ésto último. Mi ex me miraba con una sonrisa cómplice, a pesar de su indiferencia por la bebida. Mi temporada de Martini rojo fue el tiempo de la plenitud.

A Pill lo había conocido algunos años antes, fue en mi etapa de Gin tónic, un tiempo de búsqueda, de exploración. Caminaba por La Boca, por la calle Iberlucea, de la mano de la Turca, una descendiente de árabes de melena ensortijada, una de esas bellezas extrañas, hasta que nos topamos con un atelier atípico. Un tipo con el torso desnudo, casi atlético, nos invitó a pasar. Era Pill. Pill estaba en el interior, pintando sobre un lienzo de mediano tamaño. Parte de su pecho peludo estaba salpicado de rojo y sus mejillas raspadas por ocres y azules. Había un desorden monumental, pomos de óleos y acrílicos por el piso, junto a trapos con olor a bencina, papeles y cartones con esbozos de murales. A Pill esto lo tenía despreocupado, es más, creo que el desorden le daba esa energía caótica, surrealista, sincopada, que necesitan los artistas, sobre todo los pintores. Eso de pintar con el torso desnudo vendría de Picasso o de Gauguin en sus años en Marquesas, me pregunté. Quién sabe. La cuestión es que Pill estaba entusiasmado con nuestra visita, me refiero al primer encuentro que tuve con el artista, cuando yo estaba con la Turca, en mi etapa de Gin tónic. Seguramente fue la belleza exótica de la Turca, que lo puso a Pill, ya un hombre maduro, más vital de lo normal; y un artista, sobre todo un artista plástico que llega a sus años de madurez –me refiero a la madurez cronológica, no necesariamente artística-, cuando se siente vital es como un fauno. Esto lo recordaba mientras estabamos almorzando con Pill y su recién estrenada esposa brasileña, en su departamento de Avellaneda. Por supuesto, mi ex no sabía nada de mi etapa de Gin tónic, y mucho menos de la Turca. En ese mismo instante que yo estoy recordando mi primer encuentro con Pill, mi ex me pregunta cuándo lo había conocido y en qué circunstancias. Le inventé una historia verosímil o casi, mi ex me devolvió una mirada encendida, sus ojos tenían las pupilas muy dilatadas. Esta mina me lee el pensamiento, pensé; y mi ex me volvió a mirar. Cortala flaca, le dije y mi ex me respondió al oído, igual te adoro.

En mi etapa de Gin tónic yo era un poeta y narrador que trataba de abrirme paso por el enmarañado, casi selvático, mundo editorial, y de concursos literarios, bueno, ya les dije que fue mi etapa de búsqueda y exploración. Cuando Pill se enteró del asunto me invitó a realizar una muestra conjunta. El expondría una veintena de sus trabajos, lienzos de pequeño y mediano porte , puro expresionismo y paisajismo motivados en la desembocadura del Riachuelo, nada original por cierto; y yo, mi trabajo, poesía y prosa alusiva al barrio de La Boca, o al arte pictórico como tema abarcador, creo que le dije como síntesis cósmica, o un disparate por el estilo. Tal vez tenía unos cuantos Gin tónic encima. Pill no respondió a lo de síntesis cósmica, pero al rato me dijo, lo que quieras flaco, lo que quieras, va a ser un boom cultural.

Yo ya tenía publicados dos libros de poesía, un libro de cuentos y participaba con dos obras en una antología de jóvenes cuentistas argentinos. Estaba orgulloso, para que les voy a mentir. Eso sí, nada de estrellato, nada de vedetismo. Gozaba internamente con esa sombra de éxtasis que menciona Bolaño, que todo escritor por más mediocre que sea, alguna vez experimenta. Es ese tipo de experiencia interna, muy púdica, casi religiosa; que si uno es medianamente conciente de lo efímero del oficio, es absolutamente pasajera, como dice Bolaño, la experiencia que dura tan solo un instante.

Por aquella época despuntaban como de pura sangre: Aira, Piglia, Fogwill y Laiseca (el Monstro –ojo, monstruo no-, Monstro). Puig y Saer ya estaban en el podio.

La cosa es que acepté el reto de Pill y me puse de lleno a observar su obra. Fotografié los lienzos que iba a exponer, mandé la película a revelar, hice ampliaciones, las ubiqué sobre mi escritorio para tenerlas frente mio, en mis largas horas de trabajo, arriba de mi Olivetti portatil Lettera 22. Fueron días de angustia. El deadline. La Turca comenzaba a servirme los Gin tónic a eso de las once de la mañana, cambiaba de táctica para las dos y comenzaba con unos mates amargos, a media tarde probaba con un café con leche, y nada. La mezcla de brevajes lo único que me causaba eran unas tremendas carreras al baño. Pará Turca, me vas a matar, le dije. Fui al escritorio agarré las fotos y las rompí -como en un rito- en pedacitos pequeños, las tiré a la papelera y me puse a escribir.

Eran doce poemas y ocho ficciones cortas. Pill me llamaba todos los días, quería saber cómo iba mi trabajo. Tranquilo Carlitos –a veces le decía Carlitos en vez de Pill- está todo listo. No le gustaba que lo llamara Carlitos, me lo había insinuado varias veces, pero la última me lo aclaró con mucho respeto, casi como una súplica. Mirá flaco no me llamés Carlitos, casi que puedo ser tu viejo. Está bien Pill; y si me sale llamarte Maestro, le pregunté. Eso está bien, muy bien, me respondió.

Con la Turca le llevamos los trabajos, faltaban dos días para la exposición. Le pedí a la Turca que fuera ella la que se los entregara. Pill ya tenía preparada una botella de Gin, rodajas de lima y Paso de los Toros, y tres vasos largos. La Turca le entregó mis trabajos con una sonrisa cautivadora. Pill los empezó a leer inmediatamente. La Turca se puso a servir los Gin tónic. Pill leía dos o tres versos y pasaba al otro poema, dos o tres estrofas y pasaba a la otra narración. Su cara era de sorpresa. Pero ésto no tiene nada que ver con mi trabajo, me dijo. ¿Y?, le respondí, no te acordás que te hablé de una síntesis cósmica, o es que acaso no la ves; y la Turca y yo lo miramos con ojos inquisidores.

Solo quedaba dilucidar cuál de mis trabajos acompañaría a cada uno de sus cuadros. Cosa que se resolvió esa misma tarde, con altas dosis de verso semiótico de mi parte y también con la ayuda del Gin tónic.

El atelier estaba lleno de gente. Todas personas de mediana edad. Los más jóvenes éramos la Turca y yo. Pill se me acercó con un par de marchands. Me los presentó muy entusiasmado. Pill me los dejó como si fueran dos regalitos, y muy elegantemente tomó del brazo a la Turca y se la llevó.

Muy afeminados ellos, me empezaron a contar de su último viaje. Estaban tan excitados que parecía que acababan de llegar del aeropuerto. Habían ido a visitar galerías de París, Londres, y por supuesto la Biennale. En un momento me pareció que todo el cuento me lo hacían buscando una aprobación a su relación. Parecía que habían encontrado la persona idónea, por que yo me mimetizo inmediatamente con mis interlocutores –ojo, es absolutamente inconsciente, no conlleva ninguna intención de burla, ni nada por el estilo-, entonces seguramente comencé con algún tic muy femenino, un movimiento de manos muy suave, o un leve giro de cuello a lo Dietrich. Los marchand estaban recontentos, mientras me informaban de todo lo que pasaba en esas tres capitales del arte, hoteles y gastronomía incluidos, sin que yo pudiera abrir la boca. En realidad poco es lo que podría haber dicho. En eso se acercó la Turca, con un par de copas largas de Sauvignon Blanc frappé. Me miró provocadora, me ofreció una; y los marchands salieron como dos cohetes.

Llegó la hora de la presentación. Pill había cubierto las dos paredes donde colgaban sus cuadros y mis trabajos con dos enormes lienzos blancos en forma de telón. Pill, se subió a una tarima y comenzó un speech acerca de su obra, de la tradición pictórica de La Boca, sobre Quinquela Martín, al que nombraba como su Maestro. La atmósfera se tornó aburrida, caía frecuentemente en lugares comunes y frases hechas, y se iba tornando un tanto kitsch a medida que avanzaba en los detalles. La gente estaba interesada en que se corrieran los telones para poder ver el material. Al final del discurso me nombró como joven promesa de la poesía y la literatura del barrio, frase hecha si las hay. El muy cretino me ranqueaba como promesa de la poesía del barrio de La Boca, le faltó ser un poco mas preciso y decir que yo era una promesa literaria de la calle Iberlucea entre Suárez y Olavarría. La Turca se reía sin pudor, le tuve que decir Turca aflojá. Salió a la calle y desde allá se escuchaban las carcajadas.

La cuestión es que después de levantar el telón, la gente se acercó a los trabajos, y al poco rato había alrededor mío un montón de gente pidiéndome mis libros de poesía y el de cuentos, o la antología de jóvenes cuentistas. Ni a la Turca ni a mí se nos había ocurrido traer algunos ejemplares. Les dije en cuales librerías los podían encontrar y por cuales editoriales habían sido publicados. Comenzó una ronda de preguntas sobre la tradición literaria argentina, sobre novísimos escritores, sobre si habría una nueva literatura hispano-americana post-boom y toda esa milonga. Para serles franco, a mi me aburre un poco todo ese cuento, amén que de muchos temas no tengo ni idea, o la tengo pero no sé ciertamente si es verdaderamente mía, o funciona como un espejo que refleja conceptos establecidos por los tenebrosos poderes del negocio cultural, en definitiva por otros.

La Turca no se desprendía de mi lado, estaba exultante. En un momento lo vi a Pill, en un rincón con dos o tres personas a su alrededor, como un boxeador en las cuerdas, casi derrotado, casi como esperando el último cross de derecha que lo tendiera en la lona. Me tiró una mirada de odio, que se fue tornando de resignación. Alguien me golpeó levemente el hombro como para llamar mi atención. Cuando tenga un segundito quisiera hablar con usted. Era uno de los co-editores de una importante editorial, la J. A. Ediciones de la F. Me gustaría leer más trabajos suyos de poesía y narrativa.

En el velero no hay Martini rojo, ni blanco se disculpó Pill, con un gesto que denotaba que solo lo hacía para mantener las mínimas normas de cortesía. Tampoco Gin me dijo, y se sonrió con sarcasmo. Trajo del refrigerador cuatro bottellas de Heineken. Sobre la mesa de la cubierta estaba aún la botella de Caballito blanco y cuatro vasos sin hielos, con restos de un agua color ocre muy desteñido.

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