Silencios atronadores

Silencios atronadores

Juan Gabalaui*. LQS. Noviembre 2020

La ley mordaza sigue en funcionamiento. Es un claro instrumento de restricción de libertades como la de reunión y de expresión y aún así una amplia mayoría de la sociedad española miró hacia otro lado…

En la última década hemos sido testigos de operaciones policiales contra grupos o personas anarquistas como la Piñata, Pandora o Ice. De hecho el exdirector de la policía y actual senador por el Partido Popular, Ignacio Cosidó, llegó a decir que el terrorismo anarquista se había implantado en nuestro país. Sin ninguna evidencia. Aún así decenas de personas fueron detenidas y pasaron meses en prisión preventiva. Otras tuvieron que ir a juicio para acabar absueltas de todos los delitos. La construcción de los casos se realizó en los despachos de partidos políticos y de la policía. Fueron tan chapuceros que ni siquiera pudieron dar cierta coherencia a unas acusaciones absurdas y poco creíbles. Solo era necesario tener prejuicios sobre el anarquismo para dar credibilidad a las invenciones policiales. Y de prejuicios la sociedad anda sobrada. Esta agresión por parte del estado tiene un coste personal traducido en prisión, juicios, estrés, ansiedad, sensación de injusticia, incertidumbre o resentimiento. Este es el poder del estado sobre el individuo. La capacidad de desequilibrar y golpear impune y arbitrariamente.

Estas campañas se producen en un contexto de gran movilización desde el año 2011 y de clara oposición a la clase política que representaban los dos grandes partidos españoles. La presión sobre los grupos sociales más activos y reivindicativos era notoria y la policía, como principal instrumento represor, desarrollaba las órdenes políticas de manera expeditiva. No fueron pocas las detenciones por participar en manifestaciones o parando desahucios. Así como la presencia policial en asambleas populares y las multas. Aún así la policía no se sentía segura porque muchas de sus operaciones fueron grabadas y difundidas por redes sociales. Se difundió la violencia y la arbitrariedad con la que actuaban. La clase política también se sentía insegura porque la desafección ciudadana era cada vez mayor y el blindaje de la torre de cristal en la que se ocultaban empezaba a resquebrajarse. Tomar decisiones en los despachos dejó de ser algo cómodo. De esta manera se vieron rodeados en la calle por personas que les señalaban como responsables de las decisiones que les precarizaban, arruinaban o empobrecían. La inseguridad que sentían se concretó en la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana de 2015.

La ley mordaza sigue en funcionamiento. Es un claro instrumento de restricción de libertades como la de reunión y de expresión y aún así una amplia mayoría de la sociedad española miró hacia otro lado. Especialmente la más conservadora y complaciente con la mano dura. Seguramente muchos compraron el argumento del exministro de interior, Jorge Fernández Díaz, de que la ley solo debería preocupar a los violentos. Un exministro que utilizaba a la policía contra sus adversarios políticos. Uno de los cuales se encuentra en el actual gobierno de coalición que mantiene una ley que atenta contra derechos y libertades fundamentales de las personas. El silencio de esa parte de la sociedad, benévola con la represión, las mentiras y la restricción de libertades, contrasta con su actual reivindicación de la libertad. La libertad para salir a tomarse unas cañitas. El contexto de pandemia, que implica restricciones en el movimiento de las personas por una cuestión de salud pública, enerva a los que no dijeron esta boca es mía ante la ley mordaza. Encarcelar a unas personas injusta y arbitrariamente no es suficiente acicate para salir a la calle y clamar contra este abuso del estado. Pero cuidado, no les cerréis el bar ni impidáis acudir a sus segundas residencias.

Son las mismas que ahora te dicen que hay que ser crítico y que no te puedes creer todo lo que te cuentan. Hablan de conspiraciones y gobiernos socialcomunistas, aplauden al perdedor Trump y copian estrategias y tácticas de la derecha venezolana que se ha trasladado a vivir al barrio Salamanca de Madrid. Se cubren la boca con la bandera rojigualda mientras hablan de libertad de expresión y piden prisión contra aquellas que defienden ideas y planteamientos políticos diferentes a los suyos. Las contradicciones les dan lo mismo porque no están aquí para convencer. Están para vencer sea como sea. Pueden gritar que es de noche aunque luzca un sol radiante y pensar sobre sí mismas que son personas equilibradas. Han perdido la vergüenza. Ahora defienden sus ideas a cara descubierta, acostumbradas a hacerlo bajo cuerda o detrás de las paredes de sus chalés. Han salido de sus cubículos y nos han recordado quiénes son sus antecesores que, al igual que ellos, fueron capaces de hacer cualquier cosa para conseguir imponer un ideario. Gritan libertad pero quieren decir aplastar, eliminar y reprimir. Sus acciones les delatan. Su silencio, cuando realmente se violan los derechos y libertades de las personas, nos habla a las claras de qué pasta están hechos.

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