Trífono

Trífono

Carlos Olalla*. LQS. Enero 2019

Tenemos que atrevernos a ponernos a bailar un sirtaki frenético y explosivo ahora que lo hemos perdido todo. Tenemos que recuperar el abrazo, la franca mirada a los ojos, la eterna sonrisa, la alegría de estar vivos

Trífono, tres voces son suficientes para traernos todos los sueños. Escucharles es dejarte llevar a los paraísos que perdimos o a los recuerdos de lo que nunca fue. Todo está en la melancolía de estas tres voces que nos traen, desde espacios sin tiempo ni lugar, canciones nacidas del mar, sones del viento, universales baladas compuestas por Manos Loizos, Markos Vamvakaris o Mikis Theodorakis, eternas melodías que viven en el alma griega. Grecia nos lo ha dado todo: filosofía, teatro, escultura, arquitectura, poesía, los sueños, todos los sueños y Zorba, ese Alexis Zorba que llevamos tan dentro. Kavafis nos enseñó que allí nos espera Ítaca, y el pueblo griego que podemos encontrar la utopía en cualquiera de sus mil islas. Baladas como éstas regadas con unas cuantas copas de retsina frente al mar son capaces de llevarnos allí donde nacen dioses y poetas, donde nos esperan sueños, amores y amigos, donde no se vive la vida, sino se devora.

Solo quien ha dejado que el sol griego seque la tinta con la que escribe puede entender lo que significa Grecia. Refugio de aventureros, locos, poetas, músicos y soñadores, sus islas han cobijado almas extranjeras como las de Byron o Leonard Cohen, y las han hecho tan griegas como las de Solomos o Kazantzakis. Porque Grecia es melancolía y sirtaki, bouzouki y acordeón y es ahí en esa mezcla de ritmos, gentes y sabores, donde todo puede suceder. Porque en Grecia todo puede suceder. O que se lo pregunten a Gerald Durrell y la fauna con la que allí compartió su infancia. La luz griega obra milagros, como también los obra el inmenso azul de sus mares. Nada puede parecerse al profundo silencio de sus montes, al cariñoso ronroneo de sus olivos, al amor con el que el mar acaricia allí la arena.

Decir Grecia es dejarse llevar a un mundo de sensaciones pasionales, pocos pueblos sienten la pasión como el griego. Amantes de la improvisación y de dejar que pase lo que tenga que pasar, del silencio y la palabra, de la música y el baile, los griegos llevan años enseñándonos lo que es vivir. Europa, que nació allí, nunca les ha entendido, por eso ellos tampoco entienden ahora a esa vieja Europa que languidece en su inexorable decadencia. Europa tiene el conocimiento, Grecia la sabiduría. Los griegos no tienen la culpa de que la sabiduría no cotice en los mercados. La tenemos nosotros, que solo valoramos lo que tiene precio. Nunca ver una y mil veces la escena final de Zorba ha sido más necesario.

Tenemos que atrevernos a ponernos a bailar un sirtaki frenético y explosivo ahora que lo hemos perdido todo. Tenemos que recuperar el abrazo, la franca mirada a los ojos, la eterna sonrisa, la alegría de estar vivos… Eso es lo que nos enseña Grecia, ella que nos lo ha dado todo y a la que, solo hemos sabido ignorar y dar la espalda. Viendo cómo va esta anciana Europa y esta España cada vez más de bandera, tricornio y peineta, cada vez tengo más claro que el día menos pensado me escaparé de aquí, partiré a buscar a Zorba en esas islas perdidas en medio de ninguna parte donde nunca podrán llegar ni la estulticia hispana presa de su supina ignorancia ni el burocratizado egoísmo europeo disfrazado de ampulosas declaraciones y tratados que ha convertido el Mediterráneo, nuestro Mediterráneo, en un cementerio donde mueren quienes no tienen nada y quienes creíamos que lo teníamos todo.

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