Érase una vez un cuento real (no apto para niños)

Érase una vez un cuento real (no apto para niños)

Nota de la autora: cualquier parecido con la real-realidad es eso, un parecido.

Érase que se era y era porque fue, que hace mucho tiempo, un afamado rey vivía en un castillo, sin murallas ni montañas. El rey era poderoso, pero no tan no inteligente como el resto de reyes que le habían precedido en el trono del País del Quémásda, y supo, desde niño que para que su súbditos estuviesen contentos con él y no provocasen altercados, debía actuar siempre con una gran sonrisa, tendiendo la mano a los ancianos y niños, en los desfiles reales, y dejándose ver en todas las fiestas que caballeros y señores organizaban para hacer su vida más ostentosa.

El rey, cuando todavía era príncipe, contrajo matrimonio con una mujer que llego de un país lejano, en el que los hombres bailaban ataviados de faldillas y extraños gorros.

“Ha de casar con esa dama”, le dijeron al príncipe, “porque aunque su belleza no se pueda, de ningún modo apreciar con los ojos, posee la virtud del silencio y la discreción”.

Y así lo hizo el príncipe, al que no le gustaba obedecer, peo recordaba las palabras atemorizantes de su padre y sus castigos, hasta el punto de forzarse a él mismo a decir sí cuando, en realidad, lo que a él le gustaba era decir no.

La princesa y el príncipe contrajeron matrimonio. Cuentan que a la ceremonia, entre los muchos invitados, asistió un gnomo bajito, pero muy influente y terroríficamente poderoso, que vestía para aquella ocasión, un uniforme verde y gorra, su bigote peculiar e innumerables moneditas y medallas prendidas a su pequeño pecho. Todos le temían, pero, por aquel entonces, el país ya se había convertido en el Reino de Quémásda, así que, cada uno más que el otro, sonreían y escondían su temo cuando el gnomo bajito y su esposa, una gnoma con mantilla y rostro alargado, pasaban por su lado.

El príncipe y la princesa se dieron el Sí QUIERO, aunque recuérdese que este príncipe siempre decía  SÍ cuando quería decir NO. Realizaron su luna de miel y regresaron a su reino. El gnomo bajito era quien realidad reinaba, pero todos los habitantes de aquel país se sentían orgullosos de tener, al fin, un príncipe y una princesa. Bien es verdad que a uno, al príncipe, pocos le comprendían con su hablar balbuceante. Tanto era así que la mayoría entendía con más facilidad a la princesa, que hablaba muy poco y en una lengua extraña y declinada.

Un día, el gnomo bajito con bigote falleció. Su muerte fue anunciada por otro gnomo, un poco más alto, también de la especie de los gnomos con bigotes, que lloró ante el pueblo al darles la malanueva.

El príncipe y la princesa, que una tarde fueron convertidos en acto celebérrimo y fastuoso en rey y reina del Reino del Quémásmeda padecían una extraña enfermedad, la enfermedad de la ceguera progresiva: cada día que pasaba, sus pupilas iban cerrándose y dejaban de ver, también poco a poco, la realidad y todo aquello que sucedía a su alrededor. Doctores y galenos de una parte y otra del mundo acudieron al palacio y no hallaron remedio más aconsejable para la enfermedad de los reyes que aconsejarles que jamás estuviesen mucho tiempo en el mismo lugar y que viajaran y huyeran de la realidad que les estaba encegueciendo. Ellos obedientes, lo primero que hicieron, además de viajar de un lado a otro, anunciando que se trataba de viajes por prescripción de los galenos más reconocidos, fue engendrar hijos, con la intención de formar una familia realmente real. Primero nació una princesa, cuyo semblante era tan parecido al de la reina que los enemigos del rey -que los tenía, como sucede siempre con la realeza-le auguraron una vida incomprensible, como incomprensible era la lengua hablada por la reina, su clon. La princesa se crió sin muchos llantos y dificultades para hablar, unos dicen que por su insensibilidad y otros cuentan que fue así porque, realmente, no le hacía falta pronunciar palabra ya que, automáticamente, los súbditos aduladores le decían sí a todas horas y aceptaban cualquiera de sus innumerables caprichos, cuentan que, casi siempre, relacionados con los habitantes del reino de género masculino, a quienes perseguía incesantemente para tener con ellos lo que la princesa llamaba “una relación popular”. Hay quien explica que este afán y tendencia a perseguir niños, caballeros y, más tarde señores, se debía a su soledad y su deseo de “emparejarse-aparearse con el pueblo llano para entender mejor su vida y necesidades”. Casóse con un caballero de altura considerable, en lo físico, a quien una extraña enfermedad le deshizo el apéndice nasal. Un asesor real le aconsejó que, cuando su nariz ya era tan extremadamente débil como para no poder ponerse gafas para esquiar en las montañas de otros reinos, como el Reino de Ponenmitudinerosecretamente, que utilizase las corbatas y los foulards más llamativos que hallase para, así, evitar que el pueblo mirase su nariz al quedarse asombrado ante la excentricidad de su vestimenta. La princesa y el caballero de las corbatas a cuadros tuvieron dos hijos, una niña y un niño, quien lloró tanto en sus primeros años de vida que castigáronle a tener un nombre compuesto de otros seis nombres, hecho que le causaba una rabia real tremenda. Un día, el caballero descubrió que estaba imposibilitado para estornudar. La princesa dio un traspié en la penúltima de las persecuciones que realizó a un lugareño del reino, provocándose un esguince real y, al coincidir en la sala de caza y cuernos del palacio, decidieron separar los caminos de sus vidas.

La segunda hija de los reyes nació entre gran expectación, ya que todos esperaban que fuera un varón el recién nacido. Era rubia y sonreía a unos y otros, prueba innegable del parecido genético con su padre. A escondidas, se tiraba de los pelos porque sabía que todos le miraban con decepción: no podría reinar porque no tenía ese apéndice que distingue a los príncipes herederos de las princesas de porcelana. Era discreta y deportista y, desde muy tierna edad, amiga de guardar moneditas en una CAJA que ella llamó de ahorros y el dinero que le daban para el aguinaldo, que en la casa real era un aguinaldo diario y no navideño, como en el resto de casas, con suerte. Un día, según cuentan, alguien llamó al rey: sobraba una plaza en el cortejo que acompañaría a las huestes deportistas que representaban al Reino del País del Quémásmeda y faltaba alguien que portase el estandarte. Allá que fue la princesa-que-pudo-ser-príncipe, tras tironearse varias veces del cabello y cayo, prendada y caída una de las prendas al suelo de la impresión, al ver a un mozo vasco, alto y rumboso, que también sucumbió ante la melena al viento de la rubia real. Se casaron. La princesa dejó de tironearse del pelo, pero continuó con su costumbre de guardar dinerito en la caja de ahorros que guardaba desde niña y se dedicó a estudiar y a tener hijos, siguiendo la tradición de hacer lo imposible por fundar una real familia real. Su esposo fue, según cuenta, abandonando el deporte que practicaba y comenzó a entrenarse en una nueva disciplina de ocio, que no era deportiva, pero generaba más premios todavía: el arte de la esgrima nominal. Cuentan que, tomando como espada el pronunciar su nombre y el de su esposa, los adversarios en los negocios caían heridos de muerte  y para salvar su vida, entregábanle sumas ingentes de dinero, la mitad del cual su esposa guardaba en su cajita de ahorros, mientras el otro 50% quedaba para los pequeños gastos de la real vida real que los pobres llevaban. Hay quien dice que el rey, unas navidades, les pidió a los reyes magos, en casa de su hija la princesa que se tironeaba del cabello, una moto náutica última generación, sabedor cómo era de que su vástaga y su adjunto, enduquecido por contagio, tenían provisiones pecuniarias, y muchas, guardaditas en su caja. Al no recibirla, ya se sabe que tener y ser generoso no siempre van unidos, aconsejó al caballero que cogiese su espada, su esposa, sus hijos y su cajita de ahorros y se alejase del reino, en un puro cabreo real. La familia del caballero que cambió el deporte por la caja, hízole por primera vez caso y cruzó el charco, dejándose en el reino citas para usar su espada y seguir llenando la cajita duquesca con dineritos.

Al tercer intento, el rey  y la reina obtuvieron un precioso regalo: un vástago, un niño, un príncipe que reinaría cuando el rey estuviese tan chocho que ya no se le entendiese lo que decía (esto es un decir, claro). Rubio, rubio y guapo como un modelo de Gucci, el príncipe se crió entre arduos trabajos, casi todos ellos relacionados con caballos, jinetes, lanchas, yates y otras disciplinas que, a bien seguro, le estaban preparando para la vida que, más tarde habría de vivir. Rey y príncipe, cuentan, salían por la noche del palacio para ver cómo era la realidad (recordemos que el rey padecía ceguera progresiva) y cómo era la vida del pueblo, de los sufridos súbditos. Cierto es que, en lugar de montar sobre un pollino, vestirse con ropas austeras y dirigirse a lugares concurridos por la gente  del vulgo-vulgar, montábanse en motos de grandísima cilindrada (que iban a mil hora, no por imprudencia de sus reales puños, sino porque el motor de las motos, válgame la redundancia, así lo exigía), acudían a boites y discotecas donde sí se mezclaban, selectiva y feminamente, con el pueblo y bebían por cada uno de sus apreciados súbditos (hecho que explica que, una por éste, otra por aquel, las cogorzas, según cuentan, fueran de órdago).

La reina, mientras tanto, atendía a sus nietos y masajeaba su cuero cabelludo, en especial las partes laterales, con árnica montana, ya que sufría dolores de cabeza intermitentes.

El príncipe que había de ser rey, cansado de viajar a otros reinos para entretener a las princesas, decidió sentar la cabeza y casose con una dama nacida en una parte norteña del reino, que había leído cuidadosamente la “enciclopedia de doma y domesticación de pequeños y grande animales”. Tuvieron dos niñas rubias, rubias, que vestían atuendos casi iguales y elegantes. Cuentan que el príncipe le tenía dicho al sastre que, tanto en los trajes como en los uniformes que éste le confeccionaba, había de hacerle un agujero, y dejar una porción de la prenda al descubierto, suficiente como para que cupiese la mano amorosa de su esposa y, de este modo, ella pudiese dirigir sus actos, con dulzura, como cuentan que hacía un tal José Luís M. con unos muñecos.

Un día, el rey, que ya padecía la ceguera que le impedía ver la realidad en grado alarmante, se equivocó al tomar un vuelo, que supuestamente le dirigiría a una cumbre de reyes donde discutir temas para solucionar los problemas que asolaban  a su reino y al de otros reyes, y aterrizó en un país donde hacía un calor tan bochornoso que le provocó tener unas fiebres extrañas y  le nubló tanto la vista real y que, confundido, una mañana, sacó lo que él creyó un parasol, y en realidad era un fusil descomunal, y apuntó, sin querer a un corpulento animal, que el confundió con un melón fresquito al que quería hincar el diente para aliviarse de aquel extremado calor.

Cuentan y recuentan que el animal cayó, el rey también (no del susto, sino en caída provocada por todos los súbditos de su reino que, hartos ya de silenciar su voz, decidieron pedirle que se fuese a una clínica para curar su ceguera), la reina se quedó en su país de origen, pintando huevos de pascua, danzando con los hombres que bailan con faldillas y cocinando mussaka, la primera princesa siguió torciéndose el tobillo en sus persecuciones a caballeros del reino; la segunda princesa continuó atesorando dinerito en la caja de ahorros, ahora compartida con el practicante de esgrima vasco y el príncipe fue rey, coronado con una túnica que llevaba un agujero enorme para que su esposa pudiese “acompañarle” en todas sus decisiones…

Y ellos fueron felices y siguieron comiendo perdices…

Nosotros nos quedamos igual, con un palmo de narices.

Y cuento contado… cuento acabado…

* La Mosca Roja

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