Un sagrado o roto Hallelujah

Un sagrado o roto Hallelujah

Carlos Olalla*. LQS. Febrero 2019

En el universo de Cohen se funden amor, deseo, espiritualidad, muerte, sexo, ternura o fracaso. Siempre entendió que lo importante era la belleza, que fracasar es lo que nos empuja a seguir adelante y que intentar entender este mundo tan falto de pasión y locura es empresa inútil

“El amor es un frío y solitario Hallelujah, todo lo que aprendí del amor es como dispararle a alguien que ha desenfundado primero…” estos brutales versos de Cohen y su Hallelujah nos dicen que la vida es victoria y derrota, es ganar y perder, es rendirse y pelear. Deliberadamente mezclados con imágenes bíblicas de ese Rey David que dominaba el secreto de la música y los salmos y que se perdió cuando, tras ver a Betsabé bañarse en la azotea, se volvió loco de amor y ordenó que su marido fuese destinado a primera fila de su ejército en una misión suicida. Muerto el marido se casó con Betsabé y la desgracia se cernió sobre él por lo que había hecho. Cohen siempre fue ambiguo al referirse al significado de la letra de esta canción. Hablaba de su oficio, el de compositor, de su pasión por el amor, del deseo sexual, de sus fracasos y derrotas, de su incapacidad de amar, de su terror a ser amado, de la soledad que queda cuando el amor se va, de lo imposible que es crear, de lo difícil que es amar…Él, ese sabio en amores que publicó un LP titulado “La muerte de un mujeriego” y un poemario al que llamó “Memorias de un mujeriego”

Dicen que una vez Cohen le confesó a Dylan que había tardado tres años en componer esta canción. La versión original tenía 80 versos, las dos que conocemos solo quince. Como él mismo reconoció en una entrevista: “Llené dos cuadernos y recuerdo que estaba en el hotel Royalton de Nueva York sentado en calzoncillos sobre la alfombra golpeando mi cabeza en el suelo y diciendo “no puedo terminar la canción, no puedo terminar la canción…” Hallelujah habla de que nunca podrás resolverlo todo porque no hay solución para este lío. El único momento en que puedes vivir aquí cómodamente en estos conflictos absolutamente irreconciliables es cuando lo abrazas todo y dices: “No entiendo una mierda ¡Hallelujah!”

La historia de esta canción es muy Coheniana. Acabó de componer la primera versión en 1984 y su productor se escandalizó al escucharla. No encajaba con nada conocido. Por eso la relegaron a abrir la cara B de su álbum “Various positions” Pasó prácticamente sin pena ni gloria. Solo los más cohenianos de los cohenianos la adoraban. Diez años después compuso una segunda versión donde mantenía los coros y la estrofa final y en la que las referencias sexuales eran más explícitas. La escuchó una joven promesa de la canción norteamericana, Jeff Buckley, que captando toda la carga sexual que contenía, la versionó en un acústico que ha pasado a la historia. Buckley la definió como un Hallelujah orgásmico. La incluyó en el único disco que grabó. Fue un éxito inmediato y ha llegado a convertirse en una canción de culto. La trágica muerte de Buckley poco después truncó la carrera de un genio que podía haber cambiado para siempre la música que conocemos.

A la versión de Buckley le han seguido innumerables versiones más. Versiones instrumentales, versiones a capela, versiones utilizadas en innumerables películas y series de televisión, versiones para coro, versiones que han ganado talent shows en todo el mundo. Sí, son muchos los cantantes que han hecho suyo el desesperado grito del Hallelujah de Cohen, ese poeta sin remedio que dedicó su vida a buscar la belleza, a entender el significado de todo esto y, sobre todo, a aprender de las derrotas y los fracasos que habitan nuestros caminos y que nos ayudan a seguir adelante. Con esa sabia humildad que impregnaba todo lo que hacía, en respuesta a la pregunta de por qué su Hallelujah se había convertido en un himno universal, Cohen respondió: “Bueno, no es difícil de cantar, tiene unos coros fáciles y dice que el fracaso está bien, que es humano y que es suficiente haber vivido” Una respuesta así solo podía darla alguien tan sabio como Cohen que, alcanzada ya la vejez, escribió: “Nunca encontré a la chica, nunca me hice rico. Sígueme”

Sin duda esta canción habla de él, de su mundo interior, de las dificultades que se encuentran al crear, de ese David que de una u otra forma todos llevamos dentro, ese David que es capaz de lo mejor y de lo peor, que siempre está expuesto a perder la razón por amor, que admite que le da igual un Hallelujah sagrado o roto porque, al final, reconociendo su fracaso, su debilidad y su confusión, se plantará ante el Señor de la Canción con “nada en mi lengua que no sea este Hallelujah”

En el universo de Cohen se funden amor, deseo, espiritualidad, muerte, sexo, ternura o fracaso. Siempre entendió que lo importante era la belleza, que fracasar es lo que nos empuja a seguir adelante y que intentar entender este mundo tan falto de pasión y locura es empresa inútil. Por eso su música nos llega tan dentro, ahí donde conviven sueños y recuerdos, anhelos y silencio. Es en la armonía de todas esas sensaciones y sentimientos donde podemos intuir lo que somos, lo que de verdad somos, un pequeño jardín donde a diario plantamos lo que vivimos y que, de vez en cuando, regamos con nuestras lágrimas. Porque, quizá, igual que el agua hace crecer a las flores, las lágrimas nos hacen crecer a las personas. Es en ese humilde campo de flores donde nuestro Quijote anónimo sale a cabalgar cada mañana, donde reposa fatigado y derrotado cada noche, donde abraza la soledad de sus sueños y amores.

Hay unos versos en su poema “Muerte de un mujeriego”, quizá escritos en la época en la que estaba componiendo el Hallelujah, que hablan del desgarrado silencio que a veces habita en el universo de la pareja: “Ella dijo: Haré un espacio entre mis piernas/ te enseñaré la soledad… De modo que la gran relación ha concluido/pero quién podría haberse imaginado/que nos dejaría tan vacíos/ y tan profundamente indiferentes/ Es como nuestra visita a la luna/ o a aquella otra estrella:/Supongo que uno va a por nada/ si realmente desea ir tan lejos…/Querida, me temo que tendremos que ir hasta el final del amor” Ir hasta el final del amor, báilame hasta el final del amor como cantaría años después, es, quizá, el más terrible de los viajes que podemos emprender, un viaje que late en las estrofas de este desesperado grito que lanza Cohen en su Hallelujah, un grito que habla de ti y de mí, de lo que somos, de lo que podríamos haber sido, de nuestros errores y fracasos, de nuestros aciertos y victorias, de todo eso que, al fin, nos ha hecho ser como somos, un puñado de sueños locos y poco más que, en contados momentos de lucidez, nos permite decir: “No entiendo una mierda ¡Hallelujah!”

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