Una tarde con Willy Toledo

Una tarde con Willy Toledo

Soy tímido y retraído. Desde hace varios años llevo una vida solitaria en un pueblo de la estepa castellana. Mi viejo televisor de tubo no tiene TDT. La programación de las cadenas televisivas se ha convertido en un mundo desconocido. Podría utilizar internet para estar al corriente de sus momentos estelares, pero prefiero dedicar el tiempo a leer, escribir, pasear o ver una película, casi siempre un clásico cuyos diálogos y planos ya se han grabado en mi inconsciente, con la fuerza e intensidad de una vivencia y no como una simple ficción. En realidad, mi ruptura con la televisión como forma de ocio se remonta a finales de los años ochenta, cuando aún vivía en casa de mis padres y solo encendía el aparato para ver una película en VHS. No he visto ningún episodio de “7 vidas” y, dado que tampoco soy aficionado al cine español, solo he contemplado a Willy Toledo en la gran pantalla en una ocasión. Fue en El otro lado de la cama, una comedia que me hizo reír, pero que olvidé enseguida. En esas fechas, yo era profesor de filosofía y crítico literario. Soñaba con escribir una novela y la política desempeñaba un papel secundario en mi existencia. Siempre me he movido en el arco ideológico de la izquierda, pero en 2010 comencé a escribir artículos sobre política y experimenté un giro hacia posiciones de izquierda radical, revolucionaria. En ese viaje hacia el compromiso y la coherencia, me encontré con Willy Toledo, que me sedujo por su coraje, sencillez, simpatía y solidaridad.

Hace unas semanas escribí sobre Willy. No era la primera vez, pero nunca le había dedicado un artículo completo. No presumía que me leyera. De hecho, me preguntaba si conocía mis textos, pero un amigo común nos puso en contacto y me llamó por teléfono. Nunca he mantenido relación con el mundo del cine o el teatro. De hecho, siempre he sospechado que la mayoría de los actores poseen un ego superlativo y una insoportable autocomplacencia. Mi efímera experiencia con plumíferos encumbrados casi había despertado en mí una violenta aversión hacia la literatura. Podría contar anécdotas, pero omitiré nombres. Eso sí, recuerdo a una de esas plumas que, después de una pubertad revolucionaria, había descubierto las ventajas de alinearse con el poder. En una ocasión me invitó a comer en un restaurante ubicado cerca del Paseo de la Castellana y se fumó en mi presencia un Cohiba mayúsculo, lanzando el humo hacia el techo, mientras definía el mundo del periodismo y la literatura como una charca de hampones y malhechores. “Lo importante es sobrevivir y eso no tiene nada que ver con la ética”, me dijo, pellizcándome la mejilla después de escuchar con suficiencia mis argumentos sobre la importancia de adoptar una posición moral y política, especialmente cuando otros leen tus palabras con respeto y reconocimiento. Tal vez cuando supere los sesenta, revele su nombre, pero aún me contiene el temor de parecer un chismoso con aires revanchistas.

Willy y yo quedamos en la plaza del Museo Reina Sofía, cerca de los ascensores de cristal que no han logrado imprimir a ese espacio el anhelado aspecto de modernidad de una pinacoteca comprometida con la innovación y el riesgo. Llegué a la plaza con diez minutos de antelación y me senté en las escaleras, observando las terrazas de los bares y los juegos de los niños, que se divertían espantando a las palomas y gritando con esa espontaneidad malograda por ese cachivache inservible llamado madurez. La madurez es esa rutina donde no hay espacio para la irreverencia, la temeridad o lo irracional. Soy bipolar y sé que detrás de cualquier trastorno emocional hay grandes dosis de inmadurez, pero no me molesta. La locura no es una bendición, pero a veces constituye una forma de disidencia y eso me agrada. Miro el reloj y advierto que Willy se retrasa. Sin embargo, no tarda en enviarme un mensaje, avisándome que llegará en diez minutos. Cumple su promesa. Incluso a cierta distancia se le reconoce de inmediato. Alto, con la barba y el pelo casi blancos, parece feliz y despreocupado. Lleva unos vaqueros y una camiseta. Nos encontramos a mediados de abril y hace calor. Nos abrazamos e intercambiamos las primeras palabras. Willy es mucho más alto que yo. Por un momento, pienso en mi hermano Juan Luis, que también tenía una gran presencia física y una estatura semejante. No experimento la sensación de un primer encuentro, sino la alegría de reencontrar a un viejo amigo o a un familiar especialmente querido. No sé qué pasa por su cabeza, pero a mis cincuenta años aún siento nostalgia del hermano mayor que perdí a los veinte. Curiosamente, Willy es siete años más joven, pero su emotividad proyecta una sombra paternal que tal vez él no haya advertido o que yo le atribuyo, animado por mis propias carencias. En cualquier caso, su simpatía es arrolladora y recuerda el temperamento de los latinoamericanos, mucho más efusivos que los españoles.

Willy me dice que lleva mucho tiempo leyendo mi blog y que muchas veces ha sentido que su pensamiento se plasmaba en mis textos. Me siento enormemente halagado. Le comento que yo le conozco sobre todo por su faceta de activista político y que le admiro por su valentía. A diferencia de muchos escritores e intelectuales, ha manifestado abiertamente sus ideas, sin miedo a las consecuencias. Willy me contesta que al leer mis artículos se preguntaba si yo conocía su existencia. Le respondo que todo el mundo le conoce. De hecho, noto que mucha gente le mira, con mayor o menor disimulo y casi siempre con una sonrisa. Poco después, me contará que evita el barrio de Salamanca, donde ha sufrido insultos y amenazas.

-Me han dicho cosas como “Willy, rojo de mierda”, “Arriba España”. También me han mirado a la cara y no han ocultado sus ganas de cortarme la cabeza, deslizando el dedo por el cuello.

Nos encontramos cerca de Lavapiés y el ambiente es completamente distinto. Nadie se muestra agresivo o despectivo. Al sentarnos en una terraza, el camarero le reconoce y sus ojos se iluminan. Es un chaval joven, con algo más de veinte años. Pedimos unas cañas y Willy estira las piernas. Lleva unas botas camperas. Siento debilidad por esa clase de calzado y, de hecho, lo utilizo a menudo, especialmente cuando me desplazo en mi moto, una Yamaha 650 Drag Star ligeramente acomplejada por no ser una Harley Davidson.

-¿Qué tal se lleva lo de ser famoso? –le pregunto.

-No me afecta. Ya no reparo en ello.

-¿Y lo de ser la bestia negra del ABC, La Razón, El Mundo, El País y otros medios?

-Paso. Cuando empezaron a insultarme, decidí no prestar atención a las burradas que escribían sobre mí. Una de mis parejas me animaba a echar un vistazo a los periódicos y a la tele, pues se inventaban la mayoría de las cosas y no se cansaban de soltar barbaridades. No logró convencerme. Soy más feliz, ignorando esa mierda. Eso sí, lo de El País se las trae, pues mis padres lo compraban desde el principio, pero a estas alturas hay que estar muy despistado para no saber que un periódico servil y profundamente manipulador.

-¿Pensabas que tu compromiso político cambiaría tu vida de una forma radical?

-Pues sí, sabía lo que se me venía encima –asiente, acariciándose la barba-. Cuando hablé sobre Orlando Zapata y, más tarde, me fotografié con el número de preso político de Arnaldo Otegi, sabía que se echarían encima como fieras. De hecho, avisé a mi familia y a mis amigos, diciéndoles: “Preparaos. Viene una gorda”.

-Antes disfrutabas de una situación cómoda. Actor de éxito, bohemio, vividor

-Siempre he sido un vividor y un inadaptado –admite con una sonrisa-. Yo sabía que no podría soportar 40 años en el mismo trabajo. Para mí, eso era enterrarse en vida. Siempre he hecho lo que me ha dado la gana. He trasnochado, me he divertido mucho, he tenido muchas novias. Nunca he sido monógamo. Mis parejas se han divertido y yo también.

-¿Y no tienes ningún proyecto en España?

-Nada. Busco un texto para realizar un monólogo. De momento solo soy un actor en busca de un autor.

-¿Y en Cuba?

-También estoy a la expectativa, sin nada concreto.

-Dicen que vives a “cuerpo de rey”, protegido por el gobierno.

Willy se ríe, estirando las piernas:

-Ni siquiera sé si el gobierno cubano conoce mi presencia en la isla.

-Han dicho que vivías en una mansión con piscina. Dicen que tienes servicio doméstico, chófer, vehículo con la matrícula roja del gobierno.

-Esa casa se llama el Laguito. Es una residencia para alojar a los jefes de Estado que visitan Cuba o a escritores y grandes personalidades como García Márquez. Desde luego, yo no vivo allí, sino en el piso de unos amigos. Y, por supuesto, no tengo chófer ni servicio doméstico. De hecho, ni siquiera conservo mis ahorros. El Ayuntamiento ha dejado mi cuenta a cero. Siempre he sido un poco anarquista y me parecía un abuso pagar por aparcar en tu propia ciudad. Mi insumisión me ha costado muy cara. Había ahorrado 16.000 euros, que pensaba utilizar para vivir en La Habana hasta que normalizara mi situación, consiguiendo un trabajo y un permiso de residencia. Ya no me queda nada. Me han dejado sin blanca.

-Y entonces ¿de qué vives? –pregunto, con cara de pasmo-. Perdona que sea tan indiscreto. ¿Cuáles son tus ingresos?

-400 euros al mes. Eso es todo. No voy a ocultar que gané bastante dinero con el cine y la televisión. Lo invertí en comprar dos pisos y una pequeña casa rural. Bueno, en realidad es una especie de cabaña. Si digo que es una casa rural, dirán que soy propietario de un gran hotel. Ahora estoy intentando venderla. Mientras, vivo en un piso y he alquilado el otro. Me parecía un acto de usura cobrar de acuerdo con los precios de mercado.

Podría haber pedido 900 euros, pero el inquilino gana 1.400. Estimé que 400 euros era un precio justo.

-¿Ya está? ¿No tienes más ingresos?

-Me temo que no.

-¿Sabes que eso te sitúa en el umbral de la pobreza extrema?

-Pues imagino que sí, tío.

-“¡Willy Toledo es pobre!” –exclamo-. Podría ser un buen titular, aunque no creo que apareciera en El País, La Razón, El Mundo o ABC.

-¡Por supuesto que no! Yo soy un agente castrista y me sale el dinero por las orejas. Si te digo la verdad, con 400 euros podría vivir en Cuba bastante bien, pero no es una situación que pueda prolongar indefinidamente. 

Tal vez el sueño de La Habana se malogre y tenga que abandonar la isla.

-No parece un futuro muy alentador.

-No, hombre. Claro que sí. Tengo chófer y servicio doméstico.

-Algunos creen que cenas a diario con Raúl Castro y que Fidel no cesa de prodigarte honores y privilegios.

-¡Todos los días! ¡Faltaría más! Me despierto con sonido de fanfarrias.

Se enciende un cigarrillo y me ofrece tabaco, pero le digo que no fumo. Continúa la conversación, que discurre fluida:

-La verdad es que Fidel está muy delicado y Raúl es un hombre reservado, poco accesible. Fidel ha organizado muchos encuentros con artistas y escritores. Dicen que es afectuoso y cercano, pero su salud ya no le permite desplegar una actividad normal. Nunca le he visto en persona. Eso sí, he conocido a Evo Morales y a Hugo Chávez. Chávez era un hombre con una presencia imponente.

-Nunca me pareció muy alto.

-No sé cuánto medía, pero de cerca te impresionaba.

-¿Piensas que Estados Unidos tuvo algo que ver con su muerte?

-¿Quién sabe? Pero no me extrañaría.

-Tu caso me recuerda al de Miguel Sánchez-Ostiz o Alfonso Sastre, dos escritores de talento excluidos de los grandes medios y las grandes editoriales por sus ideas. Sastre está más politizado. Es más combativo, pero Sánchez-Ostiz tampoco se muerde la lengua. Ambos se han convertido en autores malditos, casi dos parias. Menos mal que vivimos en una democracia.

Han pasado dos horas desde que nos sentamos en la terraza. Willy ha fumado dos o tres cigarrillos y ha terminado el paquete. Se marcha para reponer existencias y de paso paga nuestros dobles de cerveza sin decirme nada. Cuando vuelve, le pedido al camarero que nos saque una foto:

-Mejor sentados –he sugerido-. Así no se nota que me sacas veinte centímetros.

-Macho –comenta Willy-, no veas los problemas que me causa ser alto. En los aviones lo paso fatal y en algunos coches mis rodillas tocan el volante.

-Por lo menos, te servirá como argumento disuasivo cuando alguien se mete contigo.

-No creas –se ríe Willy-. Cuando presenté Razones para la rebeldía, había un centenar de neonazis esperándome para partirme la cara. No me habría librado de una paliza, aunque hubiera medido dos metros.

-Fue en Alpedrete, ¿no?

-En La Marmita, el bar de Benito Rabal. La policía y la Guardia Civil formaron un cordón de seguridad, pero al mismo tiempo estrechaban la mano a los neonazis e intercambiaban bromas. Algunos eran compañeros fuera de servicio. Yo le indiqué a un agente que había un individuo amenazándome de muerte, con gestos y frases muy explícitas. No me hizo ni puto caso. Inmutable, con gafas de sol y gesto de tío duro, ni siquiera me contestó.

-¿Qué ha sucedido con la denuncia del Sindicato Profesional de Policías? Se querellaron contra ti por afirmar que había torturas en las comisarías españolas.

-Han retirado la querella. Yo quería ir a juicio y airear la cuestión. Era la oportunidad de sacar a la luz la existencia de la tortura en España, pero han cerrado esa vía.

Pienso hacia dentro que el silencio es la forma más eficaz de represión. Lo invisible no existe, pese a que deje un rastro de sangre. Willy apura el segundo doble de cerveza. Le pido permiso para fotografiarle con Miedo de ser dos, mi primer libro. Accede amablemente y yo me enorgullezco de que mi debut literario encuentre acomodo entre sus manos. Me asquea pensar en el linchamiento mediático que sufre y las burdas mentiras que escriben sobre él. Creo que Willy es un símbolo, un ejemplo de resistencia y disidencia. Todos los que se identifican con su inconformismo y su determinación deberían transmitirle su afecto y su apoyo, pues son muy pocos los que se atreven a traspasar determinadas líneas rojas. Por ejemplo, hablar del conflicto vasco, solidarizándose con sus presos políticos y defendiendo el derecho de los pueblos a elegir libremente su futuro, constituye una temeridad si eres un personaje público. De hecho, puede significar el fin de una carrera literaria o artística y una agresiva campaña de insultos y descalificaciones. Noto a Willy algo triste. Intento animarle, recordándole que se ha ganado el aprecio de muchos.

-Salvo los fachas, la gente te quiere y aprecia. Me consta que en Euskal Herria despiertas mucho cariño.

-Cuando he pasado unos días allí, me he sentido muy a gusto. Me han tratado muy bien.

-En Madrid, también hay muchas personas que te admira.

Willy asiente, pero advierto que está abatido. Sus enemigos son poderosos y le atacan sin tregua. Saco de mi mochila mi ejemplar de Razones para la Rebeldía y le pido que me lo dedique

-Vamos allá –exclama Willy, sin miedo a improvisar.

Me cuesta trabajo entender la dedicatoria, pues tiene caligrafía de médico. Me pregunto si es algo hereditario, pues su padre era un prestigioso cirujano torácico que cobijó en su casa a luchadores antifranquistas perseguidos por la policía. Además, -¡ay!- no llevo encima las gafas de vista cansada, tal vez porque me cuesta reconocer que solo me quedan seis meses para cumplir 51 años.

-¿Puedes leerme la dedicatoria? Sin gafas, no veo un pimiento.

-“Para mi amigo y camarada Rafa. Siempre pensé, leyendo tu blog, si sabrías algo de mí. Muchas gracias por el texto y la amistad. Salud y amor, Guillermo”.

Yo le respondo dedicándole un ejemplar de Miedo de ser dos. Más o menos escribo: “Para Willy, valiente, necesario, coherente, comprometido, sin miedo, amigo de los pueblos en lucha y azote de fachas, memos e inquisidores. Un abrazo afectuoso”. Añado: “¡Y que viva Fidel!”.

Nos separamos en una esquina. Yo he aparcado la moto algo más arriba y él se interna en Lavapiés. Antes de despedirnos, me dice que le encantó mi texto sobre Belladonna, la famosa y ya veterana pornstar. No sé si es narcisismo, pero recuerdo una de mis frases: “El mundo es obsceno, pero la pornografía es hermosa”. Frases como ésa empujaron poderosamente mi jubilación. No puedo quejarme. Me han expulsado de las aulas, pero conservo mi condición de profesor y un digno sueldo como jubilado. Willy, en cambio, se enfrenta a un porvenir incierto por haberse desviado de un código no escrito, pero con un terrible poder coactivo. No hay misericordia para el que desafía al poder. No sé si volveremos a vernos. Willy es un bohemio, yo vivo como un ermitaño. No trasnocho y, en algunas épocas, tengo ataques de fobia social. A mi edad la prioridad no es tener amigos, sino convicciones, pero si tienes amigos con tus convicciones, puedes considerarte un afortunado y espero que Willy me recuerde siempre como un amigo. Subo por el Paseo de la Castellana con la sensación de haber añadido algo hermoso a mis recuerdos. Pasar una tarde con Willy Toledo ha sido como compartir una trinchera en el Madrid del 36, cuando el pueblo trabajador emuló el heroísmo de la Comuna de París. Si vuelvo a quedar con él, no le dejaré marcharse sin que me recite unos versos de Antonio Machado:

¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
tú sonríes con plomo en las entrañas.

Supero el último semáforo del Paseo de la Castellana y desaparezco en la carretera de Burgos, con esa sensación de libertad que proporciona una moto y la expectativa de retirarse a un lugar relativamente alejado del mundo.

* Rafael Narbona

Más artículos del autor

 

LQSRemix

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Nos obligan a molestarte con las "galletitas informáticas". Si continuas utilizando este sitio aceptas el uso de cookies. más información

Los ajustes de cookies de esta web están configurados para "permitir cookies" y así ofrecerte la mejor experiencia de navegación posible. Si sigues utilizando esta web sin cambiar tus ajustes de cookies o haces clic en "Aceptar" estarás dando tu consentimiento a esto.

Cerrar