Una tarde de toros: la barbarie ibérica

Una tarde de toros: la barbarie ibérica
Durante los ochenta, los toros se pusieron de moda.

Algunos de mis compañeros de universidad y de noches inacabables en los bares de Chueca, donde se gestaba la movida y se quemaban tantas vidas, insistían en que les acompañara a las Ventas. Yo les decía que los toros me recordaban el franquismo, pero me respondían que me dejaba llevar por estereotipos. "Agustín de Foxá era falangista y escribía de maravilla. Los toros tienen mala prensa, pero sólo es un prejuicio. Cuando estés en la Plaza, lo verás de otra manera". Había que ser frívolo y descabezar cualquier prejuicio. Ser moderno significaba saber nadar entre lo antiguo y lo moderno, sin despreciar nada que mereciera la pena de verdad. Escupir a Siniestro Total mientras tocaban sus temas en Rock-Ola, podía equipararse a seguir con arrobo las verónicas de Luis Francisco Esplá, un torero culto que rescataba los trajes de luces del XIX y estudiaba las estampas goyescas.

 
Después del fervor revolucionario de los setenta, la facultad de filosofía se llenó de lectores de Bataille que reivindicaban los conceptos de lo telúrico, lo mítico y lo solar. No había que mirar hacia el futuro, sino hacia el origen y en el origen de España se hallaba la tauromaquia. Se afirmaba que en el ruedo se representaba el conflicto entre la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, el hombre y la naturaleza. El espíritu trágico del carácter español se encarnaba en una fiesta que recreaba la peripecia de Teseo en el laberinto de Minos. La bestia contra la voluntad y el ingenio. García Lorca consideraba que era “la fiesta más culta del mundo” y aseguraba que “el toreo es la riqueza poética y vital de España”. Yo escuchaba estos argumentos con escepticismo, pero no me atrevía a discrepar, pensando que mi sensibilidad era incapaz de captar algo heroico y primordial. Por fin accedí a presenciar una corrida de toros. A fin de cuentas, la historia de mi familia estaba ligada a la tauromaquia.
 
Mi padre era cordobés y había nacido en la calle Torres Cabrera, donde también vino al mundo Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, "Manolete". Antes de convertirse en una figura pública, Manolete solía acudir a casa de mi abuelo casi todas las tardes. Buscaba a mi tío Manolo para practicar en la azotea los naturales y los pases de pecho, utilizando una carretilla con unos cuernos de toro. Se turnaban para perfeccionar su técnica. Mi padre les observaba o se animaba a ensayar con la muleta. Creo que lo hacía bastante mal. Manolete era un muchacho reservado, de una prematura seriedad, poco aficionado a las confidencias. Mi tío Manolo era extrovertido, algo bocazas y terriblemente torpe. Después de un aparatoso revolcón en una novillada, decidió no intentarlo más veces. En la postguerra franquista, los toreros eran héroes nacionales y casi nadie cuestionaba la fiesta. Ahorcar a un perro o matar a un gato era tan irrelevante como acudir al peluquero. Mi padre nunca sintió mucho aprecio por los toros, pero recordaba a Manolete con afecto. El taciturno y espigado vecino que anunciaba su presencia con un afectuoso “Rafalitooo” se había transformado en un “monstruo”. “Como hombre –escribió mi padre para el ABC- era de una sencillez ejemplar. No le daba importancia a nada. Manolete tenía mucho de angustia unamuniana y de pesimismo negro, a lo Solana”.
 
El aprecio personal que sentía hacia Manolete no influyó en su actitud hacia los toros, donde siempre advirtió la huella de la barbarie ibérica. Nunca acudió a las Ventas y apagaba el televisor cuando retransmitían una corrida, con la inconfundible voz de Matías Prats, otro amigo de la infancia. Francisco Narbona, corresponsal de RTVE en Roma y primo lejano de mi padre, escribió una biografía sobre Manolete. Al parecer, escarbó en los recuerdos de infancia de mi padre para rescatar algunos datos, como su aprecio al silencio, su afecto apasionado por su madre y su desinterés por las cosas materiales. Casi todos los hijos de Francisco Narbona heredaron la afición de su padre. Su hijo Francisco escribió un estudio sobre Belmonte, con un título algo enfático: “Juan Belmonte, cumbres y soledades del pasmo de Triana”. En cambio, su hermana Cristina, ministra de Medio Ambiente entre 2004-2008, ha manifestado en infinidad de ocasiones su aversión hacia la tauromaquia. “Los toros desaparecerán. Es una cuestión de tiempo”. Cristina Narbona también se mostró partidaria de prohibir la caza con galgos y protegió las costas de la piratería de inversores y constructores. Rodríguez Zapatero se deshizo de ella después de las elecciones del 2008, nombrando en su lugar a Elena Espinosa, que orientó su gestión a liquidar los proyectos de su predecesora. Demasiado intempestiva y radical, Cristina Narbona fue enviada al limbo europeo como embajadora de España ante la OCDE.
 
En 1985, presencié dos corridas en la Plaza de las Ventas. El edificio de estilo neomudéjar está a orillas de la M-30, cerca del barrio escogido por Pedro Almodóvar para ambientar “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”. Madrid había crecido y la zona ya se había integrado en el paisaje urbano, pero pervivía la sensación de estar al final de algo. Pese al avance de la ciudad sobre los antiguos descampados que Azorín y Baroja describieron como espacios de penuria y desolación, donde sólo se alzaban vaquerías y chabolas aisladas entre barro y miasmas, se respiraba esa melancolía de los suburbios resignados a su fealdad. Entrar en la Plaza no representó ningún alivio. En su interior proliferaban los sombreros de paja, las botas de vino, las banderitas de España y, de vez en cuando, un estudiante universitario con aspecto de frecuentar los bares de la movida. Los eruditos se paseaban con trajes y algunos sostenían una pipa con la mano, mientras limpiaban la cazoleta con un artilugio metálico. Otros preferían esos puros superlativos donde presuntamente se aprecia carácter, casta, raza. El ambiente me recordaba las viejas gasolineras de pueblo con un expositor repleto de cintas del Fary, donde un empleado taciturno observa a un muchacho que hurga en los bolsillos de su cazadora de cuero con imperdibles para echar algo de gasolina en su coche de tercera mano. No puedo negar que el coso, una esfera perfecta con arena de albero, ejerce una indudable fascinación, pero su connotación solar se disuelve apenas comienza a mancharse de sangre. Su luminosidad sólo es un espejismo. En realidad, se trata de un altar de sacrificios, semejante a la piedra de los druidas o el toro de bronce hueco de Faralis, donde se retorcían los suplicados, lanzando aullidos de dolor, mientras su carne se chamuscaba.
 
No recuerdo a todos los espadas, pero en mi primera corrida asistí a una de las últimas faenas de Antoñete, que encadenó naturales y pases de pecho, con un paso vacilante. Ya era un hombre mayor y había perdido agilidad, pero conservaba la técnica. El público suspiraba cada vez que el maestro  resbalaba en el albero, esbozando una caída que no se produjo. El toro no cayó fulminado, pero su muerte no se dilató demasiado. Después de soportar la suerte de varas y la tortura de las banderillas, el pobre animal se hincó de rodillas con el estoque hundido hasta media hoja. Después, vinieron los descabellos y una profunda cuchillada en la nuca propinada por uno de los subalternos. El toro agitó las patas exteriorizando  un sufrimiento espantoso. Gracias a unos prismáticos, pude contemplar su mirada extraviada, donde se apreciaba un dolor nada mitológico. El dolor parecía cercano, insoportablemente cercano. El dolor de una criatura incapaz de plantearse el sentido de la vida, pero capaz de experimentar miedo, angustia, desamparo. Recordé una frase de Andrés Amorós, que en esas fechas simultaneaba sus apariciones televisivas con la enseñanza universitaria: “nadie ama más al toro que un buen aficionado a las corridas, nadie admira más su belleza, nadie exige con más vehemencia su integridad y se indigna con mayor furia ante cualquier maltrato, desprecio o manipulación fraudulenta”. Después de lo que había visto, pensé que Andrés Amorós era un perfecto imbécil, con una terrible miopía moral.
 
La segunda corrida fue mucho peor. Curro Romero, al que los aficionados atribuían tanta cobardía como arte, agitó la muleta un par de veces y apenas descubrió que el toro cabeceaba buscando el cuerpo, decidió entrar a matar, pero no se plantó delante del astado con esa chulería del matador acostumbrado a lidiar con la muerte. Sin disimular su miedo, emprendió una ridícula carrera y clavó el estoque en un costado. El numerito se repitió varias veces. Los aficionados pedían su cabeza, gritando obscenidades. Cuando por fin, el animal se desplomó, Curro Romero necesitó catorce descabellos para rematar la faena. El toro jadeaba y vomitaba sangre, con los ojos rebosantes de espanto. El torero abandonó el ruedo protegido por la policía, mientras volaban toda clase de objetos. Recordé la famosa conversación entre Valle-Inclán y Belmonte: “Sólo te falta morir en la plaza”, repetía el creador del esperpento y Belmonte respondía: “Se hará lo que se pueda, don Ramón, se hará lo que se pueda”. Al parecer, Valle-Inclán opinaba que la muerte en la plaza elevaría a Belmonte a la categoría estética de lo sublime. Yo admiro a Vallé-Inclán y reconozco que Belmonte fue hombre profundo, culto y con un concepto trágico de la vida refrendado por su suicidio, pero las palabras que intercambiaron el literato y el diestro me parecen –lo siento- un diálogo de necios.
 
No he vuelto a poner los pies en una plaza de toros y aún recuerdo con indignación y repugnancia la experiencia. Desde entonces, no he encontrado ningún argumento ético ni estético que justifique un espectáculo de notoria crueldad y con la belleza de un exabrupto. Por una vez, citaré a Jacinto Benavente, tan mordaz y malicioso como mal dramaturgo, pero que en esta cuestión mostró una enorme lucidez: “Las corridas de toros son un vicio de nuestra sangre envenenada desde antiguo”. La pasión de García Lorca por los toros no le salvó de un pelotón de falangistas y guardias civiles. El poeta murió con dos banderilleros. No puedo evitar cierta perplejidad al pensar que los tres defendían al mismo tiempo la Segunda República y una pantomima que se caracteriza por la exaltación de la violencia y el machismo.
 
 
Cuando Fernando Savater afirma que en el toreo “la muerte hace de comparsa para que la vida se afirme” y Vargas Llosa habla de “hechizo” y “plasticidad pictórica”, yo recuerdo a los subalternos tirando de la cola a los toros que se caen apenas entran en la plaza, mientras el público atruena los oídos con sus pitidos. La supuesta bravura del toro debe manifestarse en todo momento y su debilidad es considerada una vergüenza. Tal vez nadie quiere presenciar que el toro tiene miedo porque se siente acorralado y hostigado. No es un depredador, sino un herbívoro abocado a un final indigno. Yo no veo nada hechizante en las corridas de toros. Y sostener que es una afirmación de la vida, me parece tan mezquino como describir la guerra como una proeza épica. En todo caso, los toros constituyen una obscena celebración de la muerte emparentada con el garrote vil y los autos de fe. Ortega y Gasset afirmaba que la Historia de España sólo puede comprenderse mediante la Historia de la Tauromaquia. Puede ser, pero si es así, si realmente el carácter español está representado por las corridas de toros, sólo cabrá reconocer que vivimos en un país de rufianes. No advierto muchas diferencias entre una corrida de toros y las ejecuciones públicas del pasado, espectáculos multitudinarios donde también corrían las botas de vino, las risotadas festivas y el placer –atávico, primordial- de contemplar el sufrimiento ajeno.
 
 

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