Vuelo subterráneo

Vuelo subterráneo

Historias pertenecientes al libro “Vuelo subterráneo”. De Mario Meléndez (*).  

La otra

Caperucita nunca imaginó que El Lobo la dejaría por otra. Nunca hizo caso de los consejos que en materia amorosa le daba La Abuelita. Por lo que una mañana El Lobo le dijo: “Caperucita, quiero terminar contigo. Ya no me excita perseguirte por el bosque; ya no me agrada disfrazarme de abuelita para que tú me digas tus tonterías de siempre, que si tengo las orejas grandes y esos colmillos tan filudos, y yo, como un estúpido, responda que son para oírte, olerte y verte mejor. No, Caperucita, lo nuestro ya no tiene remedio”. Entonces Caperucita, desconcertada por aquella confesión, se echó a correr tan lejos como pudo pensando en la clase de mujer que había conquistado el corazón de su amante. “Es ella, tiene que ser ella”, repetía la niña, mientras buscaba desesperadamente la casa de la anciana. “Abuelita”, gritó al fin, cuando hubo contemplado la figura que yacía en el lecho, “¿cómo pudiste hacerme esto? tú, la amiga en quien yo más confiaba”. “Lo siento”, dijo la otra, “nunca pensé quedar embarazada a mi edad, y menos de alguien tan poco inteligente e imaginativo. No obstante, él es un lobo responsable, que no dudó por un minuto en ofrecerme matrimonio al conocer la noticia. Lo siento, Caperucita, tendrás que buscarte otro. Después de todo, no es éste el único lobo en el mundo, ¿o no?”.

Mi gato quiere ser poeta

Mi gato quiere ser poeta, y para ello revisa todos los días mis originales y los libros que tengo en casa. Él cree que no me doy cuenta, es demasiado orgulloso para dejar que le ayude. Lleva consigo unos borradores en los que anota con cuidado cada cosa que hago y que digo. Ayer no más, en uno de mis recitales, apareció de incógnito entre la gente; vestía camisa a cuadros y mis viejos zapatos rojos que no veía hace tiempo. Al terminar la función, se acercó con mi libro en la mano, quería que lo autografiara, y para ello me dio un nombre falso, un tal Silvestre Gatica. Yo le reconocí de inmediato por sus grandes bigotes y su cola peluda, pero no dije nada, y preferí seguirle la corriente. Luego me deslizó bajo el brazo uno de sus  manuscritos: “Léalos cuando pueda, Maestro”, me dijo, y se despidió entre elogios y parabienes. Y sucedió que anoche, y como no lograba dormir, levanté con desgano aquel obsequio para darle una mirada. Era un poema de amor, un hermoso poema de amor dedicado a Susana, la gatita siamés que vivía a los pies del sitio. Parecía un texto perfecto, tenía fuerza y ritmo e imaginación, y todos los elementos necesarios para decir que era un gran poema, y sin duda era un gran poema, un poema como pocas veces había leído. Entonces me entró la rabia y la envidia y la cólera, y me pilló la madrugada con el texto entre las manos sin atreverme a romperlo o hacerle correcciones. Que Dios me perdone por esto pero no veo otra salida, mañana echaré mi gato a la calle y publicaré el poema bajo mi nombre.

Auge y caída de un mito

Una paloma salió a la calle a protestar, y como es lógico en este tipo de situaciones, resultó mojada y apaleada sin compasión alguna. Pero la paloma no se desanimó, muy por el contrario, a la semana ya estaba marchando y gritando al frente de un puñado de estudiantes. Esta vez no sólo fue golpeada, sino que además se le detuvo junto a otros manifestantes mientras huía en dirección desconocida. Al poco rato quedó en libertad por falta de méritos. Y así la paloma se hizo habitual en las protestas de toda índole que fermentaban frente a la Casa de Gobierno. Cierto día, en que agitaba una marcha gremial, uno de los dirigentes le hizo la pregunta clave: “Dinos por qué protestas, si no eres estudiante, ni docente, ni trabajadora, ni perteneces a algún sindicato ni a nada que se le parezca”. “Muy simple”, respondió la emplumada, “estoy cansada de que me llamen la Paloma de la Paz, porque ya nadie me toma en cuenta”. Y dicho estas palabras, voló hasta los cables del alumbrado, para arrojar la primera piedra sobre los vidrios de la Casa de Gobierno.

Voces del jardín

Un par de versos le bastaron a la hormiga para ganarse el respeto del auditorio. Eran versos alegres, regados con vino y miel, con avellanas y risas de niños. La mosca no corrió la misma suerte. Su acto fue silbado por la multitud en una suerte de complot bochornoso y malintencionado. La pausa y el romanticismo brillaron por cuenta del grillo, cuya voz melodiosa y gastada hizo evocar lejanas canciones de tiempos no menos lejanos. Por su parte el matapiojos, haciendo gala de un histrionismo digno de imitar, arrancó gritos y aplausos, y uno que otro suspiro de entre sus fieles admiradoras. La nota extraña del día estuvo a cargo de la pulga, que entre salto y salto murmuraba un sólo coro interminable: Cada perro es mi hogar. Cada perro es mi hogar. Y así contaron su historia los unos y los otros. Y a la pulga siguió la abeja, y a la abeja el gusano, y al gusano el ciempiés, con versos lentos y embarrados. Y visto al último concursante y finalizado el certamen, el jurado declaró como vencedor a la hormiga. Entre las razones del fallo resaltaron la voluntad, el oficio e imaginación en la construcción de artesanías verbales y juegos de palabras. Un viaje a Isla Negra coronó la actuación de la ganadora. Y qué decir del gusano, quien obtuvo la única mención honrosa y dos pasajes para visitar la tumba de su poeta preferido. Vaya premio. Pero la cosa no se detuvo allí, porque una hermosa fiesta puso la guinda de la torta. Y el zancudo tomó la guitarra, y la hormiga sacó a bailar, y la araña corrió con los tragos, y la abeja pidió recitar el poema premiado. Y hubo risas y lágrimas e infidencias de los más habladores, y todo fue de amanecida y sin censura. Hasta que alguien dio la voz de alerta: Van a regar el jardín, gritó a todo pulmón. Y cada cual buscó un refugio para escapar del diluvio, o mejor aún, para escribir un nuevo poema y así volver por la revancha.

Bajo amenaza de vida

Una mañana salí de mi tumba y grité: “No escribiré otra línea jamás”, y las palabras saltaron de sus asientos a protestar por lo que ellas creían injusto. Viendo que no obtenían respuesta, se juntaron en secreto durante largas horas resolviendo por fin declararme la guerra. Como primera medida, se tomaron mi casa, echaron llave a mi pieza y a mis muebles, se apoderaron de mis juguetes, mis libros, mis papeles, rayaron las murallas acusándome de cobarde y firmaron una larga lista para expulsarme del gremio. Viendo que tampoco obtenían respuesta, acordaron una huelga de hambre y de sed, y me advirtieron que sería hasta las últimas consecuencias, no sin antes, por supuesto, pedirme algunas frazadas para cubrirse del frío y del viento, y el antiguo tocadiscos de mi padre para escuchar sus temas preferidos. Yo, mientras tanto, me divertía a más no poder con las travesuras de la Pantera Rosa, y bebía cerveza y fumaba a destajo, recostado sobre el sofá más cómodo del planeta. Pero de vez en cuando echaba un vistazo a mis queridas compañeras de ruta, y las oía hablar en voz baja, las oía llorar y reír entre ellas, recordar lejanos lugares, lejanos objetos, recordar algunos rostros, una mujer, un beso, una mirada, una sonrisa que se apagó para siempre. Entonces yo también lloré y reí y volví a llorar, y quise amigarme con ellas llevándoles algunas disculpas y uno que otro refrigerio. Grave error, las malditas me dijeron de todo. Probé suerte de nuevo unos días más tarde, les hablé sobre mi vida, sobre mis dudas, mis temores, sobre la fija idea de dedicarme a otra cosa, en fin, de arrojar la toalla. Entonces las palabras más viejas, las más usadas, las más escritas, aquéllas que abrazaron mi causa a ojos cerrados, se sentaron en mis rodillas y en voz alta, casi entre lágrimas, comenzaron a decir mis poemas a los cuatro vientos. Y allí me quedé en silencio escuchando aquel murmullo, aquel sonido de hojas que jamás tocó la tierra. Allí me quedé en silencio, y me vi por primera vez, en esos versos desnudos, en esos versos hambrientos, en los publicados, los inéditos, los incompletos, los que ya no recordaba o no quería recordar. Allí me vi por primera vez, cuando ellos me miraron a los ojos y me mostraron sus alas para volar por el mundo.

El mundo es un pesebre imaginario

El mundo es un pesebre imaginario, y más abajo, en los prostíbulos, Los Reyes Magos sintonizan la señal y se levantan de sus lechos carcomidos por ardientes doncellas. Rápidamente se visten con sus jeans y sus botas vaqueras, y en modernos deportivos   (léase camellos), acompañan el brillo de la estrella, que más bien es un satélite guiñándoles el ojo. Junto a ellos van los otros, Los Reyes de la Noche; apostadores, cafiches, hípicos, suicidas, borrachos, travestis, todos acompañan al cortejo, todos quieren ver al Elegido. Y cantan y bailan y beben al ritmo de Aznavour y de Sinatra. Algunos van quedando en el camino, ahogados en su propio delirio, en su cariño al olvido. Otros ya repletan el lugar, y se les ve contentos y emocionados. Pero no están solos según la profecía, CNN con su enorme maquinaria controla las acciones, mientras propaga en vivo y para todo el mundo el ansiado acontecimiento. Vamos con nuestros auspiciadores, repite el hombre tras el micrófono. Entonces vemos y escuchamos lo de siempre: Tome Coca-cola, Use crema Dove, Lleve su cajita feliz Mc Donalds; Herodes no se atreverá con tanta gente,     Murmura alguien a lo lejos. Peluches del Mesías pa los regalones, poleras, afiches     calcomanías, oro, incienso, mirra, llaveros bendecidos le tenemos. De pronto el día se oscurece, un niño llora entre el gentío. Es la locura. Y todos gritan y corren y se atropellan. Denme más luz. Cuidado con los cables. Estamos al aire. Tómalo de cuerpo entero. Y en el clímax del gran espectáculo (léase centro del pesebre), Cristo, el Elegido, bebe leche cultivada y reparte autógrafos.

Persona no grata

Mientras Dios andaba de viaje, los ángeles me arrendaron el paraíso, y yo no hice otra cosa que invitar a mis amigos y en cuestión de minutos una fiesta de proporciones estallaba por todo el vecindario. Cuando Dios llegó de amanecida algunos ángeles borrachos todavía se arrastraban bajo las mesas y el olor a cigarrillo perfumaba las cortinas y las sábanas dobladas en el closet. No tuve nada que decir en mi defensa, sólo escuchar las quejas de Dios y los castigos contemplados para aquella tontería. Por regar con cerveza los jardines. Por pintar en los muros consignas en contra de la Iglesia y de unos cuantos sacerdotes fascistas. Por ocupar el lecho del Santísimo no para dormir en paz precisamente y orinar las estatuas de los apóstoles. Por corromper a los ángeles menores y hacerlos devotos en pasiones humanas y en leyes ajenas a su naturaleza. Por bailar desnudo en los altares con mujeres que no buscaban su redención ni cuento semejante. Por malgastar el agua bendita en oscuros rituales o simplemente beberla para calmar la resaca. Por contar chistes obscenos referidos al Hijo del Padre o a sucesos acaecidos en el Antiguo Testamento. Por estos hechos y por otros, que hasta los cuervos escucharían sin dejar de ruborizarse. Por estos hechos y por otros, repito, fui arrojado al Purgatorio de una sola cachetada. Y dudo mucho conseguir pasaporte al Infierno. Yo creo que hasta el mismo Demonio le ha dado jaqueca al pedir mis antecedentes.

Han vuelto los tambores

a Nelson Mandela

Hay que ayudar a Tarzán a reconstruir la selva. Los animales también aportarán lo suyo, y un día no muy lejano veremos al mono feliz, colgado del árbol más hermoso, como en las tardes inolvidables del cine y las revistas animadas. Qué tiempos aquellos. Los elefantes estaban seguros que vivirían cien años y el cocodrilo soñaba con ser el malo de la película. Pero el hombre llegó con una industria bajo el brazo, llegó derribando montañas, llegó a silenciar las cascadas, a derramar esquirlas y muerte al paraíso sagrado de las moscas, avanzó con su tenaza cortando, hiriendo, acorralando, se abrió paso entre el follaje dejando la suave marca del acero y la sonrisa de la pólvora; hizo camino de las flores, se aprovechó de la semilla, de la piedra, de la rama, rapó la mejilla del indio e instaló su reino aguas arriba, donde la luna de vez en cuando bajaba a beber y a conversar con las cenizas. Todo se convirtió en ciudad o campo ajeno, todo se lo llevó el cemento. Y aparecieron razas nuevas y nuevas enfermedades, nuevas miserias que venían de rincones poderosos, con mucha sangre y páginas de odio, con muchos rifles y cadenas recién pintadas. Tarzán entonces trató de hablar y fue acusado de herejía y declarado enemigo de Su Majestad y de los piojos de La Corona. A Jane le sucedió algo parecido, y debió correr a casa de su madre y esconderse bajo la cama para no ser encontrada. Del grueso de los animales nunca más se supo. Cuentan las malas lenguas como la fiera luchó en vano durante siglos, y los pocos ejemplares sobrevivientes tuvieron que huir muy lejos y así evitar el exterminio. El resto no corrió la misma suerte, cayeron en la trampa del marfil y del colmillo traicionero. Por otro lado el negro cambió de color y fue más claro hasta hacerse irreconocible. Otros se mantuvieron intactos, pero el destino los durmió en un sueño amargo, los sedujo en una feria de alacranes y acabó por retorcerse en cada uno de sus labios. Al tigre se le cayeron las muelas, el agua pensó en envejecer, la víbora nadó en su propio veneno, el ciervo y la polilla sólo deseaban la muerte. Y una mañana un grito sacudió la selva, se propagó hasta confundir la tierra, hasta pelar las tripas del más crudo de los chacales. Era Tarzán quien regresaba, Tarzán desde la liana de los años, Tarzán entre las canas de una jaula, venía para quedarse, venía cuchillo en mano a liberar las ataduras, a castigar los torsos blancos. Y ellos tuvieron que retroceder, tuvieron que tragarse sus propias pisadas, tuvieron que guardar sus trofeos, sus pieles, sus fotografías, mientras el cielo contemplaba emocionado y una canción se derramaba en la niebla: “Sonríe, niña, y oye los tambores, porque el sonido de mi llama ensangrentada está más verde y más vivo que nunca; sonríe, niña, sonríe, porque he sembrado en el huerto de mi alma, tu voz morena que florecerá por siempre”.

El sueño de las lanzas

Perdóname, Señor: he nacido esclavo, tendrás que protegerme mientras viva. Algunos no me dejarán tranquilo, no le darán descanso a mi sombra ni una camisa para abrigar mi soledad. Y tú tendrás que ayudarme, cuando me cierren las puertas al revelar mi origen, cuando me caigan a pedradas a la salida del trabajo, cuando me escupan la cara y me levanten de noche para golpearme hasta dejarme sin pulso, y me digan: “Negro, no te queremos. Vuelve a la selva a cazar lagartijas, vuelve a la orilla a vender tus canoas, vuelve a la escarcha a revolcarte con los tuyos. No te queremos. Somos nosotros los elegidos en esta historia. No te queremos. Somos hermosos y valientes y justos. Para nosotros el oro, para ti las cadenas. Para nosotros el trigo, para ti la maleza. Para nosotros las palabras, para ti los sonidos, los gestos y las lágrimas. No te queremos, regresa”. Pero yo no me iré, Señor, y mostraré mis llagas, y estaré orgulloso de mis llagas, y cantaré y bailaré y moriré por los míos, y por ellos seré pasto, piedra, camino, océano, por ellos seré árbol encadenado a la tierra, por ellos me levantaré del barro hasta ser bandera, me abrazaré a la sangre de mis antepasados, ellos me seguirán con sus tambores, ellos me prestarán sus cuchillos y sus flechas, ellos rezarán por mí y por los que vienen detrás de mí. Y cuando mi alma desfallezca y mis manos desfallezcan y mis huesos desfallezcan, ellos me levantarán de nuevo para seguir luchando. Y yo veré la luz a pesar de las heridas, y a pesar de los rencores florecerán los sueños, y mis pasos poco a poco visitarán los mercados, mis manos recorrerán el pelaje de las panaderías, mis ojos aprenderán a ver otros ojos, mi voz se fundirá con otras voces, mis palabras serán escuchadas y yo escucharé otras palabras. Y ya no habrá ira ni llanto, ya no habrá miedo ni olvido, y nuestro pueblo será uno más entre los pueblos de la tierra, nuestra raza propagará su canto como una semilla, y tú, Señor, de memoria, cantarás con nosotros.

(*) Mario Meléndez (Linares, Chile, 1971). Estudió Periodismo y Comunicación Social. Entre sus libros figuran: “Autocultura y juicio” (con prólogo del Premio Nacional de Literatura, Roque Esteban Scarpa), “Apuntes para una leyenda” y “Vuelo subterráneo”. En 1993 obtiene el Premio Municipal de Literatura en el Bicentenario de Linares. Sus poemas aparecen en diversas revistas de literatura hispanoamericana y en antologías nacionales y extranjeras. Ha sido invitado a numerosos encuentros literarios entre los que destacan el Primer Encuentro Internacional de Amnistía y Solidaridad con el Pueblo, Roma, Italia, 2003, donde es nombrado miembro de honor de la Academia de la Cultura Europea. A comienzos del 2005, es publicado en las prestigiosas revistas “Other Voices Poetry” y  “Literati Magazine”. Durante el mismo año obtiene el premio "Harvest International" al mejor poema en español otorgado por la University of California Polytechnic, en Estados Unidos. Parte de su obra se encuentra traducida al italiano, inglés, francés, portugués, holandés, alemán, rumano, persa y catalán. Actualmente trabaja en el proyecto “Fiestas del Libro Itinerante”.

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