A golpe de libro

A golpe de libro

A golpe de libro, a golpe de azada, a golpe de artículo periodístico, de documental y de producción cinematográfica, de charla, conferencia, manifestación en la calle; a golpe de manifiesto en las webs estos pueblos de la Península Ibérica y sus islas vamos recuperando la memoria.

Van desapareciendo las infames esculturas, los rótulos de las calles con los nombres de los generales que se embriagaron con la generosa sangre de este pueblo en el pasado, los monolitos donde se glorificaba a los caídos de la España vencedora. Aquel viento de olvido que ensombreció y arrastró hasta las simas del Alzheimer las únicas páginas de gloria que le fue dado escribir a la clase trabajadora, unida a los poetas leales, a los Internacionales llegados desde los cuatro puntos cardinales del planeta, a los intelectuales y a los generales que apostaron por la legalidad republicana en las horas en que se ponía a prueba el pulso democrático de España; ese  viento, del mismo modo que las aguas que vuelven una y otra vez a rodar bajo las viejas piedras de los puentes de pueblos y ciudades, ha regresado para refrescarnos la memoria, nos ha devuelto la dignidad que se nos hurtó en el pasado; y aunque sea en la forma de los mondados huesos de los que cayeron en el pasado segados por la ira cainita de los que blandieron el crucifijo junto a las armas llegadas desde Alemania y los cabíleños reclutados en el Magreb, la espesa niebla de la infamia y de la desmemoria va despejándose y la verdad de los hechos se va abriendo paso entre las gentes que habían aguardado estos días desde que oyeran relatar  los nombres y los hechos que arrastraron al esposo que aquella mañana de julio abandonó el hogar armado de una modesta escopeta de caza para detener a los que, entre boinas coloradas, escapularios y camisas azules y armados con fusiles, dedicaban su tiempo a imponer la Revolución Nacional Sindicalista a tiro limpio; del hijo que desapareció un día tragado por la breña del monte para siempre cuando fue sorprendido por la Benemérita y despachado allí mismo por auxilio a la rebelión, cundo lo único que hacía era dejar una muda limpia y un poco de comida entre la maleza para <los del monte>; a la hermana que hablaba con voz encendida a los obreros por la radio en las noches, después de las labores del campo, y que se negó a tomar los sacramentos en el último momento para caer abrazada a la tierra que la viera nacer, con una estrofa de la Internacional en aquellos labios que aún no conocieran varón.

Inocentes de todo cargo y arrastrados hasta el borde de la zanja que se tragaría definitivamente sus lamentos, las consignas mil veces repetidas y los sueños de libertad y de justicia para todos. Van retoñando de nuevo los nombres del dirigente sindical arrojado a aquel pozo donde después, durante años, apenas se atrevían a llegar las rojas amapolas del campo y las lagrimas de sus deudos y el rumor de los pasos de algún camarada que otro que se arriesgó a dejarse caer por allí cuando hasta esto  estaba prohibido por los Señores de la Tierra; los nombres de los que fracasaron en el intento de asaltar el cuartel de La Isleta, para tomar las armas y alzar a la tropa contra la oficialidad rebelde y restablecer la legalidad en la Isla, y que ante las nuevas autoridades franquistas no hallaron amparo; alcaldes cuyo único delito consistió en mantener la bandera constitucional en el balcón del Ayuntamiento y hacer respetar la integridad de las personas y de los edificios en los breves días del Frente Popular, y que del mismo modo fueron pasto del odio fascista contra el régimen anterior. A todos les alcanzó la venganza por igual, que no hubo piedad para el caído.

 Únicamente el pueblo llano esperaba al pié de la alambicada ley y de las anónimas fosas, del improvisado hoyo donde fueron precipitados los cuerpos tras el sumarísimo juicio, cuando lo hubo.

Sobre la crueldad y la vesania de los vencedores, sobre la desidia y la desmemoria de los políticos que se acomodaron a la nueva situación tras la <muerte natural> de la Dictadura, los que permanecieron fieles a la memoria del padre y de la madre, los que mantuvieron viva la llama de la fe republicana y no desertaron  jamás de  la esperanza de que, si bien no es posible devolverle la vida ni a una sola de aquellas criaturas sacrificadas en el altar de las libertades, un día recuperarían sus restos para honrarlos y rescatarlos de aquel caos en el que fueron arrojados todos en irremediable confusión, vencedores y vencidos: el que cayó en el calor del verano al pie de los pinos de Balsaín, defendiendo los muros del Madrid republicano, junto con el que salió de Valladolid para combatir a las <hordas marxistas> y que fue a buscar <un lugar junto a los luceros> al pie del Alto del León; el prisionero que murió víctima de los rigores del frío y del hambre en San Pedro de Cardeña y el que cayó en Cataluña defendiendo las ideas de Onésimo Redondo y Ledesma Ramos, todos hermanados por la muerte y por la sola voluntad del inquilino del palacio de El Pardo, que no le bastó haber provocado la más sangrienta  guerra entre españoles sino que, como los faraones de la antigüedad, no quiso hacer sólo el viaje, el transito a la eternidad,  y se rodeó de gran parte de aquellos que habían caído en la prolongada contienda que había durado más de cuarenta años.
 
Afortunadamente, en bien de la salud democrática de este país, en solidaridad con las familias de los desaparecidos, sobre el césped de los campos de fútbol y sobre el asfalto de las formidables autopistas con las que quisieron laminar nuestra memoria de pueblo, sobre  los alienantes concursos y festivales de televisión, sobre las débiles ruinas de nuestra memoria histórica, sobre los ríos de sangre obrera corriendo por las calles de Badajoz, sobre los aciagos días del <conde Rossi> y sus espeluznantes cacerías por la hermosa Isla de Mallorca, sobre todo ese tinglado de frigoríficos, lavadoras y ordenadores con el que pretendieron un día comprar nuestros sueño, sobre el triste y desolador paisaje de los cajeros automáticos y de las cifras ascendentes de parados, del incremento de los beneficios de tantos bancos, de los muertos en carretera; sobre esa Constitución que tantos no votamos, sobre la represión de que la que aún se lame las heridas este pueblo, sobre las piedras de ese palacio que el advenedizo Borbón heredó un día de la sangrienta dictadura, sobre las fortunas y las mansiones de los poderosos que medraron a la sombra de aquel mismo régimen y de éste, sobre las películas de J. L. Sáenz de Heredia, de Alfredo Landa y de Rafael Gil, de Juan de Orduña, de Mariano Ozores y de Carmen Sevilla, sobre las <casas baratas>, sobre el <abrazo de Hendaya> sobre las <vigilias de la Inmaculada>, sobre los concursos de radio de Boby de Glané, sobre los seriales de Guillermo Sautier Casaseca y los consejos de doña Elena Francis, la Sección Femenina y los adustos rostros de las damas de la Legión de María; sobre los grises días de interminables <rosarios> en las frías escuelas, los tibios domingos en el patio trastero de las <tascas> habitadas por seres derrotados y humillados por las sombras,  por el hastío y el cansancio, con <el juego de la rana> bajo la sombra de las parras, sobre las calurosas tardes de la <Feria del Campo>, sobre los enérgicos saludos <a la romana> de los obispos y del clero que se incorporó a la <gloriosa cruzada nacional>, sobre  el <parte> seguido del Cara al sol y el restallido de los disparos en las ejecuciones de las inmediaciones de las Ventas, sobre los <heroicos> personajes de los <tebeos> de nuestra infancia, sobre el inefable <Séneca> de  don José Mª Pemán en la televisión de los sesenta, sobre la memoria de tanto republicano muerto en el exilio y que no quiso regresar en tanto las banderas del infame ondearan sobre los adarves de la patria, sobre la memoria de los miles de republicanos traicionados y atrapados en el puerto de Alicante en las dramáticas horas de finales de marzo del treintainueve, sobre los heroicos e inolvidables guerreros que combatieron sobre las tierras de Guadalajara, Teruel, Andalucía, Cataluña… sobre la memoria de los mártires de las ciudades bombardeadas de Guernica, de Málaga, de Madrid… cuya resistencia, cantada en coplas, inmortalizaran desde Picasso hasta Vallejo y Machado, sobre la sangre de Caraquemada, de Quico Sabaté, de Vías, de Cristino, de Manuela Sánchez, de Agustín Zoroa, de Julián Grimau, de Girón, Salvador Puig Antich, Salvador Rueda, de <las trece rosas>, sobre las maletas de cartón de los que emigraron a Europa, aquellos que conocieron  las frías estaciones vigiladas por los siniestros <sociales>, la Guardia Civil y la Policía Armada, sobre la memoria de los que cayeron en el Valle de Arán, en los montes de León, de Levante, de Aragón,  Extremadura; sobre el cálido recuerdo del rostro imborrable de <Pasionaria>, de los que combatieron al nazismo en media Europa mientras Azaña y Miguel Hernández agonizaban ante la indiferencia del mundo… retoñan de nuevo los brotes de aquello que ni la espada fratricida ni el tiempo lograron erradicar.

Porque el olvido es la muerte de los pueblos y la quiebra de la democracia más sólida, prevalecerán en el tiempo y en la memoria de los hombres y de las mujeres los nombres de los mártires de la clase trabajadora, los que trabajaron el verso para hacer más firme el pulso de los que entonces defendían con las armas lo sancionado por la voluntad de los pueblos en las urnas.

 En estos días de regresos y de ausencias, de bombardeos sobre las martirizadas tierras palestinas y de las múltiples ocupaciones militares y de democracias intervenidas, alzo mi copa por la paz, la libertad, el socialismo y el progreso de todos los pueblos de la Tierra, y en memoria de todos aquellos que quedaron en el camino y que hoy no pueden unirse a nosotros para gritar una vez más, bien alto, hasta que caigan los muros de la desidia y la indiferencia…

¡Viva la República!

Ángel Escarpa Sanz

Carta abierta a todas las asociaciones memorialistas, de víctimas del franquismo, y de derechos humanos

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