A los toros

Unas filigranas humanas de llamativos colores y brillos, seres andróginos y ceñidos de seda y dorados abalorios, avanzan al paso en un redondel de galleta maría. Al son de una fanfarria esdrújula de pasodoble, las figuras van seguidas de sus cuadrillas aderezadas con plata subalterna: banderilleros, mozos de estoque, peones de brega. Monosabios.

Los tres cuerpos jóvenes caminan sobre las puntas de los pies, enfundados en unas zapatillas de ballet y con el cuerpo almidonado por un miedo ritual. Tienen el rictus del drama en el rostro pálido, esmaltado al neón por la luz de los hoteles. Son los matadores.

Aunque, no nos engañemos: son matarifes de lujo. Van a oficiar una liturgia de sangre y arena en esa Fiesta de colores muertos que es la bandera de España. La orgía de la tortura del toro bravo acorralado y obligado a embestir. Todos los toreros sueñan con poseer un cortijo, y matan a estoque cientos de toros bravos cada año para conseguirlo. Con su tronío conservador y chulesco, encarnan una rijosa España costumbrista de señoritos latifundistas, lagartijas y esparto mental. Y en medio de todo el toro como víctima del sacrificio litúrgico a una tradición de cerebros insolventes y algún intelectual despistado o parasitario de las modas que promueve para su diversión el pijerío.

Suenan los clarines. Arriba del ruedo, el público ruge de excitación. Aplaude a rabiar a la espera de la lidia del susto y del calambre en la entrepierna. Han pagado por disfrutar la humillación y el descuartizamiento del mítico minotauro, escarnecido por el aleteo engañoso de un trapo en movimiento. A lo cual llaman Arte, cuando se trata de simple habilidad costurera y rutinaria. El olé es una efímera y bastarda sensación, exaltada por la literatura fácil al rango de tragedia.

Todo lo más se trata de un exotismo soez y carnicero que acaba en un vulgar puchero de estofado.

También se llama arte a la guerra. Poner exquisitos adjetivos no es difícil, sobre todo si esconden una siniestra trastienda de dolor y mafiosidades nada sublimes.

Aparte de la manipulación genética, antes de enfrentarse a su hora en el ruedo, los cuernos del toro han sido rigurosamente escofinados, el cuerpo tundido a golpes, viajado por carretera cientos de kilómetros padeciendo sed en un cajón y es eventualmente víctima de la farmacopea amodorrante. Para las empresas taurinas, un torero de cartel es una inversión muy rentable y hay que limitar los riesgos al máximo. La taquilla es la suprema reina de la Fiesta.

Para ilustrar hasta qué punto el negocio de los toros es un zafio negocio y no otra cosa más ilustre ni más fina, basta un apunte: El ayuntamiento de la ciudad playera de Santander ha invertido millones de euros públicos en corridas de toros, como reclamo turístico para el veraneo y la hostelería.

Una casquería que se anuncia como Cultura y no es más que ceremonia de bajas pasiones a mayor gloria de la ocupación hostelera.

Sangría a sol y sombra. Al compás de la corrida, en las plazas de toros tiene lugar un juego cruzado de seducciones metafóricas, aunque no exentas de evidencia genital al por mayor. Los cojones del toro levantan controvertidas y celosas pasiones. A medida que lo van macheteando se produce un alivio de frustraciones colectivas, a costa de un animal cuyo único delito es ser un tótem mitológico.

Tauromaquia es como llaman a la transformación de la fortaleza viril del toro en mugidos, moscas, babas, bostas y mondongo, tortura y muerte. País eternamente paradójico y bestial, donde el perfil de ese mismo toro bravo se exhibe como elemento simbólico de los supuestos atributos de la raza.

* Director del desaparecido semanario "La Realidad"

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