«A propósito de Garibaldi»

Por Albar Arraitz San Martín
Van a pasar dos semanas tras mi última visita a Italia. Específicamente, Milán, donde al calor de ser invitado a preparativos matrimoniales de una pareja amiga, ésta me obsequió conduciéndome a la gran Marcha/Homenaje que cada año, la ciudad celebra recordando la caída del fascismo en Italia, cuando Benito Mussolini fue arrestado durante un fallido intento de huida a Suiza y ejecutado en la céntrica Plaza Loreto
Ochenta años hace de aquello y, obvio: ocho décadas son una fecha cartesianamente especial para llenar las calles de un jubiloso 25 de abril con más de 100.000 asistentes en un recorrido que hizo amagos de inicio a las 12:00h., y traspasaron las 20:00h, cuando los últimos colectivos llegaron a Plaza del Duomo, siguiendo las celebraciones en otros puntos de una ciudad que por poco, sobrepasa el millón de habitantes.
En el transcurso de las primeras horas, quedé sorprendido observando a tantísimas personas que portaban prendas, insignias, pancartas o simplemente, frases rotuladas sobre su piel, haciendo alusión al Movimiento «Straight Edge» [movimiento cultural dentro del Punk que promovía la abstinencia alcohólica, de tabaco y drogas para llevar un estilo de vida militante acorde a unos valores bien relatados en la canción «Actitud libre y Sana» de los Habeas Corpus, en actual gira pre-estival de vuelta nuevamente junto a Los Chikos del Maíz (Riot Propaganda)]. Los lemas eran claros: «Militante sobri@», «sólo sobri@ se combate al fascismo».
Ya de vuelta a mi plácida estancia dentro de la boca del lobo madrileña; en el colmillo afilado que supone Lavapiés y su liberalismo multicolor, el cual –he de señalar, sin duda– salpica directa y/o indirectamente todo movimiento social y locales ideológicos afines: comienza una nueva polémica sobre la denuncia vertida hacia el Bar/Restaurante «Garibaldi» (cuyo regente es Pablo Iglesias, ex-secretario general de Podemos y ex-vicepresidente del primer gobierno de coalición tras 1978) por problemas de aforo y, prosigue con que el mismo Iglesias ha lanzado una campaña de crowdfunding con el fin de ampliar el actual local o bien, abrir un segundo establecimiento. La polémica en la derecha y ultraderecha está servida y no parecerá enfriarse hasta bien pasadas unas semanas, pero… En la izquierda que se aleja del oficialismo del PSOE hasta los movimientos sociales, vecinales y colectivos, pasando por la fratricida batalla entre la poca y débil tripulación de SUMAR y la nueva flota de Podemos, ¿Qué…?
No han pasado muchos meses desde la apertura de «Garibaldi» y quiero mencionar tres detalles:
La exministra Montero presentó un libro sobre feminismo; Pablo Iglesias tira –one more time– el micrófono de Vito Quiles mientras recita un discurso nada improvisado, con la respuesta satisfactoria del ultraderechista, mostrando la necia sonrisa del objetivo realizado en pocos segundos, sin esfuerzo y, tercero, el detalle propagandístico, cualquiera sea el resultado de la campaña, repitiendo a modo de mantra, «Más y más Garibaldis para combatir el fascismo».
Ante ello, pese a quien le pese y sin dudar conocer que a los acontecimientos relatados se le unen algunas jornadas culturales puntuales; asumiendo que el ocio es revolucionario y sobrepasa el dintel de derechos adquiridos tras siglos de lucha obrera, el «Garibaldi» no deja de ser un bar cuya parroquia va a consumir por sinergias ideológicas.
Soy de y vivo en Lavapiés. Con sus luces y sus sombras, conociendo las caras y borde de la moneda, y sobreviviendo con un amor menguante al barrio debido a la apertura de negocios y desaparición de otros cuyo golpe final es atestado por hordas turísticas y comercios dedicados a ese foco en detrimento de lo local y l@s locales.
Pero, si algo me queda claro y nada diferencia la Taberna Garibaldi a tantas otras de un carisma todavía barrial, es que a un bar se va a comer, beber, emborracharse y bailar. Nada de acabar con el fascismo. No. Nada tiene que ver un huevo con una castaña ni los cojones con comer trigo. Y quizá es ahora cuando evado pedir disculpas por expresiones tan «de sainete», por ese alma de Lavapiés que todavía no me han apagado.
Hay muchos focos y muchas acciones pequeñas, ínfimas, pero eficaces, para combatir el fascismo en el ecuador del primer ¼ de siglo. A saber: no comprar en Carrefour o LidL y dejar de financiar la campaña de ampliación de colonias sionistas en Palestina; un adecuado uso de redes donde grupos vecinales puedan alertar ante una redada policial de corte racista y ser capaces de realizar una respuesta contundente en pocos minutos, señalando a quienes agreden a nuestra vecindad; poner nuestros cuerpos para paralizar desahucios o entre otras tantas, contribuir y apoyar al crecimiento de las categorías en que los y las Dragonas de Lavapiés juegan, abanderando la multirracialidad como signo identitario de algo tan bello como el deporte popular.
Un acto cultural tiene un nicho de afines a quienes expongan una charla; la sinergia política va directamente ligada a la comodidad y seguridad de consumir en un sitio que no niego, sea asequible en precios para momentos de esparcimiento y desconexión de nuestros trabajos, en caso de tenerlos. Pero no, no se combate el fascismo desde un bar.
A medida que pasan las rondas, las barojianas conspiraciones atraviesan líneas muy finas de «cuñadismo rojo» a diatribas ad aeternum, que nunca conducirán a nada. Añadiría, al compás de más y más consumiciones, una alerta para evitar comportamientos repulsivos, deja de hacer bastante –o total– efecto. La violación en masa de policías de paisano a una joven (conocido como caso «La manada»), no eximió múltiples actitudes semblantes perpetradas por compañerOs, vecinOs y afines «del rollo», a escasos metros en el mismo transcurso de días y horas, en zonas politizadas que pudieran suponer, en principio, áreas seguras. Pese a quien pese, el hilo conductor que saca a la luz ese «macho interior» apartando al «aliado», tiene una semilla y raíz regada por mililitros de alcohol en sangre. Y me niego a creer que nadie ha visto o vivido en primera los condicionantes que comportan determinadas actitudes. Por lo que, aludiendo a los casos que salpican a ciertos fundadores, me cuesta creer que un bar sea el espacio oportuno para reflotar ningún espacio político.
Podemos gobernó en Madrid, Zaragoza, Barcelona, A Coruña, Compostela, València… , sea cual sea la marca electoral utilizada. Fueron primera fuerza política en tres de las cuatro provincias vascas bajo jurisdicción española, ¿Y, que me digan dónde? Porque los últimos discursos del señor Iglesias no distan de organizar una vanguardia de soviets y tomar los medios de producción… Pero cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo, ¿¡Qué!? Agua de borrajas.
Por ello, sintiendo cariño, orgullo y amistad hacia personas que intentan reflotar el proyecto y fueron mentoría política durante puntuales batallas, mas aludiendo al agua que no a la retórica, y sin dejar de reconocer que sin haberme acercado a los círculos ciudadanos y estando alejado políticamente del mismo Podemos, no niego mis deseos de su renacimiento. Es innegable que un bar puede tener fines, repito, de ocio en entornos políticos familiares e incluso, sirva como fuente de financiar y apoyar decenas de causas; pero que el acólito consumidor o consumidora no se engañe, porque «al pan, pan; y al vino, vino». Con el estómago lleno, la lucha puede cobrar fuerza; pero la vista nublada augura, además de resaca, un futuro poco claro.
No. Un bar no es lugar para combatir el fascismo. Al contrario: lo creo una ratonera donde tantas conspiraciones han sido apagadas policialmente por no tener salida de emergencia ni, por supuesto, una salida de humos cuando determinadas jerarquías del primigenio proyecto consiguieron acabar con el mismo.
Mis mejores deseos, sobrios y en las calles, quizá mejor fuera de los bares.
Comparte este artículo, tus amig@s lo agradecerán…
Mastodon: @LQSomos@nobigtech.es; Bluesky: LQSomos;
Telegram: LoQueSomosWeb; Twitter (X): @LQSomos;
Facebook: LoQueSomos; Instagram: LoQueSomos;