Blas de Otero, nos queda la palabra

Blas de Otero, nos queda la palabra

Blas-de-Otero-buena-LoQueSomosCarlos Olalla*. LQSomos. Junio 2016

Quiso la vida ser dura con él. La paz de su entorno familiar pronto estalló en mil pedazos. La ruina familiar y la temprana muerte de su padre y su hermano marcaron su vida para siempre. Tuvo que simultanear sus estudios de derecho con un trabajo que permitiera sacar adelante a su familia. Joven le pilló también la guerra. Le tocó en el bando nacional y él se alistó en el servicio médico. Dios y la poesía fueron los pilares a los que se agarró para no sucumbir al horror y al sufrimiento. Asqueado por cuanto le rodeaba en una posguerra de hambre y muerte, eligió el exilio. París y su bohemia acogieron a aquel Blas de Otero solitario que no tardó en tomar partido y luchar contra la dictadura. La Cuba revolucionaria le acogió con sus brazos abiertos. Tres fueron los años que pasó allí. Luego, ya en los setenta, regresó a esa España que tanto amaba. Quería morir aquí. Lo hizo el 29 de junio de 1979. Esta semana se ha cumplido el centenario del nacimiento de un hombre que, con su vida y su poesía, nos recuerda que más allá del dolor, más allá de todo lo perdido, nos queda la palabra.

Paco Ibáñez ha sido uno de los cantautores que más han hecho por la poesía de Blas de Otero. Al musicarla la ha sacado de los libros para que viva en la calle, en el corazón de hombre y mujeres, de jóvenes y viejos. Pocas veces se ha dado un encuentro tan bello entre dos almas.

Hombre

“Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser y no ser eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!”

La suya fue una vida en constante búsqueda. El refugio que encontró en Dios en sus años tempranos pronto dejó paso a cuestionar el sentido o el sinsentido de la propia existencia. ¿Quién soy? o ¿Qué hago aquí? son las preguntas que le empujaban a levantarse cada día en medio del dolor y el hedor de la muerte. Y halló respuesta a todas sus preguntas cuando descubrió la vertiente social del ser humano, ese darse a los demás para poder existir, ese luchar codo a codo por la paz, una paz que, junto a la palabra, pasa a inundar su poesía. No en vano uno de sus poemarios más conocidos se llama “Pido la paz y la palabra”

Pido la paz y la palabra

“Escribo
en defensa del reino
del hombre y su justicia. Pido
la paz
y la palabra. He dicho
«silencio»,
«sombra»,
«vacío»
etcétera.
Digo
«del hombre y su justicia»,
«océano pacífico»,
lo que me dejan.
Pido
la paz y la palabra”

Digo vivir

“Porque vivir se ha puesto al rojo vivo.
(Siempre la sangre, oh Dios, fue colorada.)
Digo vivir, vivir como si nada
hubiese de quedar de lo que escribo.

Porque escribir es viento fugitivo,
y publicar, columna arrinconada.
Digo vivir, vivir a pulso, airadamente morir,
citar desde el estribo.

Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro,
abominando cuanto he escrito: escombro
del hombre aquel que fui cuando callaba.

Ahora vuelvo a mi ser, torno a mi obra
más inmortal: aquella fiesta brava
del vivir y el morir. Lo demás sobra”

Pocos poemas como “Me llamarán” reflejan el sufrimiento de lo que fue nuestra guerra y lo son todas. Es un desgarrado grito del alma, un doloroso canto a los que cayeron, a los que caen y a los que caerán por hacer de este mundo algo mejor. La soledad ante la muerte es una de las constantes vitales de su poesía, como lo son también el imparable paso del tiempo y el olvido. La palabra fue su refugio, un refugio que compartió con todos porque siempre supo que es en la palabra donde todos podemos vivir en paz.

A la inmensa mayoría

“Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos su versos.

Así es, así fue. Salió una noche
echando espuma por los ojos, ebrio
de amor, huyendo sin saber adónde:
a donde el aire no apestase a muerto.

Tiendas de paz, brizados pabellones,
eran sus brazos, como llama al viento;
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo.

¡Aquí! ¡Llegad! ¡Ay! Ángeles atroces
en vuelo horizontal cruzan el cielo;
horribles peces de metal recorren
las espaldas del mar, de puerto a puerto.

Yo doy todos mis versos por un hombre
en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso,
mi última voluntad. Bilbao, a once
de abril, cincuenta y uno”

La vida le enseñó a Blas de Otero a transformar el dolor en belleza, fue la única forma que encontró para poder sobrevivir en un mundo cegado por la injusticia y la barbarie. ¿Qué pueden hacer un alma limpia y un corazón sensible en un mundo como este si no buscar refugio en la poesía? Con su vida y con su obra nos enseñó a no rendirnos, a seguir en el camino, a avanzar siempre, a tender la mano a quien la pueda necesitar, a regalar hasta el último de nuestros sueños para conseguir hacerlos realidad. Nunca llegó a ver el mundo por el que luchó, pero consiguió que nuestros hijos y nuestros nietos lo tuvieran, aunque solo sea un poco, más cerca.

En castellano

“Aquí tenéis mi voz
alzada contra el cielo de los dioses absurdos,
mi voz apedreando las puertas de la muerte
con cantos que son duras verdades como puños.

Él ha muerto hace tiempo, antes de ayer. Ya hiede.
Aquí tenéis mi voz zarpando hacia el futuro.
Adelantando el paso a través de las ruinas,
hermosa como un viaje alrededor del mundo.

Mucho he sufrido: en este tiempo, todos
hemos sufrido mucho.
Yo levanto una copa de alegría en las manos,
en pie contra el crepúsculo.

Borradlo. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros.
Aquí os dejo mi voz escrita en castellano.
España, no te olvides que hemos sufrido juntos”

La tierra

“Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
apuntalar las ruinas.

Romper el mar
en el mar, como un himen inmenso,
mecen los árboles el silencio verde,
las estrellas crepitan, yo las oigo.

Sólo el hombre está solo. Es que se sabe
vivo y mortal. Es que se siente huir
ese río del tiempo hacia la muerte.

Es que quiere quedar. Seguir siguiendo,
subir, a contramuerte, hasta lo eterno.
Le da miedo mirar. Cierra los ojos
para dormir el sueño de los vivos.

Pero la muerte, desde dentro, ve.
Pero la muerte, desde dentro, vela.
Pero la muerte, desde dentro, mata.

…El mar, la mar, como un himen inmenso,
los árboles moviendo el verde aire,
la nieve en llamas de la luz en vilo…”

“Si me muero, que sepan que he vivido
luchando por la vida y por la paz.
Apenas he podido con la pluma,
apláudanme el cantar.
Si me muero, que sepan que he vivido
luchando por la vida y por la paz.
Si me muero, que no me mueran antes
de abrigos el balcón de par en par.
Un niño, acaso un niño está mirándome
el pecho de cristal.
Si me muero, que no me mueran antes
de abriros el balcón de par en par.
Si me muero, será porque he nacido
para pasar el tiempo a los de atrás.
Confío que entre todos dejaremos
al hombre en su lugar.
Si me muero, será porque he nacido
para pasar el tiempo a los de atrás.
Si me muero, que sepan que he vivido
luchando por la vida y por la paz”

Blas de Otero Muñoz (Bilbao, 15 de marzo de 1916 – Majadahonda, Madrid, 29 de junio de 1979)

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