Crónica sentimental de las marchas de la dignidad

Crónica sentimental de las marchas de la dignidad

Siempre he llegado tarde a todo. Al sexo, a la literatura, al amor y a la política. Esta vez no fue distinto. La reciente operación de cataratas de mi madre, superviviente de los brutales bombardeos de Madrid y Barcelona y que el próximo julio cumplirá 89 años, me impidió acudir a Atocha a las cinco de la tarde. Después de cumplir con las prescripciones del postoperatorio, me acerqué a Madrid, con la esperanza de escuchar a Willy Toledo leyendo el Manifiesto de las Marchas de la Dignidad. Sin embargo, los más de cuarenta kilómetros de tráfico que me separan del centro y un control de la Guardia Civil, que una vez más ha ejercido sus funciones represivas, con notable satisfacción antidemocrática, malograron mis cálculos. La barrera levantada por la Unidad de Intervención Policial (UIP) entre la plaza de Alonso Martínez y Colón me retrasó aún más, obligándome a describir un inacabable rodeo. Las vallas que cortaban el acceso a la calle Génova resultaban muy elocuentes, pues protegían dos enclaves particularmente significativos: la sede del PP y la Audiencia Nacional, dos símbolos de la continuidad entre franquismo y la democracia juancarlista que podrían reunirse en un plano altamente simbólico con el Mausoleo del Valle de los Caídos, componiendo una sombría trinidad. Los antidisturbios y sus furgones creaban un clima de violencia e intimidación que evocaba el golpe de estado en Chile. Es imposible contemplar con simpatía o indulgencia a unos individuos cuyo trabajo consiste en apalear, desahuciar y humillar a las víctimas de la crisis económica. Su ensañamiento con los activistas sociales y su brutalidad con los manifestantes pacíficos, reflejada en infinidad de testimonios gráficos, acreditan que se hallarían como pez en el agua en una dictadura, aplicando las técnicas de contrainsurgencia que emplearon Pinochet y Videla contra las fuerzas de la oposición.

No conseguí acceder a la Plaza de Colón hasta las 19:30. Cuando al fin me encontré con los manifestantes, vi banderas de la CNT y el SAT. Otros enarbolaban pancartas, pidiendo el voto para IU. No me pareció honesto ni oportuno.  Es despreciable que el PSOE se haya limitado a expresar su respeto a las Marchas de la Dignidad, sin implicarse en las movilizaciones, pero por otra parte se trataba de una iniciativa popular, que pretendía crear un espacio confluyente y no excluyente, al margen de los sindicatos y partidos. Es cierto que los sindicatos minoritarios (SAT, CNT, LAB) han desempeñado un papel importante, pero es perfectamente lógico, pues se intentaba demostrar la fuerza del sindicalismo alternativo. Descubrir en Atocha la presencia de IU, UGT, CC OO y USO me produjo estupor y desagrado, pues su predisposición al “diálogo social” con el gobierno y la CEOE o, en el caso de IU, su injustificable implicación en los recortes de la Junta de Andalucía, constituyen actos de complicidad con el sistema que no pueden estar más alejados del espíritu inicial de las Marchas de la Dignidad. Después de merodear un rato por la plaza de Colón, me acerqué a las escaleras de la cafetería Riofrío. Me esperaban unos amigos de Bilbao, que habían viajado en coche para incorporarse a las columnas en Getafe. Apenas habían dormido y estaban agotados. Por eso, decidimos alejarnos un poco y buscar una cafetería. No sospechábamos que unos minutos más tarde comenzarían las escaramuzas entre un pequeño grupo de jóvenes y los esbirros de la UIP. Esos incidentes –al parecer, breves, escasos e irrelevantes- serían utilizados por la prensa mayoritaria para vomitar insidias y mentiras contra los manifestantes. Al día siguiente, leería indignado las portadas del ABC,El Mundo y La Razón, desplegando una demagogia semejante a la de la prensa franquista. El País se limitaba a minimizar el impacto de las Marchas de la Dignidad, asegurando que solo habían participado 50.000 personas en las protestas. El enorme caudal de gente que inundaba el Paseo de Recoletos impugna esta cifra. No sé si realmente había dos millones de personas, pero un cálculo moderado establecería a primera vista que al menos se habían reunido varios cientos de miles de personas, reclamando “pan, trabajo y un techo para todos”.

Mis amigos y yo dejamos atrás varias manzanas y nos instalamos en un bar semivacío. Inevitablemente, hablamos de política. Nos mostramos escépticos con los resultados de las Marchas de la Dignidad. No cuestionamos el indudable mérito de las columnas que habían partido de todos los rincones del Estado español, pero estábamos convencidos de que el poder real –la banca, la patronal, la Casa Real- no tolerarían que ningún partido se desviara del rumbo impuesto por la Troika y consolidado por la reforma del artículo 135 de la Constitución. Es cierto que la conciencia política se ha reactivado gracias a la crisis, pero la tasa de ganancia del capital posee una hoja de ruta y los medios coercitivos necesarios para cumplir sus fines. Los derechos laborales y sociales deben desaparecer para que las empresas incrementen sus beneficios, con menores costes salariales y unos trabajadores disciplinados por una alta tasa de paro. Se creará empleo, pero de escasa calidad y, antes o después, la sanidad y la enseñanza serán privatizadas, reservado una asistencia testimonial e insuficiente para la población con rentas bajas. Las desigualdades se consolidarán y adquirirán un carácter estructural. Se endurecerán las leyes para criminalizar las protestas sociales y se combatirá la libertad de expresión, equiparando la desobediencia y el espíritu crítico con el terrorismo. Nada de esto es un secreto y, de hecho, algunas de estas ignominias ya se han implantado, pero nadie sabe cómo parar esta ola destructiva. Sería injusto afirmar que el compromiso y la solidaridad no existen. Al revés, hay un clima que solo necesita una chispa para convertirse en un incendio. Sin embargo, los cortafuegos no se hallan tan sólo en las Fuerzas de Seguridad del Estado o el Ejército (las dictaduras militares son el plan B de las democracias parlamentarias), sino en un amplio sector de la burguesía y la clase trabajadora. Los que disfrutan de una posición desahogada no anhelan un cambio. Ayer era sábado por la noche y la cafetería semivacía donde pasamos algo más de una hora se llenó enseguida. Casi todos los clientes eran jóvenes con apariencia de pertenecer a familias acomodadas. Desde luego, no vestían como los anti-sistema, aficionados a las sudaderas, el pañuelo palestino y el calzado deportivo. Con pantalones de pinzas, suéteres y minifaldas, hablaban de forma despreocupada, completamente ajenos a lo que sucedía a escasas manzanas. No son los únicos que presuntamente se identifican con la bandera del conservadurismo político y social. Yo he sido profesor de instituto en barrios de la periferia, castigados por la pobreza y el desempleo, y he comprobado que el españolismo histérico, con su carga de xenofobia, intolerancia y odio hacia la “subversión comunista”, posee numerosos adeptos. El integrismo religioso completa la plataforma de la España negra y eterna, impregnada por un odio atávico hacia rojos, perro-flautas y separatistas. Ese heterogéneo magma social es el que permite –consciente o inconscientemente- a las oligarquías vivir en la opulencia, mientras uno de cada cuatro menores sufre los estragos de la malnutrición y el frío, pues en sus hogares no hay dinero para pagar la calefacción, comprar carne y pescado o desembolsar los cuatro euros diarios que cuestan los comedores escolares.

Cuando me despedía de mis amigos vascos, un agente de la UIP nos fulminó con la mirada. Su reacción –automática, instintiva- surgió al atisbar que uno de nosotros llevaba un pañuelo palestino. Afortunadamente, yo no llevaba a la vista un pin que me habría costado un disgusto. Es fácil reírse de los que aún se atreven a invocar el viejo lema anarquista, que invita a la lucha. La consigna “¡A las barricadas!” parece un triste e ingenuo arcaísmo. Me encantaría pensar que la no violencia y la resistencia pacífica derrotarán a ese nuevo Minotauro llamado capitalismo o economía de mercado, pero creo que esas formas de lucha son tan ineficaces –e irracionales- como el perverso mandato evangélico de amar a nuestros enemigos. Herbert Marcuse afirmó que “en el curso de cualquier movimiento revolucionario surge el odio, sin el cual no es posible ninguna revolución ni liberación”. Eso sí, nunca debe convertirse en brutalidad  o crueldad, lo cual no elimina la necesidad de “oprimir a los opresores, pues éstos, desgraciadamente, no se reprimen a sí mismos” (Hebert Marcuse, El final de la utopía, Barcelona, Ariel, 1968, pp. 41, 43). Cuando ya solo volvía hacia mi casa circulando en moto por la carretera de Burgos, no experimenté la ebriedad de un comienzo y, menos aún, de una victoria, sino un amargo sentimiento de derrota.

* Rafael Narbona

 

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